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Un cadáver a los postres

🌟🌟🌟


No es que esté mal, pero vamos, que se puede vivir sin ella. “Un cadáver a los postres” sabe a tarde de sábado perdida. A pequeña estafa. Le han caído los años como losas, o como hojas del otoño. Te ríes con cuatro gracias -todas ellas de Peter Sellers- y el resto solo es curiosidad por ver a Truman Capote actuando en la función. Y es él, de verdad, no Philip Seymour Hoffman.

La película solo dura hora y media -¡ay, los viejos tiempos de la concisión!- pero me duele no haber aprovechado este tiempo paseando, ahora que llega la primavera, o viendo el Leicester-Chelsea de la Premier League, que lo daban a la misma hora y hubiera sido mucho más emocionante. Pero me debo a la cinefilia, que es una prescripción médica que me salva de la depresión. Tengo que tomar una al día, como la Micebrina, aquel complejo vitamínico y mineralizante que anunciaban mucho por la tele con aquel jingle pegadizo. La Micebrina, por cierto -o su principio genérico- es justo lo que recomendaba Super Ratón cuando terminaba cada una de sus aventuras.

“Un cadáver a los postres” no la recomendaba Super Ratón, sino Javier Ocaña, el crítico de cine de El País, en su libro “De Blancanieves a Kurosawa”. En él contaba cómo había tratado de inculcar la cinefilia -esa maldición, esa enfermedad incurable- en la mente de sus dos hijos, desde que le daban al chupete hasta que le dieron al teléfono móvil. El libro viene a ser como una guía para padres, pero Javier Ocaña y el menda somos dos padres que vivimos en universos paralelos, todos a la vez en todas partes. Ocaña es culto, inteligente, profundo en sus análisis, mientras que yo soy un impostor de la cultura, medio listillo y superficial. En “Un cadáver a los postres”, por ejemplo, Ocaña veía comedia, carcajada, mala uva concentrada. Un clásico de la hostia. Yo, en cambio, solo veo una cosa simpática, viejuna, un poco de Benny Hill, que haría reír como mucho a los sumerios. Los hijos de Ocaña -según él- se partían el culo, pero me gustaría que declararan sin su padre cerca, protegidos por el FBI. 





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Gosford Park

🌟🌟🌟

Gosford Park es una película que pone a prueba la inteligencia de los espectadores vulgares. Y yo, que soy uno de ellos, confieso que he naufragado en este mar proceloso de los cien personajes que se reúnen en la mansión a tomar el té y cazar la perdiz. Tan ocupado estaba en resolver el puzle de los parentescos putativos y las relaciones extramatrionales, que no he podido admirar los movimientos maestros de la cámara, ni las composiciones pictóricas del plano, que decían los críticos de la época. Donde otros fueron capaces de apreciar la percepción áurea de la toma y la segunda intención de los diálogos, yo, menguadico de entendederas, bastante tengo con recordar los nombres de los personajes, y trazar las líneas imaginarias que los unen con sus maridos y mujeres, amantes y sirvientes. Un lío morrocotudo que Robert Altman tampoco hace mucho esfuerzo por desenredar, la verdad, quizá porque prefiere quedarse con un puñado de espectadores exigentes, y no con una tropa de cinéfilos de tres al cuarto que no valoran sus osadías.



        Las películas como Gosford Park me causan una pequeña depresión, porque uno, aunque se sabe limitado, siente una punzada en el orgullo cuando tal limitación es puesta a prueba, y sobrepasada por las circunstancias. No es lo mismo saberse tonto que ser llamado tonto a la cara. Esta vez, sin embargo, he contado con el consuelo de mi señora madre, que anda de visita por estos pagos, y que alentada por la magnificencia de la campiña británica se ha apuntado a la sesión nocturna del sofá. 

    Cada vez que me perdía en los laberintos, yo, de reojo, escrutaba su rostro para descubrir un atisbo de inteligencia, pero sus ojos, fijos en la pantalla, brillaban con el mismo deslucimiento que los míos. Era obvio que andaba tan perdida como yo, y que seguramente, cuando yo no la miraba, me buscaba con la misma tribulación del espíritu. Me queda, pues, el consuelo de la genética. Yo no soy tonto, como decía Homer Simpson de su gordura: es el metabolismo. Un gen de más o de menos que me niega la proteína adecuada para comprender estos fárragos y otros parecidos. O eso, o que nosotros, mi madre y yo, como en el cuento de Andersen, hemos señalado al emperador desnudo.


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El exótico Hotel Marigold

🌟

Saco el ordenador portátil de su maletín para escribir unas cuantas maldades sobre la aburridísima El exótico hotel Marigold, y en ese gesto brusco, de "te vas a enterar, Marigold", el disco duro externo, que no recordaba haber dejado allí, cae al suelo. Es un ligero “crash” el que llega a mis oídos. Ni siquiera ha rebotado en la baldosa: ha caído plano, barrigón, como un saltador desentrenado del trampolín. Más “plof” que “crash”, realmente. Lo recojo, vuelvo a conectarlo, y el monitor, para mi sorpresa, se vuelve todo azul, y empieza a escupir códigos alfanuméricos, anglosajones, de los que sólo entiendo uno en concreto: disco duro escoñado; siniestro total. Se me ha muerto el disco duro de un golpecito, de un ligero cachete, que seguramente le ha alcanzado en la nuca, o en el centro justo del corazón. Cerca de cuarenta películas llevaba guardadas en su vientre, el fruto de mis saqueos por los siete mares que yo atesoraba como una hormiguita para pasar el verano. Las cuarenta ladronas de Alí Babá que por culpa de un descuido ahora yacen perdidas en el fondo del mar, a kilómetros de profundidad de mis conocimientos informáticos. Podría organizar una expedición de rescate y llevarlo a la tienda, a que un nerd desenvuelto y vivaracho desenredara los datos, pero me temo que me van a estafar, y que me va a salir más cara la reparación en los astilleros que la compra de un nuevo barco. 

Con este disgusto mayúsculo del disco duro ya no quiero escribir nada sobre El exótico Hotel Marigold. Me cagüen la mar, Merche... Tuve que haberla dejado a los quince minutos , cuando percibí –y no es un gran mérito intelectual que digamos- el tono antenatresiano y sobremesero de su propuesta. Los ancianitos en la India folklórica y sus cuitas sexuales del pito caído y la vagina reseca... Bah. Una tontería sufragada por el INSERSO británico –INSERSOU- para convencer a las personas mayores de que viven en la mejor de las edades, y que han de seguir comprando, y  viajando, y poniéndose guapos, para que siga la fiesta y no decaiga el negocio. Una ridiculez sentimental que sólo salvan sus grandes actores, y sus tremendas actrices, y que sólo he sobrellevado hasta el final por respeto al buen amigo que me la recomendó, ahora un poco menos amigo en el escalafón, degradado en un rango, o quizá en dos, quién sabe, si no dejo de escribir ahora mismo y dejo de acumular sulfuro en la sangre...



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