Suburbicon

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Después de ganar la II Guerra Mundial, el sueño americano de comprar una casa se fue pareciendo cada vez más al sueño colectivista que imaginaron los comunistas rusos o los nazis alemanes. Con la economía a todo trapo y las ayudas del gobierno puestas en marcha, los currantes americanos se compraron una casa en las afueras y un coche utilitario para ir y volver al trabajo o al centro comercial. Se instalaron en los suburbios para vivir en comunidades uniformes y bien avenidas. Todas las casas eran parecidas, y todos los céspedes tenían la misma extensión. La propaganda nazi que mostraba a rubísimos arios con su casa unifamiliar, su huerta propia y su Volkswagen aparcado en la puerta, no era muy diferente de los anuncios que poco después vendían casas en los parajes de Pensilvania o de Oklahoma. Los macartistas sospechaban con razón que todo aquello olía a europeísmo solapado. Quizá fue la única vez que acertaron en su diagnóstico. 


    Suburbicon empieza siendo un sueño inmobiliario y termina siendo una pesadilla asesina. Un guión de los hermanos Coen con aires muy coenianos, muy bestias, donde los seres humanos terminan sucumbiendo a sus pasiones sexuales y a sus pequeñas mezquindades. Lo habitual en los personajes que tienen la mala fortuna de pasar por sus películas. Bajo la urbanización intachable de Suburbicon discurren las cloacas por donde se evacúa la mierda. Y en paralelo, en un conducto muy fino camuflado entre las tuberías, discurre el deseo sexual que proviene de lo más profundo de la naturaleza, y que se cuela en algunas viviendas por la rejilla del aire acondicionado, como un gas de lujuria que viene a joder la pacífica armonía. 

Los vecinos de Suburbicon se ayudan, se regalan tartas, se cuidan los hijos los unos a los otros, como en kibutz israelí también de ideología colectivista, pero no pueden contener el deseo por otros maridos, o por otras mujeres. Es la carcoma que jode cualquier convivencia entre los seres humanos desde que el Neolítico nos arrejuntó para labrar la tierra y defenderla del invasor. Eso, y la envidia por las propiedades del vecino, que en Suburbicon no se produce debido a la monotonía inmobiliaria del paisaje.



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La cordillera

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El cuarto jueves de cada mes de abril, los americanos tienen por costumbre llevar a sus hijos al centro de trabajo. De paso que aprenden algo del oficio, y celebran una jornada de convivencia, los chavales confirman que papá y mamá no están en casa de otra señora, o de otro señor, desempeñando otras tareas...

    Había un sketch glorioso en Robot Chicken en el que un soldado imperial acarreaba a su hija el mismo día en que Luke Skywalker se cargaba la Estrella de la Muerte... En La Cordillera, Hernán Blanco, el presidente de la República Argentina, también lleva a su hija a la cumbre de mandatarios sudamericanos, que es un bochinche también muy galáctico en el que hay una Federación del Comercio, un Imperio del Mal y unas bases rebeldes de izquierdistas irredentos. Marina, la hija del presidente, es una mujer hecha y derecha que ya sabe de sobra a qué se dedica su padre.  Lo que pasa es que ella no está para muchos trotes, y prefiere permanecer en compañía. Sufre depresiones, amnesias, congojas. Su marido, con el que mantiene un cese temporal de la convivencia, ha amenazado al gobierno argentino con desvelar terribles secretos de financiación ilegal. Se ve que hay otro Bárcenas en el hemisferio sur que también se viste de esquiador cuando el nuestro se pone el bañador y viceversa...

    Temeroso de que Marina puede suicidarse, o irse de la lengua, el presidente Hernán quiere tenerla a su lado mientras negocia un acuerdo importantísimo con los otros presidentes. Con los yanquis, en especial.




    Hernán Blanco es el hombre común que llegó a ser presidente de la nación. El mandatario que de momento no conoce la crítica ni la mácula. Todos esperan de él un liderazgo, una clarividencia. Una decisión que convierta el Cono Sur en una potencia comercial libre de la influencia norteamericana. Pero nuestro hombre, mientras se celebra la cumbre, está a otras cosas. La presencia de su hija es perturbadora. Porque ella sabe, o sospecha, o recuerda, lo que los demás desconocen de su padre por completo. “

   El mal existe señorita Klein. No se llega a presidente si no lo ha visto un par de veces al menos”. Así le responde el propio Hernán Blanco a la periodista española. No estoy aquí por casualidad, viene a decirle. He pasado por túneles muy oscuros, y me he comido mucha mierda. Yo mismo he vertido mucha mierda para camuflarme, como los calamares. No soy un santo, por supuesto, pero no voy a confesarle a usted mis fechorías. Pero Marina, la hija, en el dormitorio de al lado, medio grogui por las pastillas, medio zombi por la hipnosis, trata de recordar…




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Vergüenza. Temporada 1

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Desde niños vamos aprendiendo que somos más inteligentes que algunos y más feos que otros. O viceversa... Nos vamos colocando en la escala de percentiles aprendiendo de los éxitos y los fracasos. Se nos da bien el fútbol, mal el baloncesto, cojonudamente las matemáticas, de puta pena las mujeres guapas…. Nos comparamos con los demás y sacamos conclusiones. A veces pensamos que nos subestiman y a veces sospechamos que nos sobrevaloran. Nosotros también tenemos nuestra propia opinión cuando nos miramos al espejo, o cuando hacemos introspección. La autoestima es una balanza dificíl de calibrar, y casi nunca da el peso exacto de nuestra valía. Pero la mayoría de la gente se mueve en una horquilla razonable, en un margen asumible. Llegados a los cuarenta años, si no eres un gilipollas integral, si no te falta un módulo que viene de serie en el cerebro, más o menos conoces tus límites y tus posibilidades.

    Lo triste es que todos conocemos a alguien que no funciona bien. Que se mueve en otros parámetros de la realidad. Suelen ser los cuñados, o los vecinos del quinto, que nos caen gordos y que seguramente piensan lo mismo de nosotros. Pero nosotros sabemos que son ellos los que van dando grima con su comportamiento. Los que malinterpretan las señales que marcan el camino. Los que no se enteran de cuándo han de seguir o de renunciar. Verdaderos autistas cuando se trata de comprender el contexto social. 

Cuando les sobreviene un chispazo de lucidez, sufren una disonancia cognitiva que les paraliza, pero rápidamente la resuelven dándose la razón, o negando la evidencia. Reafirmando su valía inexistente, retomando el plan inconcebible. Empecinándose en la tontería. Son incorregibles. 

Con parejas como Jesús y Nuria todos hemos compartido una escalera, una celebración familiar, una cena entre amigotes. Y al final siempre terminamos por sentir vergüenza ajena. Querríamos contarles la verdad, o descojonarnos de la risa, pero somos personas educadas y no queremos hacerles daño. A veces, incluso, nos caen bien. Suelen ser buenas personas. Simplemente es que les falla algo, como a nosotros. Nadie es perfecto. El que no cojea de esto cojea de lo otro. Pero dan mucho el cante. Son carne de tragicomedia para la tele. Vergüenza los retrata a la perfección. Lo que me he reído mientras me incomodaban…



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Barry Seal: el traficante

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Barry Seal -el personaje real, no esta idealización molona y sexy que encarna Tom Cruise-, era un tipo fondón, con cara de pánfilo, como un matón secundario en la cohorte de Los Soprano. Un tipo que se movía entre el anticomunismo de parvulario y la codicia del Tío Gilito. Un tipo muy poco recomendable, peligroso incluso, al que seguramente daría asco conocer en primera persona. 

Por mucho que Tom Cruise se esfuerce, y por mucho que Doug Liman le siga el rollo, por mucho que nos ablanden con la historia de su matrimonio y con su empecinamiento de americano, Barry Seal es un personaje que no hace ni puta gracia, y sin embargo, la película se desvive por hacernos reír con las aventuras coloniales de este yanqui salvando los logros del Imperio. También conocimos el “lado humano” de Ray Liotta en Uno de los nuestros, o de Stringer Bell en The Wire, y jamás olvidamos quiénes eran. Aquí ha fallado algo. 

    La película hubiera sido distinta con otro actor menos operado del rostro, menos pendiente de sus tabletas. Con otro director de vocación más documental. Menos peliculera. Se agradecen los esfuerzos por entretenernos, pero la historia de Barry Seal, por sí misma, ya es entretenida de cojones. Todo un vodevil ochentero de la histeria anticomunista. No hacía falta pintar al fulano de colorines.  El mero hecho de elegir a Tom Cruise para encarnar a Barry Seal –o que el propio Cruise decidiera apropiarse de esta biografía- ya debería ponernos sobre aviso. Treinta y tantos años después haber derribado los cazas Mig-28 enviados por los soviéticos, el teniente Maverick vuelve a surcar los cielos para luchar contra los comunistas que amenazan el american way of life. Aunque ahora lo haga desde una avioneta civil, tirando fardos de droga o de fusiles sobre los parajes.





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Black Mirror: Metalhead

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Existe un subgénero cinematográfico que rara vez defrauda: el de la humanidad que ha sobrevivido al apocalipsis y se las apaña para ir sorteando los días buscando agua y alimentos. O gasolina. O un teléfono que funcione para contactar con otros seres humanos. Las tramas siempre son muy agradecidas, de hombres y mujeres transformados en bestias que sólo buscan salvar el pellejo o el pellejo de los suyos. La humanidad al límite de la ética. Porque qué cojones importa la ética cuando hay que disputarse un mendrugo de pan o una fuente de agua. 

Los monos de 2001 regresan de nuevo para blandir el hueso de los mamporros. Una elipsis temporal de cuatro millones de años que nos devuelve a la sabana de los primitivos.  Paisajes lunares, desérticos, cenicientos, de coches tirados en las cunetas o de cadáveres putrefactos en  los campos. Siempre hay un matrimonio que se ha suicidado en el lecho conyugal -a menudo de un tiro de escopeta- cuando el protagonista entra en una casa buscando medicinas. El silencio de la naturaleza que ya sólo rompen los animales, o los vientos, o las últimas hogueras, cuando antes todo era una cacofonía de señores que se las daban de muy importantes, de señoras que parloteaban incesantemente de lo suyo. Quizá es eso -la paz que deja tras de sí la humanidad devastada- la que hace que estas películas, o estos episodios para la televisión, tengan un atractivo tan morboso para el misántropo vocacional. El que se fue a vivir al campo para no ver a nadie más allá de las ventanas. Sólo el vecindario imprescindible, y el frutero con la furgoneta, y el cartero que trae los pedidos de internet.

Metalhead es el quinto episodio de la cuarta temporada de Black Mirror. Pero no es muy Black Mirror que digamos. Es como un estrambote, como un capricho musical. Hay un futuro distópico, sí, del hombre –de la mujer más bien- enfrentada a la fiereza tecnológica de un perro asesino que no conoce el descanso. Un bicho tan pesado como Tomy Lee Jones en El fugitivo. Implacable como un Terminator perruno. No hay mucho más en el episodio. Unos humanos que han superado el apocalipsis buscan algo muy valioso en un almacén. El cyborg canino los destroza como un segurata enrabietado, y sale en persecución de la única superviviente por valles y montañas, bosques y parajes. Y sí: hay un matrimonio suicidado en la casa donde ella se refugia. 



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El guateque

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En la teoría cinematográfica de Ignatius Farray -que sostiene que una película es buena si el contenido proporciona lo que el título promete- El guateque estaría cerca de ser una obra maestra porque en ella no hay más cera que la que arde: un guateque. Una fiesta pensada para que acudieran todos menos tú, como en la canción de Sabina: chicas guapas, tíos apuestos, caballeros con dinero. Actores que son y actrices que serán. Secretarias de los tipos importantes y esposas enjoyadas que sobrevuelan el panorama. La beautiful people congregada en la casa de diseño ostentoso, casi futurista, donde existen mil recovecos para el amor y la negociación, la aventurilla y el alcoholismo. Una fiesta de snobs, de arribistas, de adictos al sexo y buscones de la fama, a la que jamás seríamos invitados ni tú ni yo. 

    Ni, por supuesto, Hrundi V. Bakshi, el actor secundario con pinta de tolai que es el terror de los rodajes. Un metepatas legendario al que contratan para hacer de cipayo en las películas de la India colonial, pero al que nadie quiere ver cuando se guardan las claquetas y se apagan los focos para descansar.

     Pero Bakshi, en un error grafológico y garrafal, es incluido por error en la lista de invitados, y allí, en la fiesta de alto copete, será como el elefante hindú en la cacharrería. Como el tornado en la playa engalanada. El agente del caos. Peter Sellers renegrido de hindú es el protagonista absoluto de la película. Blake Edwards se limita a contemplarle con la cámara. Sellers no interpreta los gags: los hace suyos, los retuerce, les saca hasta la última gota de zumo. Nadie ha hecho el tonto como él en una pantalla de cine. El tonto absoluto. El vacío total. Ni Chaplin, ni Keaton, ni nadie. Ningún genio del cine mudo. Ellos eran más serios, más trascendentes, incluso en sus tonterías más inocentes. Sellers, lo mismo vestido del inspector Clouseau que de Bakshi el secundario, es capaz de interpretar al imbécil integral, al torpe inigualable. Al zopenco de récord mundial. Te hace reír al mismo tiempo que te pone de los nervios. 

Hay gente que no puede ver El guateque sin tomarse un tranquilizante. El tipo es irritante, inquietante, directamente asesinable. Yo me parto el culo con él.



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Better Things

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Cuando supe que Louis C.K. y Pamela Adlon habían vuelto a reunirse para crear una serie de televisión, la alegría volvió a esta casa que estaba tan huérfana de buenas comedias. Louis y Pamela son inquilinos muy antiguos de este viejo televisor que nunca me decido a cambiar. Les sigo desde los primeros tiempos de Louie, que fue escuela de muchas sitcoms actuales, y más lejos todavía, desde Lucky Louie, esa serie de culto que fuer creada para los incultos que todavía nos reímos con chistes para adolescentes.

    Había leído, además, que Pamela Adlon no sólo iba a ser la actriz principal, sino la coguionista de muchos episodios, y la directora de otro puñadico igual, y uno ya se relamía de gusto imaginando a esta pareja de amigotes dando forma a sus ideas sobre la crianza de los hijos, el divorcio y la soledad, el sexo a los cuarenta y la depresión en el otoño. Las ganas locas de vivir y el reloj de arena que va soltando sus penúltimos granos. Louis C.K. y Pamela Adlon como en los viejos tiempos de sus comedias: ironías sobre el sexo, sobre el no sexo, sobre pechos que se descuelgan y pitos que ya no remontan el vuelo del deseo. Filosofías muy agudas sobre hijos que crecen a la buena de Dios sin que importen gran cosa nuestros esfuerzos. Cuarentones enfrentados a la última crisis de la juventud. Yo ardía en deseos de ver una serie así.


    Pero Better Things no funciona. Ni haciendo esfuerzos supremos de la voluntad. Hay frases geniales, sí, ideas sueltas, revelaciones dolorosas. Se ve la mano de Louie C.K. en algunas pinceladas, y Pamela Adlon es una actriz soberbia, crecida, que puede con todo. Ella es, además, demasiado sexy para obviarla. Tiene una voz rasposa que me remueve cosas por dentro. Presumo que en la vida real tiene que ser una mujer hipnótica, desarmante. Pero la serie no tiene rumbo. Va de la comedia a la melancolía -o a la astracanada- como un borracho caminando por la acera. Toca demasiados palos y sus episodios duran demasiado poco. Son tres hijas que cuidar, una madre que soportar, mil amigas que aconsejar, varios amantes que satisfacer, y todos ellos entran y salen de la función como en una mala obra escolar, al tuntún, desdibujados y torpes. 

    Lo más triste de todo es que ahora nos vamos a quedar con las ganas de saber si esto sólo ha sido un lapsus o un inicio de su decadencia. El amigo Louis está terminado para la industria. El mismo día que estrené Better Things en mi televisor -con la agenda despejada, dos cervezas en el frigorífico, y unas ganas locas de reírme de mi mismo- salió a la luz la curiosa afición de Louis por masturbarse delante de sus compañeras de trabajo. El tipo que nos había hecho reír de lo lindo con sus costumbres masturbatorias,  al final no resultó ser un hermano en el desconsuelo, ni un cofrade de la soledad. Sólo un pajillero indecente y descontrolado.



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El doctor

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Al final de Los caballeros de la mesa cuadrada, unos policías anacrónicos entran en escena para disolver la manifestación de tronados medievales a golpe de porra. La broma ha terminado, y ya es hora de que los personajes -y los espectadores que los seguían en sus tribulaciones- vuelvan a la realidad que les espera ahí fuera.

Así es, también, un poco, la vida de todos nosotros: una película de los Monty Python mientras la enfermedad grave no irrumpe en el fotograma. Hay risas y llantos, amoríos y celos. Enredos de vodevil. Pequeñas tragedias que al final tienen una solución o se incorporan a la rutina como una molestia llevadera. La vida, mientras el cuerpo aguanta, y la mente responde, puede ser muy divertida si uno da con las compañías adecuadas, o con la bolsa del dinero. 

Una vida, por ejemplo, como la que lleva Jack MacKee en la película El doctor. MacKee es un cirujano de prestigio, jovial y adinerado, que de momento sólo conoce la existencia del otro lado del biombo, del perímetro laboral de la mesa de operaciones. Del lado correcto del escritorio donde los diagnósticos de enfermedad grave siempre le caen al otro en la cabeza.

    El doctor no es un mal tipo, pero trata a sus pacientes con una frialdad profesional que a veces roza el desacato. No es Gregory House, desde luego, pero la asignatura de deontología le quedó varias veces en la carrera. Guardar una distancia emocional con los pacientes es una práctica saludable, necesaria, pero sólo un paso, un gesto, un broma de mal gusto, separa la prudencia del cachondeo. Jack MacKee no es consciente de ello hasta que una mala tarde de las que anunciaba Chiquito de la Calzada siente un carraspeo en la garganta, acude a su médico de confianza y recibe, esta vez en el lado incorrecto del escritorio, la pedrada de un diagnóstico de cáncer. La broma ha terminado. La masa tumoral en sus cuerdas vocales ha entrado en escena para disolver la película de los Monty Python que se titulaba La vida de Jack, una comedia loca en la que había coches de alta gama, una casa de ensueño, una esposa amantísima y un prestigio profesional que nunca había sufrido una duda o una cornada.


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