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Que nadie duerma

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Que tire la primera piedra quien no haya soñado alguna vez con un amor inalcanzable. Un amor matemáticamente imposible, de posibilidades infinitesimales. De todo punto ridículo visto desde fuera. Tan ridículo que no puedes ni confiarte a tus mejores amistades, para que no te tomen a pitorreo y duden muy seriamente de tu salud mental. Un amor silencioso, ultrasecreto, pero no doloroso en realidad, porque siempre hay un rinconcito de la conciencia, aunque amordazado, que se hace cargo de la situación.

Y no hablo de enamorarse locamente de la actriz de Hollywood o del cantante de la tele. Hablo de la vida cotidiana, de cuando conoces a Fulanita o Menganito por las esquinas de la realidad y las mariposas del estómago, contra toda lógica, contra toda obviedad, porque tú eres un chiquilicuatre y ella vive en el último eslabón de la cadena trófica, se empeñan en revolotear de un modo improductivo. O -como le sucede al personaje de Malena Alterio- cuando tú eres como mucho la princesa de Bekelar y el maromo es el actor de moda más  buenorro de los teatros madrileños. Y además con barbita de comechochos gourmet incorporada.

Yo sufrí una vez este enorme desvarío. Tan desvariado que es el único amor secreto que nunca le he contado a nadie, ni siquiera una vez que me preguntaron y yo me vi con demasiados licores espiritosos en el coleto. No, nunca, jamás. El pitorreo hubiera sido histórico. Quién sabe si alguno de los presentes, sin pedirme permiso, hubiera tomado mi historia para construir una película sobre un gilipollas integral.

Pero el personaje de Malena Alterio está hecho de otra pasta más comunicativa que la mía, o quizá es que conduciendo el taxi se aburre mucho y suelta lo primero que se le ocurre, por aquello de crear un clima de confianza con la clientela. O que está un poco pirada, que eso también. Por la boca muere el pez, y por la bocaza la taxista, y como además hay mucho hijo de puta suelto por ahí, y también mucha hija de puta, al final salió esta tragedia costumbrista que no es que parezca escrita por Juan José Millás, el maestro moderno de las tramas kafkianas. Es que lo está. 





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Bajo terapia

🌟🌟🌟

Lo mismo en la realidad que en la ficción, cualquier pareja que acude a una terapia de ídem sabemos que está condenada. Les vemos entrar en la consulta con cara de cabreados o de compungidos y nos decimos: “¡Pobrecitos!. Qué poco les queda ya...”.

Hay parejas que se deshacen en la propia consulta y otras que cogen oxígeno para seguir chapoteando unos cuantos meses más antes de ahogarse. El amor no funciona con remiendos ni con componendas. Con trucos psicológicos. Las palomas de Skinner no tienen nada que ver con las mariposas en el estómago. No hay pegamento que una los huevos rotos. Cualquier pequeño terremoto volverá a separar lo que el hombre (y la mujer) desunió. 

La única solución sería dejar de llamar amor a lo que ya no lo es: conformarse, quizá, con un sentimiento menos elevado, más práctico, algo de andar por casa. No hay que amarse como Romeo y Julieta para ir tirando por la vida en compañía. Pero las parejas que van a las consultas quieren recobrar la llama, el entusiasmo, la juventud... La potencia sexual, la rosa diaria, el aliento mentolado, la tersura de la piel.

Pero eso, ay, es una película de ciencia ficción. 

En la vida real sucede tres cuartos de lo mismo, pero los psicólogos, obviamente, no te lo van confesar. De algo tienen que vivir. Ellos venden terapias de pareja como otros venden crecepelos o ideas para emprendedores. Es todo mentira. Ya dijo Woody Allen en “Recuerdos” que el secreto de una buena relación reside en la suerte. La chiripa de coincidir y luego ir desgastándose muy poco a poco. Todo lo que es forzado, trabajoso, impostado, no funciona. Además, qué coño: tampoco pasa nada porque el amor se extinga. Siempre habrá otro que venga a devolver la ilusión. Transitoria, sí, pero ilusión. Y por tanto, mágica.

De “Bajo terapia” no se puede contar gran cosa porque tiene un final sorpresa. Muy del agrado del mainstream feminista. Yo estuve una vez en una terapia de pareja y no tuvo nada que ver con este experimento de la película. Lo cuento en mi autobiografía. Es un capítulo muy chulo, la verdad. Ahora me río, pero entonces jo...







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Vergüenza. Temporada 3


🌟🌟🌟🌟🌟

Corre por ahí el bulo de que sólo en castellano existe una expresión genuina para describir la “vergüenza ajena”, y que el resto de los idiomas civilizados se refieren a tan incómoda sensación como la spanish shame, a falta de un recurso más potable. Pero es eso: un bulo lingüístico. Un chiste de filólogos quizá. Basta con darse una vuelta por internet para comprobar que todos los idiomas tienen una expresión propia para definir este cosquilleo visceral que está a medio camino del malestar y la risa, de la empatía y la condena. 

    El sentimiento de vergüenza ajena es universal porque todos tenemos unas neuronas llamadas espejo que son el último grito de la evolución. Unas funcionarias muy eficaces que se encargan de ponernos en el lugar del otro para entender lo que hace, o lo que dice, y aprender de este modo a imitar sus aciertos y evitar sus errores. A sentir, en la medida de lo posible, lo mismo que siente el semejante: la alegría y la pena, el dolor y el placer. Con-padecer. Ellas, las neuronas espejo, son las que obran la magia del cine. La excitación del porno. Ellas nos indignan cuando vemos sufrimiento en un telediario. Ellas trabajan incansablemente para entender emocionalmente al amigo que se confiesa, a la pareja que abre su corazón. Son las neuronas de la empatía. La habitación para los huéspedes, dentro de nuestro cerebro egoísta y calculador.



    Gracias a ellas también puede uno descojonarse viendo la serie Vergüenza, que es una comedia corrosiva, hiriente, que no todo el mundo puede soportar. Vergüenza es como el picante en la comida, o como el agua a medio escaldar en la ducha. Hay que tener callo para soportar tanta metedura de pata, tanta gilipollez, tanto desvarío ridículo de sus personajes. Yo se la he recomendado a un par de amigos que al segundo episodio me han dicho que no, que basta, que han intentado reírse pero la carcajada se les ha quedado atravesada en la garganta. Que pa’mí, la tontería, que soy capaz de reírme con estas cosas. No les he perdido, porque son buenos amigos, y saben de mis gustos particulares, pero durante meses han puesto en cuarentena cualquier recomendación cinéfila o seriéfila nacida de mis escritos. No les culpo. Vergüenza no es una serie para todos los públicos. Hay que tener algo de misántropo, de puñetero. Ser un poco Diógenes en su tonel. Tener la sospecha fundada de que todos, en realidad, damos un poco o un mucho de vergüenza ajena. Pero que, como les sucede a los personajes de la serie, no nos enteramos, o preferimos no enterarnos.



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Cinco metros cuadrados

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La pareja que arruina su vida en Cinco metros cuadrados compra un piso de mierda a varios kilómetros del centro, en mitad de un secarral inhóspito, en una urbanización que está todavía por diseñar. Firman una hipoteca a pagar en 40 años, y dan una entrada de varios miles de euros que reúnen sableando a varios familiares, y pidiendo anticipos a los jefes del trabajo ¿Y todo esto por qué? Por una terraza de cinco metros cuadrados que prolonga las prestaciones del salón y da título a la película. Una terraza minúscula e impracticable desde la que se ve, a tomar por el saco, más allá de los matorrales y de las naves industriales, un trocito de mar azulado. El sueño pequeño-burgués de vivir junto a la costa, de presumir ante las amistades, de tomarse una cervecita fresca y unas aceitunas con anchoas mientras se filosofan tonterías con la mirada perdida en el horizonte de los mares.


            Es el mismo sueño perturbador, pesadillesco, que hace años nos invadió a todos los españolitos, en la costa y en el interior, en los pueblos y en las ciudades, en los regadíos y en los secanos... La misma psicosis colectiva que nos llevó a pagar a precio de oro, y con el dinero que no teníamos, pisos de calidad bochornosa que nos vendieron como de lujo, o como de primeras calidades, engatusados como niños idiotas por la cocina bonita, por la luz del salón, por el vestidor en el dormitorio que sería la envidia de las visitas y el rabia-rabiña de las cuñadas. Pisos que luego se caían a trozos, que chorreaban goteras, que eran invivibles por culpa de los vecinos y de sus ruidos constantes.  Pisos que vividos por dentro no valían ni la mitad de lo pagado. Ni la cuarta parte. Cárceles hipotecarias. Jaulas de encierro voluntario. Decepciones que luego ya no se podían rectificar, ni vender, ni dejar de pagar. Un simple lugar donde recogerse por las noches, y mirar cualquier chorrada en la televisión. Pero eso sí: un piso propio.




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Vergüenza. Temporada 2

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"En el cine, como en el teatro, no hay más que un argumento: un hombre encuentra a una mujer. Si follan, es una comedia. Si no, ¡es una tragedia!”

    Esto lo dijo Marcel Pagnol en los tiempos fundacionales del cine, y dicho así, con esta rotundidad de cinéfilo, parece que yo suiera quién es Marcel Pagnol, cuando en realidad esta frase la encontré hace tiempo en el Diccionario de Cine de Fernando Trueba, que citaba al escritor francés. Hace solo un minuto que he tenido que acudir a la Wikipedia para refrescar la memoria sobre quién era el tal Marcel, novelista, dramaturgo y cineasta nacido en 1895... Da igual. Lo importante es la frase del principio, su aforismo inmortal, que yo suscribo por completo. Y aunque en películas que tratan sobre el Holocausto o sobre el puente sobre el río Kwai es difícil aplicar esa simpleza de hombres y mujeres que viven pendientes del follar, creo que nadie como Marcel se ha acercado tanto a la piedra filosofal que explica (casi) todos los argumentos.

    Dicho esto, Vergüenza es una serie tan dislocada, tan extravagante -y seguramente tan genial- que la sentencia de Marcel Pagnol se vuelve del revés. A uno le encantaría que al viejo dramaturgo -qué cultureta queda eso del “viejo dramaturgo”- le concedieran un permiso en el cementerio y pudiera ver la serie en Movistar + para luego abrir una mesa redonda donde pudiera participar con Cavestany y Armero -los showrunners- y los actores principales- Alterio y Gutiérrez- para explicar por qué cuando los protagonistas de Vergüenza no follan, la cosa se convierte en una comedia, y cuando por fin se lanzan los arrumacos,  la serie deriva en una tragedia sin parangón. 




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Vergüenza. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟

Desde niños vamos aprendiendo que somos más inteligentes que algunos y más feos que otros. O viceversa... Nos vamos colocando en la escala de percentiles aprendiendo de los éxitos y los fracasos. Se nos da bien el fútbol, mal el baloncesto, cojonudamente las matemáticas, de puta pena las mujeres guapas…. Nos comparamos con los demás y sacamos conclusiones. A veces pensamos que nos subestiman y a veces sospechamos que nos sobrevaloran. Nosotros también tenemos nuestra propia opinión cuando nos miramos al espejo, o cuando hacemos introspección. La autoestima es una balanza dificíl de calibrar, y casi nunca da el peso exacto de nuestra valía. Pero la mayoría de la gente se mueve en una horquilla razonable, en un margen asumible. Llegados a los cuarenta años, si no eres un gilipollas integral, si no te falta un módulo que viene de serie en el cerebro, más o menos conoces tus límites y tus posibilidades.

    Lo triste es que todos conocemos a alguien que no funciona bien. Que se mueve en otros parámetros de la realidad. Suelen ser los cuñados, o los vecinos del quinto, que nos caen gordos y que seguramente piensan lo mismo de nosotros. Pero nosotros sabemos que son ellos los que van dando grima con su comportamiento. Los que malinterpretan las señales que marcan el camino. Los que no se enteran de cuándo han de seguir o de renunciar. Verdaderos autistas cuando se trata de comprender el contexto social. 

Cuando les sobreviene un chispazo de lucidez, sufren una disonancia cognitiva que les paraliza, pero rápidamente la resuelven dándose la razón, o negando la evidencia. Reafirmando su valía inexistente, retomando el plan inconcebible. Empecinándose en la tontería. Son incorregibles. 

Con parejas como Jesús y Nuria todos hemos compartido una escalera, una celebración familiar, una cena entre amigotes. Y al final siempre terminamos por sentir vergüenza ajena. Querríamos contarles la verdad, o descojonarnos de la risa, pero somos personas educadas y no queremos hacerles daño. A veces, incluso, nos caen bien. Suelen ser buenas personas. Simplemente es que les falla algo, como a nosotros. Nadie es perfecto. El que no cojea de esto cojea de lo otro. Pero dan mucho el cante. Son carne de tragicomedia para la tele. Vergüenza los retrata a la perfección. Lo que me he reído mientras me incomodaban…



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