El irlandés
Civil War
🌟🌟🌟
Hay gente en el blog -es un decir- que me pregunta si realmente veo todas las películas que comento. Y lo entiendo, porque lo más normal es que me vaya por peteneras o que aproveche para soltar la bilis bolchevique que llevo dentro. He convertido estas mierdas cinéfilas en una suerte de autobiografía más o menos encriptada, en la que muestro cosas, insinúo otras y exagero más o menos en la mitad. En Filmaffinity casi nunca admiten estos escritos porque me dicen -con razón- que nunca señalo las virtudes y los defectos de las películas, y que por tanto no sirvo para hacer de guía en esta selva ubérrima de las ficciones. Y es verdad: no tengo alma de apóstol ni de influencer.
Juro por lo más sagrado -lo más sagrado para mí, claro- que sí veo todas las películas antes de comentarlas, pero dudo mucho que gran parte de la crítica que vive de esto, que cobra un dinero por predicar su palabra como si procediera del Espíritu Santo, pueda jurar lo mismo poniendo su mano sobre la Biblia o sobre un cómic de Mortadelo. De “Civil War”, por ejemplo, nos habían dicho que era una película sobre la tragedia estadounidense que está por venir: una radiografía de la violencia, de la polarización social, del majaretismo peligroso que puede provocar un tarado marsupial como Donald Trump. Uno esperaba, por tanto, un film político, sesudo, apaciblemente antiyanqui, en el que se analizaran derivas sociales, insidias mediáticas, mareas estratégicas... (escribo todo esto justo un día antes del autoatentado del marsupial).
Pero no es así. Nos han engañado como a chinos comunistas. “Civil War” es una película sobre reporteros de guerra que se juegan el pellejo por obtener la foto más sangrienta en los combates. Ahora bien, ¿qué combates? Ni puta idea. Ni al espectador se lo explican ni a ellos les importa. Ellos no toman partido. Tampoco sabemos si los reporteros son unos cínicos o unos auténticos profesionales. Por lo visto me da más que lo primero. Monopolizan la película pero no me caen demasiado bien. No me interesan sus chácharas ni sus procedimientos. Yo -creo que la mayoría de los espectadores también- venía a ver otra película.
Los asesinos de la luna
🌟🌟🌟🌟
Oklahoma no es, desde luego, Noruega. Los noruegos, cuando descubrieron sus bolsas de petróleo, nacionalizaron el producto como malditos socialistas y convirtieron su país en un referente mundial del bienestar. ¿Educación, pensiones, igualdad, sanidad...? Nada, sobresaliente en todo, como los alumnos repelentes. Y además son guapos, los jodidos, y muy rubias, sus señoras. Y encima tienen los fiordos, y los veranos frescos, y esas cabañas como de cuento.
En Oklahoma, sin embargo, cuando se descubrió petróleo en las tierras de los osages, allá por los felices años veinte, lo primero que hicieron los indios fue derrochar el dinero como haría el hombre blanco invasor: cochazos de la época, joyas, vestimentas, casoplones, sirvientas en el hogar... La casa por la ventana, o la choza. A los jefes de la tribu no se les ocurrió pensar de una manera escandinava, o no les dejaron hacerlo desde Washington, o desde la Standard Oil, que tanto monta monta tanto. A saber, porque la película dura tres horas y pico y no dedica ni un minuto a explicar el intríngulis legal de los indios en la reserva y los hombres blancos acechando su riqueza desde lejos.
En 1920 ya no regía la ley del Far West, así que no podía venir John Wayne con el rifle a despojar a los indios de sus tierras. El hombre blanco tuvo que inventar métodos más refinados para robarles y matarles, y de eso va, justamente, este día sin pan que es la última película de Martin Scorsese. Y mira que yo me puse en plan cinéfilo, sin el teléfono a mano, la persiana bajada, la agenda despejada (bueno, eso siempre), con la firme intención de aguantar los 300 minutos como un estoico pedante y gafapasta. Pero no pude. A la hora y media ya me dolía el culo y se me dispersaba la atención. Y aunque la película no está mal, y mantiene el interés hasta el final, tuve que intercalar un partido de la copa del Rey para tomar aire y regresar con aires renovados a la eterna avaricia de los yankis. “Hombre blanco hablar con lengua de serpiente”, que cantaba Javier Krahe.
Breaking Bad. Temporada 5
“Breaking Bad” no habría terminado
como el rosario de la aurora si Walter hubiera sido un padre que se lo pule
todo en cachondeos y solo deja las migajas para que la familia tire mes a mes,
sin preocuparse por el futuro. Un Walter White más jaranero habría protagonizado
otra serie muy diferente: quizá un dramón de sobremesa, puede que turco o
venezolano, en el que la mujer está hasta los ovarios de sus despilfarros y
decide ponerle los cuernos con el compañero más salado de la oficina, mientras que
el hijo con parálisis cerebral, allá en el instituto de Ankara o de Maracaibo,
duda entre ser un muchacho virtuoso y alejarse de su influencia, o seguir los
pasos de su padre para que dentro de unos años, cuando le venga el cáncer o la
cirrosis, tengan que quitarle con fórceps lo bailado.
Pero gracias a que Walt Whitman -perdón, Walter White- era un padre responsable que quería legar muchos millones antes de morirse, nosotros hemos disfrutado como enanos de esta serie que ya es patrimonio cultural y calcio de nuestros huesos. Hubo, incluso, quienes se compraron camisetas con la imagen de Heisenberg frunciendo el ceño y oteando el horizonte de los desiertos. Yo mismo, recuerdo, lo tuve algún tiempo de fondo de pantalla, como si Willy Wonka -perdón otra vez, Walter White- fuera un héroe de la voluntad o algo parecido. Ahora mismo, después de ver la serie por tercera vez, siento un poco de vergüenza por aquella concesión a su mitología.
A veces se nos olvida que el título de la serie, traducido al román paladino, es “Volviéndose malo”, “O tomando el camino equivocado”. La gente, en las tertulias de la seriefilia, todavía debate si Walter White es un héroe trágico zarandeado por las olas o un genio del mal que vivía embotellado en su apariencia de pusilánime. No sé... Yo estoy cada día más convencido de lo segundo. Cada vez que repaso la serie me parece un personaje más imperdonable e hijoputesco. Pero ojo, no solo Walter White. El orgullo cerril anida en cada uno de nosotros, esperando su oportunidad. Y un orgullo desatado es una fuerza indomable de la naturaleza.
El camino: una película de Breaking Bad
Las películas y las
series de televisión son como las misas de los católicos: las hay de domingo y de
fiesta de guardar, que son las obligatorias para encontrar la salvación, y luego
las hay optativas, de jornada laboral, para encontrar la paz cuando se nos
tuerce el humor o compramos algo innecesario en las rebajas.
“Breaking Bad” fue una
eucaristía inolvidable, quizá la más sagrada de cuantas se han oficiado en ese
pequeño templo que es mi salón, con la tele coronando el altar y mi sofá haciendo
de banco del parroquiano. Y mis películas, por las estanterías, alumbrando al
dios Heisenberg cuando este se materializaba para cocinar meta con la
pericia de un alquimista y almacenar fajos de billetes con la avaricia de un usurero.
Las andanzas de Walter White se quedaron en el imaginario colectivo porque
todos somos un poco como él, ciudadanos anónimos con un talento oculto, y con
un orgullo amordazado, y la estampa del traficante en las camisetas ya es
iconografía de nuestro tiempo y del tiempo que vendrá.
De “Breaking Bad”, como
del cerdo, lo aprovechamos casi todo, y con sus cien recovecos y sus cien
interpretaciones yo rellené larguísimas conversaciones con el hijo y con los
amigos, y ahora con T., que acaba de ser bautizada en la fe de los Gilliguianos.
Ayer, para celebrar su entrada en nuestra iglesia, vimos juntos “El camino: una película de Breaking Bad”, ella por vez primera y yo por ganas de acompañarla; y así, por nuestra santa voluntad, convertimos un miércoles cualquiera, laborable y tristón, en una misa de domingo preceptiva. En un Día del Señor por todo lo alto, con ornamentos florales y cánticos de ceremonia.
Habíamos dejado a Jesse Pinkman huyendo en su
coche destartalado, escapando de la balacera, gritando al mismo tiempo por la
alegría de vivir y por el miedo a seguir muriendo en otra desventura. Jesse
sueña con irse a Alaska, y con perderse entre los muchos fracasados de otras
películas que allí viven una segunda oportunidad. Pero para eso necesita lo de
siempre, y lo de todos: dinero.
El poder del perro
🌟🌟🌟🌟
Del agua mansa me libre Dios, que de la brava me libro yo. Lo
decía mucho mi abuela cuando yo era pequeñín. Pero como era pequeñín, no
terminaba de entenderla. A mí me parecía más bien al revés: que Dios, o Jesusito
de mi Vida, que era niño como yo, estaban en la Torre de Vigilancia para defendernos
del agua brava: de las olas gigantes, y de los ríos desbocados. Y que para el
agua mansa -que era el agua de los charcos, o de los arroyos sin profundidad-
bastaba con pegar un saltito o coger la mano de mamá. Hablamos de las personas,
claro. Y de Benedict Cumberbatch en particular, que parece el río desbravado de
esta película.
Mi abuela hablaba de los bocazas como él, de los faltones pendencieros,
que a veces no son tan peligrosos como los pintan. O sí, según... Pero que aun
siendo peligrosos, se les ve venir a la legua y puedes levantar las barricadas.
Están ahí, enfrente, posicionados. En cambio, de los falsos que sonríen, de los
sicarios que disimulan, es mucho más difícil guarecerse. Los quintacolumnistas son
la gente más peligrosa que puedas imaginar. Pueden pasar por perfectos desconocidos
que te cruzas al pasar, pero también pueden ser tus amigos, tus parientes, cualquiera
que te siga el rollo. Tus amantes incluso. El peor enemigo puede ser quien te
besa cada mañana jurándote fidelidad mientras rumia su venganza, o planea su
deserción. El agua mansa...
Por otro lado, tengo que decir que me toca mucho los cojones
que la Biblia se meta tanto con los perretes, yo que tengo uno, y que además estoy
convencido de que ellos son los ángeles del Señor, inocentes y tontunos. Aquellos
barbudos del desierto que tanta turra nos dieron con sus guerras por el agua
-qué otra cosa, sino, es el relato de la Biblia- tenían a los perretes por seres
sucios, inmundos, poseídos casi siempre por diablos. Yo pensaba, siguiendo a mi
abuela, que lo del poder del perro hacía referencia al perro ladrador y poco
mordedor. O al poco ladrador pero peligroso de cojones. Pero no: no era eso.
Mecachis lo profetas. Eddie, a mi lado, asiente con su cabecita.
Judas y el mesías negro
🌟🌟🌟
“Algunos romanos trataron mal a los españoles y, por ello, un
pastor llamado Viriato juntó a unos cuantos valientes y les hizo la guerra.
Viriato venció a los romanos en muchísimas batallas, y como no podían con él,
le ofrecieron dinero a tres de sus capitanes y éstos le mataron mientras dormía”.
Jodó... Es que está clavado, o casi, el argumento. Un spoiler
de “Judas y el mesías negro” como la copa de un pino, escrito hace más de
cuarenta años en “El Parvulito”, de la editorial Álvarez, que era nuestro libro
de texto en el parvulito, precisamente. Yo el texto no lo recordaba, pero sí el
dibujo, muy gráfico, de los tres lusitanos que apuñalaban a Viriato en su cama,
en la tienda de campaña. Tengo aquel Parvulito clavado en la memoria gráfica, y
a veces, cuando las películas soplan las hojas del álbum, las viñetas regresan a
la vida y siento un estremecimiento por el tiempo que pasó, y por lo mucho que aprendí. Allí, en "El Parvulito", estaba concentrado todo el saber: la comprensión básica de la vida, de la historia, de los seres humanos... Lo demás
sólo ha sido una ampliación de la materia.
Roma sigue pagando traidores dos milenios después. De hecho, si
no pagara traidores, no seguiría existiendo. Quien dice Roma dice Estados
Unidos o el Imperio Británico. Es lo mismo. El mismo amo con distinto collar. El
Gobierno de Murcia, sin ir más lejos, que hace unas semanas también pagó a tres
ciudadanos de Ciudadanos para que acuchillaran metafóricamente a su jefe de filas.
Nada ha cambiado. Ni siquiera la forma de pago: a los diputados, como a los
capitanes de Viriato, se les sigue ofreciendo una bonificación en metálico y otra en especias. Una
finca en Emérita Augusta o un apartamento en la manga del Mar Menor; una cuadriga
último modelo o un 4x4 que atruene por la autopista; un bono para el puticlub
de Cartago Nova o un volquete de putas recién llegado de Madrid.
El judas negro de la película es mucho más miserable que
todos estos traidores. Su recompensa por acabar con Fred Hampton, el líder de
los Panteras Negras, es, simplemente, no ir a la cárcel. Quedarse como estaba,
como las virgencitas que rezan a Jesús. Porca miseria. Roma paga
traidores, sí, pero a veces, simplemente, le basta con no cobrarles.
Estoy pensando en dejarlo
🌟🌟
Yo también estoy pensando en dejarlo... A Charlie Kaufman,
precisamente. Al menos, al Charlie Kaufman que dirige películas y no se limita
a escribir guiones para otros. No compensa el tiempo invertido en sus películas
de auteur. No hay quien le siga en sus onirismos, en sus barroquismos,
en sus simbolismos para iniciados en el misterio. El misterio insondable de su mundo interior,
claro. No hay nada más aburrido que escuchar los sueños de alguien, y Kaufman,
salvo en aquella película de Anomalisa, se está convirtiendo en un
turras de mucho cuidado.
Que los sueños propios son un rollo para los demás lo sé por experiencia
propia, porque yo soy mucho de contar mis sueños a mis parejas, cuando las
tengo, llevado por la inquietud que me atormenta al despertar. Pero sé que en
el fondo no les interesa, y que sólo fingen que me escuchan por educación,
porque los sueños son un absurdo muy personal, incomunicable, y sólo tienen relevancia
porque afectan al ánimo de quien los sueña. Y eso mismo ocurre con Charlie
Kaufman y su pesadilla Estoy pensando en dejarlo: que es una
ida de olla, un producto del subconsciente, y yo termino desconectando como
espectador que se pierde y en el fondo no se entera. Sólo entiendo -y firmo
debajo- que el amor verdadero es el Gordo de Lotería, y que la mayor parte de
lo que vivimos como amores son el outlet del mercado. Queda claro en los
primeros minutos de la película, y es lo único hermoso y comprensible en este fregado. Lo demás es infumable, insondable, carne de diván para el
psicoanalista carísimo de Los Ángeles que seguramente atiende al señor Kaufman.
Luego están, por supuesto, los exégetas. Los enterados. Quizá
-y siento, entonces, meterme con ellos- los espectadores inteligentes y
sensibles. Los que han visto la película, vienen a la red y aseguran ofrecerte
una explicación coherente de toda esta cacharrería simbólica. Son los que traducen
las pelusas del ombligo al lenguaje de los humanos. Me río yo, de los
traductores del arameo, o del suajili…
Fargo. Temporada 2
Después de ver el making off de esta temporada, los temas para escribir sobre Fargo se agolpan en el primer parpadeo del cursor. Se gritan, se quitan la palabra…; se pelean por chupar cámara como tertulianos maleducados en Tele 5.
El vicio del poder
El vicepresidente de los Estados Unidos es básicamente un monigote que se sienta en su despacho a esperar que el presidente fallezca, o le fallezcan, o anuncie su dimisión con gruesos lagrimones frente al televisor. Un eterno suplente que chupa banquillo a la espera del infortunio o la defenestración. Mientras tanto, para no perder del todo la forma, ni el contacto con la plebe, el vicepresidente se dedica a dar charlas en foros secundarios, a inaugurar obras de poco calado, a recibir a mandatarios de medio pelo con la cubertería que ya no usan en el Despacho Oval.
Los archivos del Pentágono
Yo le quiero mucho, a don Steven. En mi cinefilia ramplona y provinciana, tan alejada de las recomendaciones del Cahiers du Cinéma, Spielberg me ha regalado películas cojonudas, imprescindibles, qué digo, ¡obras maestras!, aunque la crítica oficial me borre de sus órganos colegiados. Ya digo que le quiero mucho.
Pero hay que reconocer que, últimamente, no está en forma. Hace un cine correcto, intachable, de clase magistral, porque él es the fucking master, pero se nos está haciendo mayor, abuelete. Y como todas las personas mayores de aquí y de allá, de la fría Meseta o de la cálida California, ha caído en la manía de contar varias veces la misma anécdota, y de subrayar lo que es obvio, y de cogernos del brazo con insistencia para que sigamos prestándole atención. Son tics de anciano que me temo, ay, van a ir a más...
Barry Seal: el traficante
Barry Seal -el personaje real, no esta idealización molona y sexy que encarna Tom Cruise-, era un tipo fondón, con cara de pánfilo, como un matón secundario en la cohorte de Los Soprano. Un tipo que se movía entre el anticomunismo de parvulario y la codicia del Tío Gilito. Un tipo muy poco recomendable, peligroso incluso, al que seguramente daría asco conocer en primera persona.
Black Mirror: USS Callister
¿Cuánto hay de carne y cuánto de metafísica en el ser humano? A medio camino entre el ateísmo -que afirma que sólo somos un filete andante con muchos nervios por el medio- y el obispo Berkeley -que sostenía que somos el sueño transitorio de una siesta lánguida de Dios- han existido tantas teorías combinatorias que a uno le duele la cabeza con sólo recordarlas.