Mientras el cuerpo aguante

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Si aquel soldado republicano hubiese re-fusilado a Rafael Sánchez Mazas cuando le detuvo en el bosque, Chicho Sánchez Ferlosio no habría venido a este mundo un año y pico después, y Fernando Trueba, cuarenta y dos años más tarde, no habría rodado este documental sobre sus ocurrencias y sus disidencias, sus canciones y su desdentamiento precoz. Pero aquel soldado sin nombre al que Javier Cercas hizo famoso decidió no disparar, quizá conmovido por su víctima, quizá harto de la guerra. O tal vez, simplemente, porque se había quedado sin balas y prefirió disimular su incompetencia, o su cutrez de soldado derrotado, con un gesto simbólico de humanidad. Da un poco igual… 

    El caso es que Chicho, que había sido bautizado con el fascistorro nombre de José Antonio Julio Onésimo, y que estaba llamado a escribir sonoros poemas sobre la unidad de España y las virtudes del Generalísimo, nos salió rana roja en lugar de príncipe azul, y armado con una guitarra prefirió croar canciones satíricas sobre la falta de libertad y las penurias del amor. Ferlosio se hizo cantautor protesta, y maoísta-leninista, y tocador de huevos oficial, y llegada la Transición se convirtió en el guía espiritual de los trovadores de la noche madrileña: el Sabina, y el Krahe, y el Alberto Pérez aquel que también salía en el disco de La Mandrágora, tipos que también hacían risa y cachondeo de los tiempos imperiales, y de lo mal visto que estaba lo del follar, aunque ellos -presumo- se jartaban de practicarlo.

    En Mientras el cuerpo aguante, Ferlosio desgrana sus ocurrencias en la terraza de un casoplón de Sóller, en Mallorca, porque el trotskismo-anarquismo se lleva mucho mejor si puedes vivir en un retiro de lujo, con vistas a la montaña, cerca del mar, en un entorno exclusivo donde tus vecinos son alemanes educados que se hicieron de oro invirtiendo en la bolsa de Frankfurt. Hay una disonancia permanente entre lo que Chicho dice y el decorado donde lo dice. Esa casa, ahora mismo, en el mercado inmobiliario, yo no podría pagarla en siete vidas. Le escuchas, pero no te lo crees del todo; le sigues, pero no terminas de rendirte. Chicho Ferlosio es un burgués metiéndose con la burguesía; un rentista riéndose del capitalismo; un bon vivant hablando de las penurias del franquismo; un heredero de la riqueza, cantando a los desheredados.




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El silencio de otros

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- “Franco… ha muerto” -dijo Arias Navarro en la tele, blanquinegro y cariacontecido, en lo que quizá fue el primer meme cachondeable de nuestra democracia. Y pongo la palabra en cursiva porque Franco estará muerto, sí, y dentro de poco, al parecer, enterrado en otro lugar -que habrá que verlo de todos modos: quién tiene huevos de hacer el unboxing definitivo bajo una lluvia de brazos alzados como lanzas en la rendición de Breda.

    Pero el franquismo, su legado histórico, para satisfacción de los nostálgicos y decepción de los críticos, sobrevive con muy pocos achaques. Ahora hay rojos en el Parlamento, y maricones que celebran su mariconez, y catalanes que tocan los cojones con la Senyera y los segadores. Pero lo demás, lo esencial, que son las estructuras económicas, los privilegios de la Iglesia y las prebendas de quienes ganaron la guerra, permanecen sin tocar en el sanctasanctórum de las leyes. Atado y bien atado...

    Los tipos que ganaron la Guerra Civil se han ido muriendo poco a poco, de causas naturales en su mayoría; pero sus hijos, y sus nietos siguen ahí, ocupando las cátedras, las judicaturas, las subsecretarías, las poltronas en los consejos de administración. Las carteras ministeriales, incluso, cuando la mitad del censo electoral se queda en casa y el voto de las monjitas, y de sus ancianitos, y de los católicos que salen de misa y nunca se olvidan de cumplir su deber democrático, inclina la balanza. El Ejército Rojo sigue cautivo y desarmado desde aquel infausto 1 de abril de 1939, y lo único que nos queda, a sus soldados honorarios, es seguir protestando y poco más. Haciendo documentales como El silencio de otros, o dando la castaña en estos blogs provincianos que nadie lee. Es nuestro deber, democrático, sí... 

    Lo que me parece una gilipollez es esa manía de exhortar a los vencedores a pedir perdón. Y en el documental lo hacen varias veces… ¿Perdón de qué? ¿Por no sacar a los fusilados de las cunetas? ¿Por haber robado niños en las casas de maternidad? ¿Por haber torturado a presos políticos en los sótanos de la DGS? Esa gente ganó una guerra que consideran justa y necesaria. Incluso Santa, cruzados de Jesucristo y la hostia en verso... Se morirán defendiendo su legado. Ganaríamos mucho tiempo, y mucha salud, dejándolos en paz y apretando las clavijas a los que sí consideramos como nuestros: esos políticos de izquierda -ay, que me muero de la risa- que cuando llegan al poder se olvidan de meter mano en todo esto, sólo la puntita del dedo, a ver si el agua sigue quemando y es mejor silbar con disimulo. Haciendo como que se hace sin hacer nada en realidad…






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La leyenda del tiempo

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Existe en las tierras del Norte un prejuicio -casi diría que un racismo- contra los andaluces que salen en la tele o en las películas. Es un desdén étnico -pero solo catódico, creo- que los tacha de medio moros y medio gitanos. Un desdén cultural que los pone de analfabetos y zarabetos. Los andaluces, se dice, no quieren trabajar, hablan mal por pura desidia y siempre llegan tarde a los sitios porque viven sin reloj. Son unos exageraos, unos pedigüeños, unos medievales que montan cirios de mucha risa  alrededor de los Cristos procesionados y las Vírgenes en romería. Pintorescos y lejanos, los sureños nos parecen muy poco representativos de “lo español” cuando, curiosamente, los extranjeros los toman como quintaesencia del españolismo.


    Yo he mamado ese distanciamiento desde niño, y supongo que me ha quedado un poso, un virus, por mucho que yo ahora presuma de ecuménico y de hombre de mundo . Comienza La leyenda del tiempo y durante varios minutos el virus corretea por la sangre, enfriándome el ánimo. Me pregunto qué hago yo allí a las tantas de la noche, muerto de sueño, en la Isla de León, que aunque se llama igual que mi terruño está tan lejos de mis peripecias de norteño, como si fuera la Isla del Fin del Mundo. Vengo arrastrado por esta "iñakilacuestamanía" que ahora está en todos los foros de la cultura, en las radios, en las revistas de cine, como una pesadez insoslayable de críticos rendidos, de actores que se postulan, de actrices guapísimas que le envían guiños para salir en sus próximas películas, o lo que sean.

    Estoy del revés, al otro lado del mapa, más por curiosidad que por interés, más por deber que por espectador hambriento de nuevas narrativas. Una pose, un paripé, una gilipollez supina de cinéfilo chorra. Al principio del docudrama -o del dramadocu- me siento ajeno a lo que me cuentan, incapaz de pillar la mitad de las palabras que se dicen, con ese acento tan cerrado de los gaditanos, y más, encima, de los gaditanos del sur. Tardo mucho tiempo, quizá demasiado, en comprender que el legado de Camarón de la Isla o la idiosincrasia de los sanfernandinos sólo son el paisaje de una cuestión más universal, que trasciende los andalucismos y los japonesismos de las fascinadas: el talento. El niño cantaor lo posee, pero no quiere demostrarlo, y la japonesa carece de él, pero tiene el descaro de atreverse. La eterna cuestión. El talento como ese tesoro oculto, caprichoso, siempre genético, que los dioses vierten a cuentagotas en las placentas de las parturientas. El talento como una bendición, o como una maldición, según sepa uno gestionarlo. El destino cruel de quien lo tuvo y no lo aprovechó; la broma sangrante de quien no lo tiene y va por ahí dando el pego, engañando a los tontos.




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Canino


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Yo le digo, caballero,
que los niños ya quieren jugar...

… cantaba Carlos Santana en Let the children play. Y si con ese ritmo sandunguero, y esa manera de acariciar la guitarra, no se refería al despertar sexual de los adolescentes, la insinuación e ben trovata y me viene de perlas para la ocasión. 

Incluso fuera del mundo y de la civilización, los chavales aprenden a distinguir una zona erógena de la que no lo es, y le sacan buen provecho en resignada soledad, o en gozosa compañía. En El Lago Azul, Brooke Shields y su amiguito naufragaban en la isla desierta y a los pocos años, llegada la pubertad, ya estaban dándose candela entre los cocoteros, y entre las olas del mar, guiados por el instinto. A mi perrito Eddie, que sabe bien lo que hace cuando corretea por el mundo, jamás he tenido que ponerle un vídeo de perros chingando como los que pone David Broncano en La Resistencia. Lo que natura ya da de por sí, Salamanca no tiene que prestarlo.



    Yorgos Lanthimos, sin embargo, en su experimento fílmico titulado Canino, viene a decir que si criamos a tres hermanos aislados del mundo y de la tele, en un chalet con piscina del Peloponeso, y les dejamos experimentar por su cuenta los resortes eróticos del cuerpo, sólo el hermano varón sentirá algo parecido al deseo sexual cuando le salgan pelos en los testículos, mientras que ellas, sus dos hermanas, virginales de obra y de palabra, vivirán en la inopia de la fuente placentera que guardan entre las piernas. Una conclusión cuestionable, inverosímil, que en estos tiempos modernos ya sólo pueden defender los carpetovetónicos de la moral y las costumbres. Los que creen que la sexualidad de las mujeres es el unicornio de la fisiología. Gentes que allá en Grecia, ante la falta de vestigios históricos de los carpetanos y los vetones, que solo aquí prosperaron, habrá que llamar, por ejemplo, doricojónicocorintios.




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Juego de Tronos. Temporada 7

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Decía un personaje de Michel Houellebecq que el envejecimiento no es una cuesta abajo progresiva, tendida como una carretera que desciende el puerto de montaña. La decadencia del cuerpo se produce a saltos, por escalones, de tal modo que una noche te sientes todavía joven, vigoroso, y a la mañana siguiente, tres horas de mal sueño han sumado de sopetón cinco años a tu rostro: surcos que ya formarán parte perenne del paisaje, canas bien arraigadas, baldíos donde ya nunca crecerá la hierba… Como si una cuadrilla del ayuntamiento hubiera hecho labores nocturnas y se hubiera retirado sigilosamente antes de despertarte. Lo que ayer todavía era una juventud sostenible y madura, de pronto se ha convertido en la edad verdadera, en la fotografía no manipulada de tu realidad. La gente lo achacará a que andas de resaca, o de depresión, o muy mal follado por los garitos, una mala racha que tarde o temprano habrás de remontar. Pero se trata, simplemente, de la edad, la que ya te tocaba cumplir pero habías esquivado con mucha suerte en los últimos cumpleaños, todavía instalado en un tiempo de vida engañoso y horizontal.


    Yo mismo, para corroborar tal teoría, cumplí siete años de golpe en mi último aniversario, y casi me parto los morros al bajar el escalón.  Lo del cuerpo me da un poco igual, porque siempre he tenido una relación muy distante con él, como si no me perteneciera, una pura carcasa que desempeña las funciones básicas del sobrevivir y el humilde gozar. Pero los agujeros de la memoria me dejan mustio, preocupado, viejo de verdad. Ha llegado el tiempo de olvidar las cosas que uno convoca, y de recordar las que llegan sin avisar. Se me ha jubilado la eficiente secretaria que organizaba todo eso, y ahora entra cualquiera por la puerta de mi despacho, y son muchos los que desatienden mis llamadas. Anuncian el estreno de la última temporada de Juego de Tronos y tengo que ver otra vez los siete episodios de la penúltima tacada, porque ya no sé ni dónde estoy, ni por dónde anda ningún personaje. Lo que hace un año era interés mayúsculo y atención reconcentrada, se ha quedada en nada, en cuatro jirones de personajes desdibujados, y de dragones que surcaban el aire. 




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Dogman


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El Monolito de 2001 no sale en Dogman porque hubiera sido muy raro verlo allí, en Castel Volturno, en esa cochambre de barriada a orillas del mar. En una película que es como del neorrealismo italiano pero del neorrealismo de ahora, con trapicheos de droga y matones en chándal. Setenta años después ya no se trata de robar bicicletas para ir al trabajo, porque en realidad ya nadie roba para tener que comer, sino de mangar motos de alta cilindrada para hacerse el machote y enamorar a las poligoneras -y a las que no lo son tanto- y ponerse de coca hasta las cejas para saltarse los semáforos sin pensárselo dos veces.


    Aquí no sale el Monolito de Carlos Pumares, decía yo, pero es evidente que en algún momento que no vemos se presenta ante el pobre Marcello para enseñarle cómo recuperar la charca de su dignidad. No suena el Así habló Zaratustra porque se trata de un pequeño paso para el hombre pero no de un gran paso para la humanidad. Pero casi. En Dogman, el monolito imparte una clase particular, no un salto evolutivo de la especie, y por eso la banda sonora es humilde y minimalista. Casi como el propio Marcello, el de la tienda para perros, que no es precisamente Marcello Mastroianni, sino un tipo bajito, enjuto, con una cara sacada del neorrealismo de antaño. 

Marcello, “el media hostia”, sólo gana cuatro perras con su negocio perruno, y tiene que complementar los ingresos trapicheando coca al por menor. Su cliente más fiel es un neandertal llamado Simoncino que desciende, directamente, de aquellos monos que no recibieron la visita del Monolito en la película de Kubrick. Simoncino es un garrulo que todo lo soluciona a base de hostias, pero hostias simiescas, muy poco inteligentes, que siembran el miedo entre los vecinos a la espera de que algo, o alguien, se interponga finalmente en su camino. Y ese alguien, contra todo pronóstico, será el propio Marcello, el de los chuchos, el Dogman, que harto de sufrir palizas y humillaciones recibirá la visita del paralelepípedo para imaginar una venganza satisfactoria y luego lanzar el hueso al aire, jubiloso.





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Viudas

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(contiene spoilers)

Las viudas son tres señoras que apremiadas por las deudas que dejaron sus exmaridos -unos golfos apandadores que murieron en acto de servicio- deciden dar un golpe con el que satisfacer a los deudores, llenar la cuenta corriente para abrirse camino en la vida, y ya de paso, ya puestas en el papel de atracadoras que heredan el negocio conyugal, recuperar el orgullo de mujeres que una vez fueron desenvueltas e independientes.



    Las viudas se reúnen en naves industriales abandonadas, en aparcamientos clandestinos de gargantas profundas, y manejan un plano misterioso que parece ser la sede central del Chicago Bank, o una sucursal de Fort Knox a orillas del lago Michigan. La película promete un golpe espectacular, de mujeres ninja saltando muros, desconectando alarmas, reduciendo gorilas, sorteando rayos láser que surcan los espacios…. Después de casi dos horas de preparativos uno esperaba, qué se yo, el atraco al tren de Glasgow, o el Ocean’s Eleven de Chicaco. El robo madrileño a la Casa de Moneda y Timbre, ahora que estoy empantanado en paralelo con La Casa de Papel... Pero al final resulta que la fortaleza es la casa particular de un anciano que otrora fue el pedáneo del barrio, y que guarda sus millones en una caja fuerte que ni siquiera tiene una contraseña alfanumérica, sólo numérica, y más bien corta, como nunca recomiendan hacer los manuales. El único obstáculo que han de salvar las viudas es un guardia jurado que a esas horas de la madrugada, en el piso de abajo, anda entretenido con los deportes de la tele, o con el porno del Canal + americano. Un tipo negligente al que bastará con darle un hostión en la cabeza para que pase de estar medio dormido a yacer inconsciente del todo.

    Es un anticlímax profundo, ay, toda la parte final de Viudas, que empezaba con fuerza, con interés, entre las intrigas políticas, las corruptelas municipales y las mujeres que se ataban los machos. Una película que al final se queda en entretenida, en olvidable, que se llevará el viento de esta primavera cuando vuelva a soplar cualquier  tarde de estas, mientras doy el paseo con el perrete, o leo en el soto, pensativo ya de otras realidades, y de otras ficciones.



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Noviembre

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Estos provocadores del teatro callejero iban a llamarse Octubre -por aquello de la Revolución Rusa y de Serguei Mijáilovich- pero al final decidieron llamarse Noviembre porque éste será el mes de la próxima revolución. (Y ya sé, sabihondos, y sabihondas, que habías desenfundado los dedos para corregirme, que los bolcheviques se alzaron en ocubre según el calendario juliano, pero en noviembre, según el calendario gregoriano, que es el que rige nuestro efímero y capitalista paso por el mundo).

    El capitalismo -según se anuncia en las Escrituras- volverá a tambalearse en el mes undécimo de un año florido y jubiloso, y el Grupo Noviembre se anticipa a la efeméride montando movidas en medio de la calle, que es la única revolución que está al alcance de su arte: plantarse en la acera o en el vagón del Metro para realizar una performance que escandalice a los ciudadanos de bien y asuste a los viejos que votan al PP. Arrancar la sonrisa de los niños, molestar un poco a los maderos, provocar un pequeño caos que vaya caldeando la temperatura… Tomar la calle, en definitiva, posición a posición, barricada a barricada, para que llegado el día sólo haya que acudir a los puntos marcados y hacerse fuertes contra los esbirros del zar de los Borbones.

     “La revolución empieza por casa”, dijo una vez el camarada Lenin. Y quería decir, entre otras cosas, que cada cual haga la revolución según sus capacidades, y se beneficie de ella según sus necesidades. Cuando llegue el tercer intento de asaltar los cielos -si contamos a los compañeros y compañeras de la Comuna de París- unos tomarán los centros financieros, otros confundirán los ordenadores y otros escribirán la poesía que inmortalizará las batallas y las hazañas. Y los amores que surjan a su calorcillo... Unos cuantos afortunados plantarán la bandera roja en el tejado de la Bolsa de Nueva York y serán tan famosos, y tan anónimos, y tan inmortales, como aquellos soldados del Ejército Rojo que la plantaron hace  medio siglo en el Reichstag de Berlin. 

    Pero mientras llegan esos momentos históricos, indeterminados en el tiempo, la muchachada del Grupo Noviembre se las apaña por el barrio de Lavapiés, comiendo por cuatro perras, arrejuntándose en las corralas, currando de camareros para no tener que cobrar ni un duro por sus actuaciones. Porque esto no es teatro comercial: esto es teatro revolucionario. Una agitación de las conciencias. Una tocadura de cojones. Mientras llega el tren a la Estación de Finlandia, ellos nos entretienen, y nosotros les aplaudimos.



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