Chicago

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De joven no me gustaban las películas musicales porque paraban la acción, e interrumpían los diálogos, y las películas dejaban de ser un reflejo de la vida real o imaginada -pero siempre coherente- para convertirse en un sueño, en un delirio de quien coreografiaba los bailes o componía las canciones. Me daban por el culo, hablando en plata, los números musicales que de repente dejaban al protagonista con la frase colgando -o colgada, si vives en Cuenca- y lo ponían a bailar como si le hubiera dado un pasmo, o un siroco, rompiendo el pacto no escrito de “esto es una ficción, pero vamos a conseguir que no te enteres”. Yo iba al cine a aprender cosas, a tomar notas, a vivir otras vidas más interesantes que la mía -no el marasmo sin aventuras ni desventuras que yo sobrellevaba de casa a los estudios, y de los estudios a casa- y cuando los personajes se ponían en trance bailongo o engolaban la voz para cantar, a mí aquello me parecía una estafa, un  fuera de lugar. Un vodevil muy respetable e imaginativo, pero no cine en realidad.



    Luego, con los años, he comprendido que la vida real se parece más a un musical que a cualquier otro género. Si hubo un hito fundacional para inaugurar esta certeza fue precisamente una película de Bob Fosse -pero no Chicago, que es la que me ha traído hasta aquí, y que está entretenida sólo porque sus dos  malandrinas están de muy buen ver, cada una con su encanto y con su fenotipo-, sino All that jazz, la obra maestra que nunca se marchitará. “¡Comienza el espectáculo!”, se decía cada mañana el personaje de Roy Scheider sonriéndose ante el espejo, como quien dice “A tomar por el culo todo. Bailemos, sonriamos, apuremos hasta la última gota. Carpe diem”. La vida, bien mirada, es como la veía Bob Fosse en la película: no exactamente una tragedia, ni una comedia, ni siquiera la  tragicomedia que bebe de ambas fuentes y mezcla los licores a capricho de los dioses. La vida es una farsa, una representación, y quizá lo más serio que hay en ella sean precisamente las películas, que nos engañan, y nos ponen en plan trascendente cuando en realidad todo es baile y liviandad.


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Los dos papas

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Carlos Pumares, en su programa de radio, se reía mucho de El Padrino III porque el obispo que asesinaban en la película iba vestido de obispo a las tantas de la noche, en sus propias dependencias, con mitra y todo incrustada en la cabeza, que es como si Messi se fuera a dormir con la camiseta sudada del partido, o como si la Pedroche bajara a comprar el pan con el vestido exiguo de Nochevieja. Pumares tenía una carcajada zorruna, medio histérica, inimitable cuando se metía con alguien que le caía muy gordo o muy pesado. Una risa de hiena que se ha quedado en el Dropbox de mi memoria, y que hoy he recordado varias veces -treinta años después de aquellas madrugadas de estudiante- mientras veía Los dos papas en la noche del viernes sin planes ni tentaciones. Me he acordado mucho de Pumares porque el personaje de Joseph Ratzinger va vestido de Papa toda la película, lo mismo en las ceremonias que en los paseos, en las recepciones oficiales que en los güisquitos con los amigos, y tal insistencia monocromática, aunque quizá obedezca a un protocolo real que yo desconozco, queda como ridícula, como excesiva, en ese contexto de la Ciudad del Vaticano que ya de por sí parece un musical de Broadway, uno con decorados grandiosos y músicas de órgano donde un grupo de eunucos medievales se pelean por el poder y luego discuten sobre el sexo de los ángeles.




    Cuento esta chorrada de Carlos Pumares y del vestido omnipresente porque en realidad me produce fatiga, pereza infinita, hablar de cualquier película que retrate la figura de un Sumo Pontífice. Y ya no te digo nada si salen dos, y simultáneos además, en histórica tesitura. Para mí, que sólo fui católico durante un año -el que medió entre mi Primera Comunión y el descubrimiento de los deportes televisados el domingo por la mañana- el Papa es como un personaje imaginario, uno de Star Wars que dice ser infalible en sus decisiones y no tocarse jamás el pito en la cama. Un monje del planeta Tattoine que se presenta ante las audiencias como un caballero Jedi pero que luego, cuando se reúne con su curia, se alía con los lord Sith de la galaxia para seguir defendiendo las desigualdades y las opresiones.

    Me ha pillado de buen jerol, Los dos papas, porque además les tengo mucho cariño a estos dos actores que defienden la función, y he preferido tomarme un poco a chunga lo que cuentan y lo que confiesan -aunque no se me escapa la trascendencia real de estos asuntos palaciegos. Hoy he preferido salir por peteneras. No hacer escarnio. Yo también soy muy ecuménico cuando me pongo. Cuando se me disipan los malos humores.


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El gran Buster


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Llevo toda la vida revisitando sus películas y asomándome a los documentales que le retratan. Dando la tabarra a los conocidos sobre lo que se pierden si no ven El maquinista de La General, o El héroe del río, que son obras maestras que me parece inconcebible no ver, no conceder una oportunidad, verdaderos delitos culturales si yo, ay, pudiera legislar asuntos relacionados con el cine, un Ministerio de Películas Obligatorias, o algo así.

    Llevo toda la vida con sus gags en la cabeza, con su cara en el portarretratos, con su nombre en la punta de la lengua, pero la verdad es que no recuerdo muy bien cuándo descubrí las películas de Buster Keaton. Tuvo que ser de niño, en la tele, que era en blanco y negro y en ella las películas antiguas –y no te digo nada las películas mudas- quedaban niqueladas sobre el logo holandés de la Philips -que cuánto amé yo, de niño, ese logo que alimentaba mis fantasías hasta que el PSV Eindhoven, en 1988, patrocinado por esos malandrines de Flandes, nos eliminó chapuceramente de la Copa de Europa y dejó herida, y tocada de muerte, a la Quinta del Buitre que yo amaba más que a los televisores.



    Ya digo que tuvo que ser de niño, en la tele -y no de más mayor, en el cineclub universitario al que siempre iba solo, o a la Obra Cultural donde compartía platea con los cuatro rarunos de León- porque en los años 80, en La 2 -que entonces se llamaba el UHF, o la Segunda Cadena- los responsables culturales aún tenían el atrevimiento de programar películas mudas, casi siempre comedias, que nos hacían reír tanto como las habladas. En eso mi generación nunca tuvo ascos, ni manías, y yo mismo, cuando mi hijo fue pequeño y “manipulable”, y casi virgen para alimentar prejuicios contra los colores, le puse varias  películas de Chaplin y comprobé que lo que es bueno, es bueno, y perdura aunque nazca pintado de grises, o pierda los colores con el tiempo, como los pórticos de las catedrales.

    Tuvo que ser de niño, sí, desde que tengo memoria y sentimientos, porque la jeta imperturbable de Buster Keaton me resulta muy cercana, familiar, como si fuera un pariente que llevara ahí toda la vida, regalándome sonrisas, y admiraciones, en lugar de caramelos sacados del bolsillo. 


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Quien a hierro mata


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Nos hemos acostumbrado, desde niños, desde que veíamos las películas americanas los sábados por la tarde,  a que las cosas inverosímiles, altamente improbables, suceden con la mayor naturalidad del mundo en Los Ángeles, o en Nueva York, o a mitad de camino, en el cruce del Misisipi -que de niños había un chiste que decía que el río más corto del mundo, en contraposición, era el Mispispís. Y no sólo las películas de ciencia ficción, o los musicales coloridos, que son monopolio casi exclusivo de la imaginación americana, sino esas películas violentas que van dejando muertos por todas las esquinas: tiroteos, persecuciones, malotes de gatillo fácil y policías que desenfundan sin mucho protocolo, que luego, a la mañana siguiente, uno se imagina a los jueces del condado levantando cadáveres por doquier y comprende que no pueden dar abasto, los pobrecicos.



    Las cosas inconcebibles que suceden en Quien a hierro mata no nos harían sonreír de incredulidad si los narcotraficantes vivieran en Miami y el ángel vengador se pareciera un poco más a George Clooney, o a Al Pacino, en otro registro. No nos harían escribir estas pequeñas maldades si toda esta gente del hampa hablara inglés con acento cubano, o colombiano. O si la película -como reza su título en inglés- se llamara Eye for an eye, que siempre queda muy chulo, de hombre Marlboro, de  sabor a viejo western, a Harry el Sucio, o a Charles Bronson enturbiando la mirada, y no como en el título original, que lleva ese refrán popular que suena a retahíla desdentada de la abuela.

    La película de Paco Plaza deja un montón de muertos por las pacíficas calles de Cambados, que uno se imaginaba repleta de otros cadáveres más sustanciosos, caparazones de nécoras, y cáscaras de mejillón.  En Quien a hierro mata hay ahogados en bateas, acribillados por chinorris, acuchillados en centros penitenciarios, gángsters estampados contra parabrisas, médicos asesinados en el salón de su casa, familiares ajusticiados en terribles actos de venganza… Casi un escaparate de muertes posibles. Y uno, que navega por todo esto muy entretenido, pero también con una sonrisa socarrona, se imagina este mondongo de venganzas explicado en el Telediario de La 1, al día siguiente, como noticia de apertura, y comprende que a los guionistas del asunto se les ha ido un poco la pinza. Ni lo de Puerto Urraco, que es la americanada más reciente de nuestra historia, llegó a tanto…



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Mientras dure la guerra


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Lo primero que pienso cuando veo una película sobre la Guerra Civil -y más si, como la de Amenábar, cuenta los primeros días del alzamiento militar- es que yo no hubiera sobrevivido demasiado tiempo al 18 de Julio, seguramente balaceado en una cuneta, o fusilado en una tapia. En 1936, enardecido por el triunfo electoral del Frente Popular, yo hubiera pronunciado izquierdismos de todo tipo en los bares de la época, en las gradas del fútbol, en las tarimas del colegio donde sería sin duda un maestro al servicio de la República. Un maestro rojillo, o rojeras, de los que sólo pisaría las iglesias por despiste, o por interés artístico, y que hubiera sido denunciado al instante a las autoridades militares que venían haciendo la limpia.



    Es por eso que, como ustedes comprenderán, yo me sublevo contra los fascistas mientras ellos se sublevan en las películas, y todos las retóricas del hermanamiento de las dos Españas, y la reconciliación de los dos bandos, y aquí todos hicieron de las suyas y demás majaderías del centro político, me las paso por el forro de los cojones, que tengo uno pintado de rojo y el otro de morado, para dejar lo del medio bien destacado en amarillo.

    La película de Amenábar no es gran cosa,  la verdad, correcta y rutinaria, carne de olvido dentro de unos pocos meses. Pero tiene un hallazgo monumental que es de mucho aplaudir. Porque yo, aunque a veces me dejo llevar por la retórica bolchevique, y presumo de extremismos que en realidad se me pasan a los diez segundos de pensarlos, he comprendido que la Guerra Civil es una historia muy mal contada por unos y por otros. Porque fueron tres bandos, y no dos, los que se dejaron la piel y la sangre en el enredo. A un lado los fascistas y los curas; al otro, los anarquistas y los revolucionarios a la rusa; y en el medio, atrapada, minoritaria como siempre en este país de mentecatos, la España progresista, republicana de verdad, la de Azaña y la de Negrín, que soñaba con una democracia avanzada que trajera el Estado del Bienestar y amordazara al Estado del Vaticano. Esa España, en la película, está representada por el personaje de Miguel de Unamuno, que duda entre unos y otros, y no entiende las utopías que se consiguen a fuerza de pegar hostias y tiros. Don Miguel, en Mientras dure la guerra, no despierta precisamente mis simpatías, tan céntrico y equidistante que da un poco de grima, pero al menos sirve de ejemplo para hablar de esa España que quedó abrasada en medio del sándwich, o exiliada en todos los Méxicos y Colliures que la rescataron.




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Retrato de una mujer en llamas


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De haber sido una película porno se habría titulado "Retrato de una mujer ardiente", o caliente, o cachonda incluso: la historia de una pintora y su modelo que se desean al instante, se cruzan dobles sentidos con mucha intención y al primer roce de los dedos abandonan la pose y los pinceles para empezar a comerse los morros. Pero "Retrato de una mujer en llamas" está lejos, muy lejos, del género pornográfico. Y eso que sus personajes -Marianne, la retratista, y Héloise, la joven retratada- al final terminan por enredar sus cuerpos desnudos, porque es mucho el deseo que sienten, e insoportable, el amor que se profesan. Pero antes de abrazarse bajo las sábanas, estas dos mujeres del siglo XVIII tendrán que desprenderse de un corsé literal y de otros muchos metafóricos. Un desnudo integral que durará días, semanas, hasta que comprendan que lo correcto es hacer lo que está prohibido por la Santa Madre Iglesia, y la incauta madre de Héloise.



    Héloise es una joven recién salida del convento que va a casarse con un hombre muy rico de Milán, y en esa época ya inconcebible que desconocía el Tinder y el Instagram, los amantes que acordaban relaciones separadas por montañas se hacían un retrato que enviaban por adelantado antes de conocerse, confiando en que la pericia del artista reforzara los puntos fuertes del rostro, disimulara los puntos débiles del cuerpo, y el resultado no fuera tan engañoso como para que el receptor del cuadro, al enfrentarse semanas después con la carne ya indudable, no se sintiera tentado de romper el compromiso. La mamá de Héloise confía mucho en Marianne, que es una artista joven y educada que viene recomendada por algún pariente lejano de París. No quiere hombres que tonteen, que seduzcan, que pongan en riesgo la virginidad y la pureza. Quizá no concibe que dos mujeres también puedan enamorarse y terminar abrasadas por un fuego que las consuma, y tal vez por eso relaja la vigilancia, se desentiende del asunto, y deja que en las mismas alcobas de su casona, Marianne y Héloise se enamoren sin esperanza y sin consuelo, arrebatadas en un amor imposible que sólo durará unos días, en la presencia, pero toda la vida, en la ausencia.



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Dolor y gloria

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Entre que Antonio Banderas se conserva bastante bien -que por algo es Antonio Banderas-, y yo, Alvaro Rodríguez -que por algo soy el ciudadano anónimo- me conservo bastante mal, los doce años que separan nuestros nacimientos casi se quedan diluidos en el dibujo de nuestras caras, y cuando le veo en la primera escena de Dolor y gloria, con la barba ya casi toda blanca, y la expresión de hastío, y la quejumbre vital de su personaje que ahuyenta a los allegados, siento una inmediata y dolorosa identificación con él. Como si en las primeras escenas fueran a contarme el desvarío de mi propia vida: la parálisis del escritor y la tortura de las noches. La incertidumbre y el miedo. La amargura de saber que uno pierde el tiempo y desperdicia los regalos. La espera impaciente de los tiempos mejores... Y, sobre todo, los fogonazos cada vez más frecuentes que rememoran la infancia, esos que asaltan al personaje de Salvador Mallo cuando se adormila o cuando se empastilla, y que también me asaltan a mí desde que empezó el baile, en los paseos y en los ensueños, delatando mi edad no avanzada, pero sí avanzando sin piedad. Las magdalenas de Proust que se hornean ya casi con cualquier excusa: un olor, un nombre, una brisa de la tarde que me retrotrae a otras tardes olvidadas...



    Pero la identificación con Antonio Banderas apenas dura unos minutos: el personaje de Salvador Mallo es, claramente, un alter ego de Pedro Almodóvar, y eso, de algún modo, rompe la magia que se había creado al principio. Hay cosas que me conmueven y otras que no, en Dolor y gloria, como sucede en cualquier película donde el auteur expone su alma en el escaparate. Almodóvar es un tipo al que yo admiro sinceramente, desde los tiempos de La Movida, porque tuvo un par de huevos, agitó la coctelera, sobrevivió a los excesos, y desde el cutrerío más absoluto y la locura más sarasona fue construyéndose una filmografía que para bien y para mal, para la videoteca y para el olvido, siempre nos dará que hablar en las tertulias. Pero su vida, y mi vida, transcurrieron en dos galaxias que distan años luz, alejadas por una generación completa, por una geografía antipodal, por una rebeldía que en mi caso fue inexistente. Alejadas por la experiencia sexual, por el mundo recorrido, por el talento del artista verdadero que a él le recorre las venas y a mí siempre se me queda en el tintero, coagulado.

(Y sí: es cierto lo que dice el alter ego de Pedro Almodóvar. El amor no basta para salvar a la persona que amas).



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Futurama. Temporada 2

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Futurama es una serie animada que me hace reír, y mucho, incluso en estos tiempos de sombras y apagones. Llevo varias semanas sopesando la posibilidad de cambiar mi foto en internet por una imagen de Bender, que es ese robot puñetero, vitriólico, que habla sin filtro para descojonarse de los humanos y de la hoguera de sus vanidades. Bender es ahora mismo mi inspiración poética y mi referencia filósofica. El autor más citado en mis peroratas de barra de bar y de mesa de cafetería.  Me parto el culo orgánico con sus ocurrencias y sus maldades.

    Pero en realidad, como sucede con todas las grandes comedias del cine y de la tele – y también con las comedias más inspiradas de la vida real- por debajo de Futurama fluye un río muy negro de misantropía y de poca esperanza en el futuro. Matt Groening y David Cohen han imaginado un año 3000 en el que la raza humana sigue más o menos como está ahora, estupidizada por los gadgets, comodona e irresponsable. La Tierra del futuro está llena de novedosos inventos, de sorprendentes hallazgos que garantizan el rendimiento energético y la bonanza de los cultivos, y los humanos ya pueden viajar a planetas lejanos como quien ahora coge el coche y se presenta en la playa, o en Móstoles, a arreglar unos papeles. En el año 3000 todo es más rápido y sencillo para los nietos de nuestros tataranietos, que disfrutan de mucho tiempo libre para holgar, para hacer el tonto, para disfrutar de los neodeportes que siguen dando por la tele en horario de máxima audiencia.


 
    Lo más desesperanzador en el año 3000 de Futurama es que la inteligencia artificial, lejos de superar las capacidades del Homo sapiens, se ha quedado a su misma altura intelectual, y los robots, que necesitan ingerir grandes cantidades de alcohol para no oxidarse, caen en las mismas ruindades y extravagancias que los ingenieros que los crean. Ni siquiera los extraterrestres, que en otras películas vienen a iluminarnos el camino del progreso, pintan gran cosa en la sociedad multibiótica de Futurama. La exobiología imaginada por Groening y Cohen no da para tirar grandes cohetes, la verdad. Todas las especies que visitan la Tierra, o que son visitadas por los terrícolas, viven atrapadas en el conflicto irresoluble entre la satisfacción del instinto y la presión de la cultura. La maldición freudiana que al parecer trasciende los ámbitos de nuestro planeta, y del Sistema Solar.

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