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Petite maman

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Si a mí, con ocho años de edad, se me hubiera aparecido mi hijo de ocho años para decirme que eso, que es mi hijo, y que ha venido del futuro para decirme que nos volveremos a encontrar, pues no sé... Diría que me hubiera entrado la risa lo primero, convencido de que todo era una broma del más cabroncete del colegio. Un primo del prenda, que se hacía pasar por tal. Pero a saber. Con ocho años te crees cualquier cosa que tenga que ver con el realismo mágico. A esa edad aún coexistes con los Reyes Magos, con el Ratoncito Pérez, con Jesucristo y sus milagros, como en un gran Macondo de Aurelianos y José Arcadios. La infancia es la época más feliz de la vida porque no hay hormonas jodiendo la marrana, y también porque son múltiples las escapatorias del dolor: está la fantasía, la religión, la arcadia de los sueños... Luego llega la realidad y se reducen las salidas. Tanto que ya solo quedan dos carreteras para escapar de la ciudad: aceptar lo que hay o entregarse a la locura.

A mi hijo de ocho años, aceptado como tal, le hubiera preguntado primero por su madre. Quién es, cómo se llama, a qué dedica el tiempo libre... Es un suponer. Quizá ni siquiera eso. Con ocho años las niñas formaban parte del paisaje pero no eran importantes. Se integraban en nuestros juegos o trataban de boicotearlos, según, pero nos daba un poco igual. Aún no las deseábamos, ni las temíamos. Ni ellas a nosotros. No hubiéramos sabido ni cómo reproducirnos, de ponernos a la tarea. Era una convivencia neutra e indolora. Así que no sé...

Puede que al final le hubiese preguntado por el futuro de donde procedía: cómo eran las ropas, los coches, los cohetes espaciales, todo eso que salía en las películas de ciencia-ficción y que nunca se cumplió. Él me habría hablado de internet, de Netflix, de teléfonos móviles, maravillas de la ciencia totalmente insospechadas. Creo que por ahí se hubiera cimentado nuestra amistad y nuestro entendimiento, superada la sorpresa. Padre e hijo hablando de cacharricos y de deportes sin fin que daban por una cosa llamada fibra óptica, cuando en mi casa, en León, en 1980, todavía no veíamos ni el UHF.



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Retrato de una mujer en llamas


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De haber sido una película porno se habría titulado "Retrato de una mujer ardiente", o caliente, o cachonda incluso: la historia de una pintora y su modelo que se desean al instante, se cruzan dobles sentidos con mucha intención y al primer roce de los dedos abandonan la pose y los pinceles para empezar a comerse los morros. Pero "Retrato de una mujer en llamas" está lejos, muy lejos, del género pornográfico. Y eso que sus personajes -Marianne, la retratista, y Héloise, la joven retratada- al final terminan por enredar sus cuerpos desnudos, porque es mucho el deseo que sienten, e insoportable, el amor que se profesan. Pero antes de abrazarse bajo las sábanas, estas dos mujeres del siglo XVIII tendrán que desprenderse de un corsé literal y de otros muchos metafóricos. Un desnudo integral que durará días, semanas, hasta que comprendan que lo correcto es hacer lo que está prohibido por la Santa Madre Iglesia, y la incauta madre de Héloise.



    Héloise es una joven recién salida del convento que va a casarse con un hombre muy rico de Milán, y en esa época ya inconcebible que desconocía el Tinder y el Instagram, los amantes que acordaban relaciones separadas por montañas se hacían un retrato que enviaban por adelantado antes de conocerse, confiando en que la pericia del artista reforzara los puntos fuertes del rostro, disimulara los puntos débiles del cuerpo, y el resultado no fuera tan engañoso como para que el receptor del cuadro, al enfrentarse semanas después con la carne ya indudable, no se sintiera tentado de romper el compromiso. La mamá de Héloise confía mucho en Marianne, que es una artista joven y educada que viene recomendada por algún pariente lejano de París. No quiere hombres que tonteen, que seduzcan, que pongan en riesgo la virginidad y la pureza. Quizá no concibe que dos mujeres también puedan enamorarse y terminar abrasadas por un fuego que las consuma, y tal vez por eso relaja la vigilancia, se desentiende del asunto, y deja que en las mismas alcobas de su casona, Marianne y Héloise se enamoren sin esperanza y sin consuelo, arrebatadas en un amor imposible que sólo durará unos días, en la presencia, pero toda la vida, en la ausencia.



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