Abre los ojos

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La última vez que se vio la Gran Vía de Madrid completamente despejada de tráfico y de gente, como si todo el mundo estuviera en la playa de Benidorm, o un virus mortal venido de China hubiera barrido las calles, fue en la pesadilla de Eduardo Noriega al principio de Abre los ojos. La imagen -aunque yo no viva en Madrid- me llevaba persiguiendo desde que comenzó esta dislocación, y además, quería comprobar si era cierto que una persona estaba asomada al balcón mientras Amenábar seguía con su cámara el estupor de Eduardo Noriega, jodiendo así el encanto de la ciudad deshabitada. Y en efecto: en mitad de la escena se ve a un vecino asomado, en la acera derecha, con aire de despistado, quizá recién levantado de la cama, o quizá sonámbulo perdido, soñando en 1997 con salir a aplaudir a los sanitarios que 23 años después iban a estar todo el día trajinando con el virus del futuro.



    Luego, viendo la película -que sigue siendo perturbadora y me hace revolverme inquieto en el sofá, jodía Najwa Nimri...-  me he puesto a pensar que quizá yo también estoy viviendo una realidad fingida desde hace cuatro semanas. Que estoy criogenizado en algún depósito de Life Extension junto al follarín este de Eduardo Noriega, y que mientras aguardo que la ciencia del futuro arregle lo mío -aunque no creo que lo mío tenga mucho arreglo, la verdad- sus programadores me están haciendo vivir el sueño de estar encerrado en casa para ir desacostumbrándome poco a poco a la realidad que dejé cuando enfermé gravemente, firmé los papeles de la congelación, pagué una pasta gansa que me dejó la cuenta bancaria temblando, y luego me puse diez programas seguidos de Sálvame Deluxe para morir de un soponcio impepinable.

    En este sueño inducido por los informáticos de Life Extension para entretener mi espera, el presidente del Gobierno ha salido ya tres veces en rueda de prensa para anunciar y prorrogar el estado de alarma, y mientras ahí fuera, en la calle, la gente se lo pasa de puta madre cerveceando y quedando para follar el fin de semana -porque en realidad el coronavirus nunca salió de Wuhan gracias al esfuerzo ímprobo y algo dictatorial del gobierno chino-, yo, en el sótano apenas iluminado de esta empresa que me sacó los cuartos, estoy esperando, junto a otros cuatro panolis que también confían en la ciencia del futuro,  a ser despertado en el año 3000 de nuestra era para conocer a Fry y a Bender, mis amigos de Futurama.




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Futurama. Temporada 4

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Futurama, en realidad, es el relato de una distopía terrible. Orwelliana, como poco. Richard Nixon vuelve a ser el presidente de los Estados Unidos gracias a la criogenización de su cabeza mentirosa y paranoide, y a partir de ahí ya se pueden ustedes imaginar el panorama… Matt Groening es un tipo que prefiere dar estopa haciendo humor, y esconder sus misantropías detrás de las caricaturas, y así, mientras te ríes un huevo y la yema del otro con las tonterías, vas comprobando que la Humanidad del año 3000 se comporta igual que la del año 2020, y que se enfrenta con el mismo descuido a los problemas que ahora nos acucian: el cambio climático, y la desigualdad económica, y el azúcar excesivo en las Coca-Colas.  



    En otras obras de ciencia ficción, cuando el ser humano entra en fase de locura y el mundo se encamina hacia su destrucción irremediable, aparece una civilización extraterrestre portadora de sabiduría que envía una onda de radio, o aterriza con su platillo volante, y nos enseña el sentido común de la supervivencia. A veces, eso sí, para tocarnos un poco las narices, y ponerlo todo muy misterioso, se presentan en forma de monolito impenetrable al que damos vueltas como monos despeinados, buscando la tecla de encendido.

     En Futurama, sin embargo, los extraterrestres son unos bobalicones como nosotros, especies paralelas que en su planeta también han evolucionado lo justo para ir tirando, atrapados en las mismas miserias, y en las mismas avaricias. Dar el salto a las estrellas sólo es cuestión de encontrar un agujero de gusano, o una excepción en la Teoría de la Relatividad. Supone mejoras tecnológicas, pero no éticas, y en eso Matt Groening y David X. Cohen no se permiten el menor autoengaño.

    ¿Y la inteligencia artificial? En Futurama, como en el Génesis, los robots son fabricados a imagen y semejanza de sus creadores. Tan listos o tan bobos como requiera su trabajo especializado, pero no más. Y encima, no se recargan con energía eléctrica, sino con el alcohol de las cervezas. No hay ninguna inteligencia superior que aúne a las máquinas y desencadene la guerra espeluznante de Terminator. En Futurama no hay sitio para Skynet, pero tampoco, ay, para ninguna red computacional que nos sirva de guía espiritual, entresacando conclusiones salvadoras del Big Data.


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Enemy

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Hace un par de días, en la radio, Antoni Daimiel aventuraba que si un día se conociera a sí mismo, un doble exacto de su cuerpo y de su personalidad, seguramente se caería muy mal y pensaría que el otro tipo -o sea él mismo- es un poco gilipollas.

    La cosa de Daimiel iba un poco de guasa, ensartada en un programa de espíritu cachondo y deportivo. Pero cuando lo puse en el Caralibro para echar unas risas, hubo gente que se rio y otra que no. Y hubo quien, incluso, llegó a llamarme por teléfono para preocuparse por el estado de mi autoestima. Yo respondí que no problem, que sólo era una coña marinera, pero en realidad pienso algo parecido a lo de Daimiel: que sería algo aterrador descubrirme un día en el colegio, verme desde fuera interactuando con la gente, sonriendo a unos y esquivando a otros, caminando por el pasillo con ese gesto encorvado que es marca de la casa, como si se me cayeran las monedas al suelo, todo el rato, y me pasara la vida siguiéndoles la pista. 

Siempre en Babia, y con cara de sueño, hasta que no atraco la máquina del café a cartera armada antes de que lleguen las barcazas de desembarco con los alumnos. Qué haría yo, en el colegio, cuando mi otro yo se cruzara conmigo y saludara con esa prisa tan mía, tan de pasar de puntillas, “buenassss…”, como derrapando en la curva, sin mucha intención de hacer un “parar y charlar”, y yo allí, con el saludo en la boca, quizá con un discurso preparado para romper el hielo, tragándome las palabras y certificando, efectivamente, que qué tío más gilipollas, el nuevo, o sea el viejo, o sea yo…

    Y será el subconsciente, o el duende que elige las películas por mí, pero esta tarde, embarcado en un miniciclo sobre Denis Villeneuve, me he topado en los caladeros de internet con Enemy, que es exactamente la atribulada historia de un tipo que se topa consigo mismo por las calles de Toronto. No con un clon, no con un gemelo,  no con un experimento del gobierno. No con una dimensión paralela del tiempo. No: con él mismo. La situación es aberrante, flipante, pero después de asumir la sorpresa de conocerse, y de compararse un poco las pollas para certificar el milagro duplicatorio, los dos hombres, rijosos y aprovechateguis, tardan muy poco en decidir acostarse con la mujer del otro, que están las dos de muy buen ver, y en principio no van a darse cuenta del cambiazo…


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Súper empollonas

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Viendo Súper empollonas he recordado al hermano Suárez, que nos daba matemáticas en 2º de BUP. Suárez era un profesor exigente, irascible, que nos traía por la calle de la amargura. Recuerdo que nos llamaba de todo, menos bonitos, cuando salíamos a la pizarra y la pifiábamos en una trigonometría evidente, en una derivada que se caía de tonta. Hasta los más súper empollones -y yo era uno de ellos, lo confieso- cometíamos errores fatídicos subidos a la tarima, porque el hermano nos intimidaba, nos hacía trastabillar con vallas para enanos. Mientras resolvíamos el álgebra enrevesada, él nos miraba fijamente, desde su silla de profesor, como si escrutara con rayos X nuestros cerebelos, y cuando ya estábamos empolvados de tiza hasta las cejas -como cocainómanos del saber matemático-, en el último aliento poníamos un menos donde iba el más, o un seno donde iba el coseno, y él saltaba de la silla como si lo hubiera visto venir unas décimas de segundo antes, un precog de la cagada científica, de la imprecisión imperdonable, como aquellos videntes de Minority Report que preveían los delitos antes de que se cometieran.



    Las matemáticas eran lo mío: la frialdad del dato, y la exactitud del cálculo. La belleza de una demostración que no admitían discusión posible. Pero aquel hombre me desquiciaba, me convertía en pulpa de alumno paralizado y exprimido. Llegué a odiarle, se aparecía en mis pesadillas, pensé en hacerme una diana con su caricatura... Pero el último día de curso, ya con toda la materia examinada, el hermano Suárez nos condujo con mucho misterio a la sala de audiovisuales, puso un disco que no pudimos identificar por la carátula, y de pronto, como teletransportados a otra realidad , empezó a sonar el “Johnny Be Goode” de Chuck Berry. Nos quedamos cotangentes, claro, reducidos al mínimo común expresivo, con la boca abierta como gilipollas. El hermano Suárez estaba aprovechando su último día con nosotros para explicarnos que era un aficionado al rock and roll clásico, el de Elvis Presley y compañía, y que ésa era su banda sonora cuando se recluía en su habitación, y nos corregía los exámenes garrafales y lamentables. El tipo se estaba… abriendo en canal. Nos estaba diciendo -sin decirlo, sólo poniendo una canción tras otra, y comentándola con entusiasmo- que él no era un diablo venido del Averno donde los maristas se replicaban asexualmente, sino solo un profesor muy puntilloso, que se limitaba a hacer su trabajo, y que nos preparaba para las exigencias mucho más jodidas que nos aguardaban en la Universidad, o en la selva de los trabajos.

    La moraleja es la misma que se extrae de la película: nadie conoce a nadie en realidad. Y menos en un instituto, donde las hormonas, la tontería, y la masturbación cotidiana le vuelven a uno ciego, y bastante gilipollas, por muy súper empollón que se sea. En eso, metafóricamente, los curas tenían un poco de razón.




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El anacoreta

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Fernando Tobajas, en El anacoreta, lleva 11 años encerrado en su cuarto de baño, en régimen de confinamiento voluntario. Corre el año 1976 e intuimos que don Fernando estaba hasta los huevos de Franco, de los curas, de no poder divorciarse de su señora, y decidió, un buen día de 1965, decir basta y montar su vida entera donde antes sólo se quitaba las inmundicias. Como metáfora, quizá, de la limpieza de su alma. La película no explica gran cosa sobre sus razones, y todo esto tiene que deducirlo más o menos el espectador. Y tampoco te dan mucho tiempo, además, Azcona y Estelrich: presentado el personaje, y descrita la situación, a los diez minutos de metraje se presenta en el cuarto de baño Martine Audó, se desnuda ante Fernán Gómez que da gusto verla, y la película -aunque quiere hacer filosofía sobre el amor y la vida alejada de los hombres- se convierte en un homenaje al pelote y al despelote de su anatomía esplendorosa.



    Yo había venido a El anacoreta para sacar un paralelismo, un pensamiento profundo de gafapasta que me salvara la jornada en lo que a este negociado se refiere. Y me encontré con muy poco chicha, en los filosófico, y mucha, y muy bella, en lo corporal, aunque del todo innecesaria para mis fines. El confinamiento de Fernando Tobajas y el nuestro no tienen nada que ver, porque lo que más nos jode no es estar encerrados, sino hacerlo a nuestro pesar, mientras que él está tan encantando con su vida de anacoreta, haciéndose el singular, el héroe, el más lúcido de los españoles, y a nosotros, que somos medio tontos, ya ni siquiera nos consuela el mal de muchos, que ya es el mal de casi todos.

    Y pensaba yo, mientras veía la película, distraído: once años, en quincenas prorrogables por el Congreso, son algo así como 280. 280 comparecencias de Pedro Sánchez pidiendo perdón por mantenernos todavía en casa, a resguardo del virus, y de los agentes contaminantes. Ahora vamos por la tercera, hoy mismo han anunciado la cuarta, y la cifra de 280 empieza a tener visos de cierta credibilidad. Poco a poco se nos van a quedar los pelos y las meninges como al pobre Tobajas, que en realidad era un jeta, un vago al que todo se lo hacían su mujer y su criada, pero que tenía, eso sí, algo de vidente cuando enmarcó este lema y lo colgó en la pared de su baño: “Vendrán tiempos en que todos los retretes estarán llenos de anacoretas”.  



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Prisioneros

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Jorge Ponce, en La Resistencia, a veces propone un juego que es de mucha risa para quien aún tiene -como yo- una mente adolescente, apenas evolucionada en el tema escatológico. Se trata de mencionar títulos de películas que tienen que ver -metafóricamente, claro- con el acto de cagar, o con sus divertidas deposiciones, y ahora mismo, si cojo la lista de películas que tengo ordenadas en las estanterías, y empiezo a leer por la letra A como hacían nuestros profesores para sacarnos a la pizarra, me encuentro con Abajo el telón, Abre los ojos, Adiós muchachos…, que pueden encajar de un modo más o menos retorcido en el desafío colonoscópico del humorista.

    Ayer por la mañana, aburrido ya de matar moscas con el rabo, me dio por coger la misma lista para jugar a ver cuántos títulos aludían, de una manera más o menos cachonda, a este confinamiento que ya nos ha robado el mes de abril, como en la canción de Sabina. Sin salirme de la letra A, me salían -además de Abril, mismamente, la película de Nanni Moretti- Adaptation, Agenda oculta, Algo para recordar, Apocalypse Now, Atrapado en el tiempo, Ausencia de malicia, Azul oscuro casi negro… un buen puñado de indirectas que hablan del encierro, sí, y también de la labor del gobierno, y de la que nos va a caer encima cuando salgamos del zulo a trabajar -quien encuentre trabajo, claro.



    Animado por la chorrada, me dio por seguir repasando el documento de Word y al llegar a la letra P me topé -¡ostras, Pedrín!- con Prisioneros, que casi me tumba de un bofetón, con esa rotundidad de título casi inventado para la ocasión. Prisioneros no tiene nada que ver con el confinamiento que nos amuerma, pero sí con el confinamiento -¡spoiler, spoiler!- de dos niñas que son secuestradas sin dejar ni rastro, en la América Profunda de los padres desesperados que llevan la pistola encima y buscan hacer justicia por su cuenta, maldiciendo el trabajo policial con garantías constitucionales. Como Harry el Sucio, vamos, que es otra película que entraría de perlas en el juego guarrindongo de Jorge Ponce.



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Las uvas de la ira


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Hace ahora 90 años, Estados Unidos estuvo a punto de caer en las garras del socialismo. que diría Francisco Marhuenda. Tras el crack del 29, las empresas se arruinaron, el paro alcanzó cotas insoportables, y los trabajadores, aburridos, desesperados por no encontrar trabajo, vagando por las calles con las manos en los bolsillos, o emigrando a California como la familia Joad en Las uvas de la ira, empezaron a escuchar que existían unos tipos llamados “socialistas” que decían que si el Gobierno se preocupaba por ellos, metía en vereda a los tipos con sombrero de copa, y creaba una red de ayuda social que ahora conocemos como el Estado del Bienestar -con su seguridad social, y su subsidio de paro, y su seguro de enfermedad, que en Estados Unidos eran avances de la modernidad que todavía no habían cruzado las fronteras- tal vez no sería necesario fundar el soviet de Alabama, ni el soviet de Massachussetts, y lanzarse en plan bolchevique a asaltar la Casa Blanca con un par de escopetas para cazar conejos y tres tridentes de los de cosechar la alfalfa en Oklahoma.



    Se puso la cosa jodida, muy jodida, como contaba John Steinbeck en la novela, y John Ford en la película, y en esas, Franklin D. Roosevelt -que la D era la abreviatura de Delano, y nosotros, en el bachillerato, siempre le llamábamos Franklin Delculo Roosevelt, salvo en los exámenes, claro, aunque alguno llegó a columpiarse con gran regocijo del personal- Delano, decía, desde su silla de ruedas, le vio las orejas al lobo e impulsó esa política de inversión pública que ahora se menciona mucho en la prensa de la canalla bolivariana, el "New Deal".

    Para cuando salgamos de esta crisis que empezó siendo sanitaria y ya está siendo económica -y tal vez, a la larga, esta crisis secundaria deje más muertos que el propio coronavirus- estaría bien soñar con un Nuevo Trato, sí, entre el Estado y sus ciudadanos. Nosotros seguimos sin asaltar el Palacio de Invierno, ni siquiera simbólicamente, tan pacíficos y democráticos como siempre, y ellos, a cambio, confiscan el dinero que hay en Suiza, el que va camino de Suiza, el que duerme debajo de algunos colchones, y el que otros escaquean legalmente con artificios contables de mucha magia y mucho asombro para el pueblo, y lo invierten en las cosas importantes, necesarias, que son, aunque parezca una perogrullada de tres pares de cojones, las que importan de verdad: la educación, la sanidad y la red de ayuda asistencial. Con las espaldas bien cubiertas, nosotros prometemos seguir haciéndonos los tontos con el fútbol, con Gran Hermano, y con las cervecitas en la terraza, cuando llegue el solete, y hallan inventado la mascarilla con tapón en el medio, de quita y pon, para bebérnoslas con una pajita.



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El último hurra

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Existen dos tipos de políticos: los que sirven al poder en la sombra, encantados, y los que sirven al poder en la sombra, resignados. Los primeros no tienen dignidad, de raíz, porque nacieron para complacer a la élite, y no al pueblo, y suelen llevar apellidos lustrosos de familias acomodadas, mientras que los segundos tienen que tragarse la dignidad para viajar en el circo e intentar mejorar las condiciones de los enanos -que no sé si, en el fondo, es otra forma retorcida de indignidad. Los otros políticos, los peligrosos, los que no tragan, o son sacrificados por el sistema al primer berrido improcedente -como niños arrojados por la roca Tarpeya-, o se quedan como alcaldes de su pueblo, en la España vaciada, o en la Mongolia Exterior, sin dar mucho por el culo, sólo útiles para arreglar el alumbrado o para gestionar la retirada de la cabina telefónica que ya nadie usa. Cosas así.




    Paradójicamente, el político ideal, íntegro, al que uno votaría al cien por cien en una fiesta verdadera de la democracia, es aquel que nunca se presentaría a unas elecciones que sabe amañadas de antemano. Uno que prefiere quedarse en su trabajo, o en su ERE, antes que levantarse de su asiento y pedir turno en la arena de los gladiadores, donde al final todos representan un papel, una comedia muy entretenida y sangrienta, pero inútil al fin y al cabo, porque hay un tipo protegido por pretorianos que al final es quien decide las cosas a golpe de pulgar: un gran empresario, un pez gordo de Wall Street, un jeque que se ha quedado sin champán 0/0 en la bañera…

    El último hurra cuenta las andanzas políticas de Frank Skeffington, que es el alcalde imaginario de una gran ciudad enfrentado a sus familias más ricas e influyentes. Las que cortan el bacalao de la prensa, de la televisión, de la opinión pública tan maleable como estúpida. Skeffington es un político veterano, marrullero, que sabe que se enfrenta a un ejército cien veces superior, y no duda en coger un poco de arena y arrojársela a los ojos de quien viene a rematarle. Un tipo de barrio, resabiado, tan educado como cabroncete. Me cuesta, a pesar de mi parrafada anterior, catalogarle como un político indigno. Forma parte del circo, sí, pero no es ningún payaso. Sabe que tiene la guerra perdida, pero consigue ganar muchas batallas antes de rendirse. Quizá, después de ver la película, tenga que incluir un nuevo tipo de político en mi taxonomía: el tocahuevos. El que está ahí por puro romanticismo, sólo por molestar, ayudando a la gente mientras el poder no le acierta con sus disparos. Uno que se enfanga no para cambiar el sistema -que es imposible- sino para servir de ejemplo a las generaciones venideras. Las que recojan las viejas películas.




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