Rompiendo las olas

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La primera vez que vi Rompiendo las olas fue con un amigo muy católico de León. Habíamos sido compañeros de pupitre en los años de la opresión, en los Maristas, y cada vez que yo regresaba del exilio laboral quedábamos para charlar sobre lo divino y lo humano. Él era experto en lo primero, y yo en lo segundo. El caminaba con la cabeza en la nubes, y yo con los pies haciendo surcos. Los conocidos nos comparaban con don Camilo y el honorable Peppone, aquellos personajes entrañables de las comedias italianas. Pero ni mi amigo llegaba a párroco, ni yo a militante comunista. Todo hubiera sido mucho más divertido...



     A veces quedábamos para ver una película, y la película del año, en 1996, fue Rompiendo las olas. Todo el mundo hablaba de ella en los foros de la cinefilia -que entonces, con internet todavía en pañales, eran los programas de la radio, y el Días de Cine de Antonio Gasset en La 2. Rompiendo las olas era una película danesa, y rara, filmada con grano, al descuido, a veces incluso desenfocada. La obra de un profesional que fingía ser un aficionado con la cámara. Aún no sabíamos que Lars von Trier se había aparecido entre los apóstoles para reinventar el cine: para provocarnos con las formas, y con los fondos. Un enfant terrible, un liante, un genio capaz de rodar obras maestras y truños insoportables, como luego se demostró. Lars no reinventó el cine finalmente, pero nos dio que hablar largo y tendido, y eso siempre se agradece.

    Rompiendo las olas es una de sus obras maestras. La he vuelto a ver esta noche y no he podido contener la emoción que pone la carne en tensión, la piel de gallina, y deja la columna vertebral como un pararrayos chamuscado con los chispazos. Rompiendo las olas es conmovedora y cruda; obscena y angelical; depresiva y alegre; atea y creyente. No se entiende muy bien, y ése sigue siendo su encanto atemporal. Según algunas versiones, trata de un ángel que se enamora de un hombre que trabaja en una plataforma petrolífera. Una mujer imposible que se entrega en cuerpo y alma a hacerle feliz, en la salud y en la enfermedad: a follárselo vivo, o a insuflarle vida, según las circunstancias, y sin importar el precio. En otras versiones, Rompiendo las olas trata de un hombre que se enamora de una trastornada que dialoga con Dios en voz alta, y que cree en sandeces como la sanación telepática, o el equilibrio kármico entre las almas. Y él,  a pesar de eso, la sigue contemplando con unos ojos que ya no volverán a conocer esa fascinación, ni ese agradecimiento.

    Da igual. Te la puedes tomar como quieras, Rompiendo las olas, y sigue funcionando. Lloras igual, rabias lo mismo, te estremeces con los mismos músculos de la empatía. Aquel día de hace ya demasiados años, mi amigo y yo salimos del cine enfrascados en una conversación infinita. Horas y horas de interpretaciones contrapuestas, antagónicas, que sólo se ponían de acuerdo en que habíamos visto una película única e inolvidable. Los ecos de aquella conversación todavía resuenan hoy, como las campanas colgadas en el cielo…



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El hombre que pudo reinar

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Ya no quedan reinos perdidos a los que huir, como Kafiristán. En el siglo XIX todo era más fácil para los aventureros que buscaban la felicidad. Liabas a un amigo, te liabas la manta a la cabeza, te pertrechabas con la ayuda de unas mulas y medio mundo estaba ahí, a tus pies, casi sin descubrir, tras el puerto de montaña. Con un poco de suerte, las tribus del valle podían confundirte con un semidios -el descendiente de Alejandro Magno, o el hijo perdido de los atlantes-,  y gracias al malentendido te tumbabas a la bartola en el palacio de las montañas, a vivir a cuerpo de rey. A disfrutar del ocio de no hacer nada, del privilegio de acostarte con las mujeres más bellas. De soñar con la vuelta a la civilización chapado en oro, para ser la envidia de tu cuñado, y de la bruja que vive en el 5º derecha.  Y luego, a comienzos de septiembre, si la policía no lo impide, regresar a esa segunda residencia palaciega, que ya se habrá convertido en tu patria verdadera. En tu lugar en el mundo.



    Las probabilidades de encontrar un paraíso eran más altas en los tiempos de Rudyard Kipling, y no como ahora, que ya está todo descubierto, y también emponzoñado por la televisión. Hasta los indios yanomami ya saben que los hombres blancos no son dioses que traen cristales de colores, sino demonios que vienen a talarles los árboles. Los aventureros de ahora, cuando creen que han encontrado el este del Edén, se decepcionan al ver que hasta los estedénicos visten la camiseta de Messi o de Cristiano Ronaldo cuando salen a recibirles, e incluso saben imitar el grito del portugués cuando mete los goles con la Juventus: “Uuuuuh…”

    A los inconformistas del siglo XXI ya sólo nos quedan los reinos imaginarios para encontrar refugio cuando llueve. Los que dibuja un buen porro, o los que salen en los libros, o en las películas. Como el Kafiristán de El hombre que pudo reinar, que es una obra maestra que habla sobre la amistad y también sobre el sueño de mandarlo todo a tomar por el culo, y plantarte en un sitio donde nadie te conoce, y nadie habla tu lengua. Y donde tú tampoco entiendes la suya. Y sin embargo caes de pie, y respiras la posibilidad de ser feliz. Un sitio donde volver a nacer, renacer, sí, pero ya casi contra reloj.



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Trampa-22

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La trampa 22 reza así: un soldado que se entrega alegremente al combate, que se expone a las balas sin miedo, es un hombre que está, obviamente, más loco que una cabra. Un suicida que atenta contra su propio instinto de sobrevivir.  Pero ese soldado, por supuesto, nunca pedirá ser licenciado por estar loco, y sigue combatiendo indefinidamente hasta que un tiro le para los pies, o el corazón, o un ascenso le libra de seguir arriesgando su físico en primera línea.


    Por el contrario, un soldado que comprende cabalmente la situación, que rehúye la pelea, que convierte el escaqueo en un arte necesario de supervivencia, es un hombre psiquiátricamente intachable, y por ese mismo motivo, cuando solicita ser licenciado por estar loco, la obligación del médico es denegarle tal deseo, y devolverlo a la lucha: a la infantería, o al barco, o al bombardero B-25 que destruye objetivos alemanes en el norte de Italia, como le sucede al soldado Yossarian en Trampa-22. Un soldado demasiado cuerdo para la demencia guerrera de sus superiores.



    La trampa 22 es una encerrona. Un silogismo asesino. Pero no sólo en la guerra caliente de las bombas: también en la vida cotidiana, que es una guerra fría por la subsistencia. Aquí tampoco hay nadie que se tenga por loco; y, por tanto, nadie está loco en realidad. Los locos no piden la baja de la vida, y a los cuerdos se les deniega por no estar locos.

    La locura se certifica en la consulta de un psiquiatra, pero para el etiquetado como loco, el loco es quien se atreve a diagnosticarlo como  tal. Hasta el más chalado de los chalados, la más pirada de las piradas, se cree en posesión de la verdad y del razonamiento consecuente. Los locos siempre son los otros. Es por eso que me da miedo -y hasta me parece atrevido-  asegurar de mí mismo que no estoy loco.

    En este contexto preapocalíptico del coronavirus, estoy convencido de que la gente que opina en internet  se ha vuelto loca de remate. A algunos se les veía venir; otros han caído como paracaidistas inesperados. Pero claro: ellos piensan lo mismo de mí, que me muevo entre la sinrazón y el adocenamiento, y así todo se vuelve desencuentro, y cacofonía de locos que no se escuchan.



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Elysium

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Es una pena, esto de haber hecho voto cartujo para el asunto político, porque Elysium me daba para escribir un discurso bolchevique sobre la lucha de clases, que ni en el siglo XXII, al parecer, va a conocer el descanso. Todo lo contrario…

Me lo ponían a huevo, Neill Blomkamp y sus secuaces, con esto de la Ciudad en las Estrellas construida para los ricos, mientras que abajo, en la Tierra, la chusma se da de navajazos para sobrevivir entre la contaminación y la superpoblación. Qué parábola más cojonuda, la de Elysium… Menuda metáfora que estoy desaprovechando para sacar de paseo a la momia de Lenin, ahora que además sabemos que la Ayuso vive en una suite de lujo muy por encima de la mugre, una Elysium de las alturas de Madrid, que te la imaginas, a doña Isabel, al lado de Jodie Foster en la película, cogestionando la seguridad del Paraíso y poniendo caras de asco cada vez que un pobre quiere pasar a saludarlas, y no desentona para nada, la jodía, que tal vez estamos perdiendo a una política seria pero estamos ganando a la próxima Penélope Cruz del star system.



    Pero no… ¡Basta! Para una vez en mi vida que hago voto de silencio -ya que no puedo hacerlo de castidad, ni  de frigorífico bajo en calorías -, no quiero romperlo a los pocos días de la ceremonia. Así que prefiero contar -como siempre que me escaqueo del opinar- una anécdota personal, de una vez que estuve en un sitio muy parecido a Elysium. Un club de golf en la isla de Mallorca, al que yo jamás me hubiera acercado ni a un kilómetro de distancia -por si disparaban, o te electrocutabas en la valla- pero al que fui arrastrado por el entusiasmo aventurero de mi hermana, que dijo estar bien informada de que allí, en su terraza, hasta las ocho de la tarde, cualquiera que fuera vestido dignamente podía tomarse una cerveza sin ser expulsado por un ángel flamígero.

    Y era cierto... Llegamos, nos sentamos, pedimos unas cervezas bien frías y un ángel rubio que allí habitaba nos las sirvió con una sonrisa perfecta, inmaculada, sin asomo de ironía o de perplejidad. Fue la primera vez -y de momento la única- que me sentí uno de ellos. Un ricachón más. Un golfista más. Casi me dieron ganas hasta de sacar el carnet de conducir, sólo para comprarme un Mercedes o un Ferrari en el concesionario de los alemanes…

    Desde la terracita se les veía allá abajo, a los ricos, pateando los greenes y los rafts, y por un rato me sentí su camarada, su compañero de lucha contra el obrero. Tardé un rato en relajarme, en olvidar mi complejo de polizón en un yate, pero cuando al fin reposé la espalda, estiré las piernas y tomé confianza para mirar el infinito, sentí, de pronto, como transfigurado por el lado oscuro de la Fuerza, que si yo fuera rico, si yo viviera en Elysium, prohibiría la entrada en mi club a unos Rodríguez cualquiera de la vida como nosotros. Quizá, después de todo, es una suerte que yo haya vivido siempre en el lado cutre de la vida.



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Vengadores: Endgame

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En esta realidad nuestra de los no-comics, los expertos del cambio climático reclaman medidas globales para protegernos contra la venganza de la Tierra. Tony Stark, en la realidad de las películas, reclama que los gobiernos construyan escudos energéticos para protegernos contra la venganza del Espacio.



    Es un paralelismo preventivo que se me ocurrió mientras veía “Vengadores: Endgame”, sobre todo en los ratos muertos de los puñetazos muy aburridos. En el mundo ficticio de Los Vengadores, todo el mundo vio por la tele cómo los extraterrestres destrozaban y asesinaban por doquier, pero luego, a la hora de la verdad, nadie quiere pagar los impuestos necesarios para protegerse de su invasión, y nadie quiere recaudarlos para no perder la simpatía del elector. Sucede como en aquel episodio de Los Simpson, en el que un oso aterrorizaba a la población de Springfield, el alcalde proponía una subida de impuestos para crear una brigada antiosera, y la gente terminaba prefiriendo convivir con el miedo a soltar los dólares del bolsillo. Y allá que iba Homer, a detener la amenaza…

    Las ficciones de Los Vengadores y de Los Simpson las escriben, por supuesto, gentes muy avispadas que viven a este lado doliente de la realidad. Todos vimos en los telediarios otras pandemias asiáticas que amenazaban la visita de ésta, su hermana mayor. Y todos seguimos viendo el trastorno climático que ha convertido las estaciones en sólo una retórica de los poetas. Y aun así, permanecemos casi todos de brazos cruzados, pasándole la patata caliente a la siguiente generación. En diciembre vino Greta Thunberg a sacudir nuestras conciencias. Fue apenas un cachete, en comparación con el asesinato en masa que perpetró el coronavirus sólo dos meses después. Son los avisos del planeta... El mundo se ha llenado de superhéroes que trabajan en los hospitales y en las cajas de los supermercados. Trabajan a posteriori, bajo las balas, en el campo de batalla. Son, ay, vengadores, como los de la película, pero no preventores, que es lo que Tony Stark  también predicaba en el desierto.



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The Rider


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Decía Jerry Seinfeld que los hombres somos capaces de inventar cualquier cosa para llamar la atención de las mujeres. A los guapos les basta con presentarse en la fiesta y sonreír con naturalidad, pero los demás tenemos que hacer mucho el gilipollas para destacar entre la multitud: escalar montañas, diseñar máquinas, escribir libros, viajar al espacio, presentarnos a los Juegos Olímpicos de Moscú…

    En el Salvaje Oeste de los americanos, hubo una vez un John enamorado de una Mary que para demostrar su hombría se subió a un caballo desbocado, lo montó durante ocho segundos interminables y terminó pegándose una hostia tremenda contra el suelo. La estrategia tuvo que ser, por fuerza, exitosa, porque rápidamente se multiplicaron los valientes que se subían a los equinos majaretos. Y aunque muchos murieron en el intento, o se quedaron tontos, o parapléjicos, los mecanismos evolutivos favorecieron a estos centauros que se jugaban el tipo para que sus genes tuvieran una oportunidad de propagarse.



    Cuando a Brady Blackburn, en The Rider, le comunican que nunca más podrá subirse a un caballo si no quiere quedar lisiado para siempre, es como si los cielos de Dakota, abiertos y bellísimos, se le cayeran encima aplastándole los pulmones. Casi dos siglos después de que el John  primigenio se subiera a un caballo que corcoveaba, Brady llora en silencio la desgracia de su retiro. Brady ya montaba caballos diabólicos mucho antes de saber que existían las chicas, y ahora tiene que renunciar a ellos como el niño que nació con una pelota bajo el brazo y ya no puede seguir jugando en los campos verdes del fútbol.   Esa percepción angustiosa e intolerable de que el mundo se termina de repente. De que uno se queda sin propósito en la vida, a merced de las horas muertas. Condenado a reinventarse en otra labor para la que ya nunca reunirá el mismo talento, ni el mismo entusiasmo. Es una película muy triste, y muy hermosa, The Rider.



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Dos hombres y medio. Temporada 1

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Supongo que doce años en los Maristas dejaron huella en esta manera mía de expresarme, tan cercana a lo retórico, y a lo pedante. Tan parecida, precisamente, a la de un cura que paseara por los jardines del Vaticano, discutiendo de teologías.  Eso es, al menos, lo que diría si creyera en las influencias de la educación recibida. Pero yo soy un creyente del gen, un apóstol del cromosoma, y creo que este modo mío de pontificar, como dando recordatorios a los amigos y sermones a los enemigos, va inscrito en el código particular de mis bases nitrogenadas.



    Porque además, para reafirmar mi teoría, ahí está mi jeta, mi fisonomía, mi modo de caminar incluso, que también tienen algo de jesuítico, de párroco involuntario, y eso no te lo esculpen en los Maristas, ni en ningún lado, aunque a veces nos dieran un par de bofetones en las viejas pedagogías. Visto de lejos, parezco un cardenal extraviado; visto de cerca, un cura abstraído con la Biblia. Y lo contradictorio, lo sangrante, el malentendido que lleva lastrando mi vida desde la adolescencia, es que yo vivo en la antítesis del catolicismo, en la negación de su catecismo. Soy un rojo, un libertino, un ateo radical de la vida. Creo en la realidad de los cuerpos y en la negación de las almas. Prefiero la prosa al verso, y lo concreto a lo abstracto. Pero lo digo y parezco un clérigo haciendo parodia, y nadie termina de creerse que ése es mi yo verdadero. Es la contradicción radical entre mi cuerpo y mi espíritu, que arruina cualquier intento sincero de presentarme como soy.

    Si mi genotipo tuviera su traducción correcta en el fenotipo, yo sería como Charlie Sheen en “Dos hombres y medio”. Su cara es el reflejo exacto de la picardía, de la liviandad, de la entrega a las cuatro realidades muy básicas de la vida, despojadas de literatura. Por eso es tan guapo, el jodido… Me mola, su filosofía, su descaro, su epicureísmo radical al borde del mar. Su inmadurez con momentos lúcidos, que siempre es preferible a la madurez con momentos de locura. Lo que no tengo es un talento artístico como el suyo -el musical, o el literario, cualquiera valdría- para teletrabajar toda la vida y comprar una casa muy parecida a la suya, al borde del mar, donde el único ruido es la ola, y el único peligro, una rabieta de Neptuno.



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El escritor

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Después de la comparecencia en el Parlamento, de la rueda de prensa, de la cumbre internacional, del Consejo de Ministros, del pulso con la oposición, de la reunión con los expertos, de la llamada secreta del Club Bilderberg… Después de todo eso, cuando termina el día, los gobernantes se retiran a sus aposentos para ser ellos mismos otra vez, despojados de caretas, y de poses esforzadas. Se quitan el traje de faena para darse una ducha, y allí, desnudos ante el espejo, vuelven a ser Perico Pérez, o Perica López, los compañeros sentimentales de Fulana de Tal, o de Mengano de Cual, que charlan con ellos en la intimidad del cuarto de baño, y luego en el reposo del sofá, ante la tele, y más tarde, quizá, si hay ganas, si el estrés no es mucho y la libido sigue carburando, en la comunión espiritual de los cuerpos.



    Muchas veces, el compañero de cama es alguien que no pertenece al mundo de la política, o que no quiere saber nada de él. Alguien que tal vez reconoce su incapacidad para estar a la altura del asunto,  y no se atreve a dar consejos a quien se supone que ya cuenta con buenos consejeros, y tiene acceso a información privilegiada que la mayoría no manejamos. Lo más habitual en la pareja es esto: el apoyo moral, la comprensión incondicional, el consejo anecdótico sobre el corte de pelo que más te favorece para salir en televisión…

    Pero a veces, en la ficción, y en la vida real, son ellos los que llevan la falda de la Primera Dama, o ellas, las que portan los pantalones del Primer Ministro. Los cerebros en la sombra. En tales casos, los que son cabeza de cartel sólo ponen la presencia, la fotogenia, la belleza incluso. La voz convincente y serena que encandila a los electores del mismo sexo, y a los del sexo contrario. Excelentes actores en este drama cotidiano de la política. Mientras tanto, los verdaderos autores de la obra quedan entre bambalinas, o aparecen en segundo plano, sosteniendo la copa de champán. No murmuran palabras de amor ni de apoyo cuando les sorprendes moviendo los labios. Están recitando el discurso que ellos mismos redactaron la noche anterior.



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