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Trampa-22

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La trampa 22 reza así: un soldado que se entrega alegremente al combate, que se expone a las balas sin miedo, es un hombre que está, obviamente, más loco que una cabra. Un suicida que atenta contra su propio instinto de sobrevivir.  Pero ese soldado, por supuesto, nunca pedirá ser licenciado por estar loco, y sigue combatiendo indefinidamente hasta que un tiro le para los pies, o el corazón, o un ascenso le libra de seguir arriesgando su físico en primera línea.


    Por el contrario, un soldado que comprende cabalmente la situación, que rehúye la pelea, que convierte el escaqueo en un arte necesario de supervivencia, es un hombre psiquiátricamente intachable, y por ese mismo motivo, cuando solicita ser licenciado por estar loco, la obligación del médico es denegarle tal deseo, y devolverlo a la lucha: a la infantería, o al barco, o al bombardero B-25 que destruye objetivos alemanes en el norte de Italia, como le sucede al soldado Yossarian en Trampa-22. Un soldado demasiado cuerdo para la demencia guerrera de sus superiores.



    La trampa 22 es una encerrona. Un silogismo asesino. Pero no sólo en la guerra caliente de las bombas: también en la vida cotidiana, que es una guerra fría por la subsistencia. Aquí tampoco hay nadie que se tenga por loco; y, por tanto, nadie está loco en realidad. Los locos no piden la baja de la vida, y a los cuerdos se les deniega por no estar locos.

    La locura se certifica en la consulta de un psiquiatra, pero para el etiquetado como loco, el loco es quien se atreve a diagnosticarlo como  tal. Hasta el más chalado de los chalados, la más pirada de las piradas, se cree en posesión de la verdad y del razonamiento consecuente. Los locos siempre son los otros. Es por eso que me da miedo -y hasta me parece atrevido-  asegurar de mí mismo que no estoy loco.

    En este contexto preapocalíptico del coronavirus, estoy convencido de que la gente que opina en internet  se ha vuelto loca de remate. A algunos se les veía venir; otros han caído como paracaidistas inesperados. Pero claro: ellos piensan lo mismo de mí, que me muevo entre la sinrazón y el adocenamiento, y así todo se vuelve desencuentro, y cacofonía de locos que no se escuchan.



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