Dos hombres y medio. Temporada 1

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Supongo que doce años en los Maristas dejaron huella en esta manera mía de expresarme, tan cercana a lo retórico, y a lo pedante. Tan parecida, precisamente, a la de un cura que paseara por los jardines del Vaticano, discutiendo de teologías.  Eso es, al menos, lo que diría si creyera en las influencias de la educación recibida. Pero yo soy un creyente del gen, un apóstol del cromosoma, y creo que este modo mío de pontificar, como dando recordatorios a los amigos y sermones a los enemigos, va inscrito en el código particular de mis bases nitrogenadas.



    Porque además, para reafirmar mi teoría, ahí está mi jeta, mi fisonomía, mi modo de caminar incluso, que también tienen algo de jesuítico, de párroco involuntario, y eso no te lo esculpen en los Maristas, ni en ningún lado, aunque a veces nos dieran un par de bofetones en las viejas pedagogías. Visto de lejos, parezco un cardenal extraviado; visto de cerca, un cura abstraído con la Biblia. Y lo contradictorio, lo sangrante, el malentendido que lleva lastrando mi vida desde la adolescencia, es que yo vivo en la antítesis del catolicismo, en la negación de su catecismo. Soy un rojo, un libertino, un ateo radical de la vida. Creo en la realidad de los cuerpos y en la negación de las almas. Prefiero la prosa al verso, y lo concreto a lo abstracto. Pero lo digo y parezco un clérigo haciendo parodia, y nadie termina de creerse que ése es mi yo verdadero. Es la contradicción radical entre mi cuerpo y mi espíritu, que arruina cualquier intento sincero de presentarme como soy.

    Si mi genotipo tuviera su traducción correcta en el fenotipo, yo sería como Charlie Sheen en “Dos hombres y medio”. Su cara es el reflejo exacto de la picardía, de la liviandad, de la entrega a las cuatro realidades muy básicas de la vida, despojadas de literatura. Por eso es tan guapo, el jodido… Me mola, su filosofía, su descaro, su epicureísmo radical al borde del mar. Su inmadurez con momentos lúcidos, que siempre es preferible a la madurez con momentos de locura. Lo que no tengo es un talento artístico como el suyo -el musical, o el literario, cualquiera valdría- para teletrabajar toda la vida y comprar una casa muy parecida a la suya, al borde del mar, donde el único ruido es la ola, y el único peligro, una rabieta de Neptuno.