Martín (Hache)

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“Martín (Hache)” son tres películas reunidas en una sola. La trilogía hispano-argentina que Aristarain nos ofreció en una pieza conmovedora. Tres historias distintas pero una sola verdadera, que es la relación de Federico Luppi con las personas que todavía le quieren a pesar de su carácter: el amigo, y la amante, y su hijo, Martín, el Hache.

La gente dice que me parezco mucho al personaje de Luppi porque yo también tengo la lengua muy larga cuando se trata de soltar misantropías. Que también soy muy dado a ponerme los auriculares, subir el volumen de la música y apearme del mundo cuando llega la próxima estación. Que como no nací en las latitudes australes no digo “al pedo”, ni “al carajo”, ni “boludo”, ni me da por elegir la concha de tu madre cuando me pongo a cagar con las metáforas. Pero vamos, que utilizo expresiones peninsulares que quieren decir exactamente lo mismo, a veces con la palabra y a veces arqueando las cejas. Da igual. La misantropía es un lenguaje bimodal y universal que todos reconocen, y que nos sirve, a nosotros, los luppinianos, para reconocernos.

Dicho esto, yo no soy Federico Luppi. Hay cosas, rasgos, perfumes lejanos... Una certeza compartida sobre la vida. Pero cualquier otro parecido con la realidad es pura coincidencia. Es curioso: la primera vez que vi “Martín (Hache)” yo todavía no era padre, ni tenía un amigo, ni tenía una amante. Tenía una esposa, que no es lo mismo, y amigos de segundo nivel llamados conocidos. Alejandro (Erre) tenía -3 años tiernísimos de esperanza, y mi mejor amigo todavía era un desconocido que habitaba en la ciudad ignota. Solo ahora que ya he vivido todo eso entiendo a carta cabal la película. Antes era un peliculón; ahora es una obra maestra. Da para hablar largo tendido con alguien a tu lado. Si lo sabré yo...

Hace veinticinco años tampoco sabía que se puede odiar y amar a la misma persona y volverte loco en la pelea. La relación de Luppi con Cecilia Roth se me escapaba, pero ahora ya no. Tampoco sabía que existen amores que son el contrapunto exacto a esa tortura: la paz en la tripa, la sinceridad en la cara, la mansedumbre del instinto alborozado.





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El último duelo

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Ben Affleck y Matt Damon han escrito una historia sobre el MeToo pero sin el MeToo, ambientándola en Francia, en el siglo XIV, donde cualquier ordenador hubiera sido confundido con la magia, y cualquier hombre decente -al parecer- con un ángel del Señor, o con un alienígena inconcebible.

Me pregunto, de pronto, qué pensarían los hombres medievales sobre la vida en otros mundos, porque lo que pensaban sobre las mujeres parece bastante claro: un puro concepto ganadero. Mujeres para aparearse, hijas para extender linajes, incubadoras andantes ceñidas con corsés. Apenas vacas erguidas, o bípedas lecheras. Un Afganistán moderno pero sin burkas en los rostros y sin metralletas en los combates. Todo a puro cojón y a pura espada, gritándose a la cara las maldiciones.

Los hombres de la película son todos deleznables y asquerosos, y en eso “El último duelo” no escapa del nuevo anticiclón que nos ilumina. En el mapa de las isóbatas continúan los vientos justicieros, o vengativos, o simplemente pendulares. Ahora toca esto como antes tocaba lo otro: la mujer pérfida y doble, inútil o llorona.  En el mainstream de las plataformas ahora toca que el hombre sea un neandertal sin corazón -pobres neandertales-, un cejijunto sentimental, un castrado de la empatía. Un macho pirulo. Un lerdo. Un amasijo testosterónico que nunca sabe dónde le comienza el pito y dónde le termina la  cabeza. “Un violador en potencia”, y a veces en acto, como dijo aquella secretaria de Estado del no sé qué, pasándose cuatro pueblos y tres veranos en la costa. Ya digo que los winds are changing de cojones, como cantaban los Scorpions.

¿El rey de Francia?: un sádico con pocas luces; ¿el marido de Marguerite?: un gañán que nada sabe de orgasmos clitorianos; ¿el violador?: pues eso, un violador; ¿el padre de Marguerite?: pues eso, un ganadero; ¿el conde-duque de Normandía?: un rijoso nepotista; ¿el representante de la Iglesia?: un imbécil confundido por el latín. No se salva nadie. Al final muere uno, pero merecerían morir todos. Supongo. Un gran auto sacramental de hombres medievales y algo menguados. Dan ganas de renegar y de cortarse la picha. Bueno, tanto no...





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Mujeres del siglo XX

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Al día siguiente de ver Beginners -deslumbrado, conmovido, enamorado de Mélanie Laurent hasta los aparatos de Golgi- me puse a buscar otras películas no de Mélanie -porque tenía que reponerme- sino de Mike Mills, en honor al maestro de ceremonias. No quedaba otra. Otras veces, cuando una película me gusta y trato de seguir el camino, me puede más la pereza que el interés, en esta selva de las tentaciones continuas y los tiempos limitados. Pero en este caso, con Mike Mills, no.

Sin embargo, la filmografía de este hombre es escueta, y esquiva, y la única película que resonaba en las búsquedas -amen de la consagración de la primavera de Mélanie Laurent, y de aquella ya tan lejana de “Thumbsucker”-  era esta, “Mujeres del siglo XX”, un título extraño, como de cine documental, como de reportaje del Canal Arte para La Noche Temática de La 2. No sé: un título como cultureta, o simbólico, que lo mismo podría desembocar en una película feminista que un retrato de nuestras abuelas, tan poco feministas ellas.

Y al final, pues ni una cosa ni la otra. Salen tres mujeres, de tres edades diferentes, y cada una de ellas es feminista a su manera, o pre-feminista, o feminista de armas tomar. La madre del chaval, Annette Bening -que podría ser su abuela en un error de cásting morrocotudo que luego doña Annette sortea con oficio- es la feminista en ciernes, aspiracional más que práctica, a la que se le junta la revolución de las mentes con el cariño por la tradición. La única mujer del reparto que pertenece al siglo XX por entero.

Luego está Greta Gerwig, más guapa que nunca, con su corte de pelo y su pelirrojismo fulgurante, que es la feminista fetén, la precursora de las actuales. La desmelenada de los años setenta y ochenta que luego asentó  la cabeza sin rencores ni venganzas. Da gusto verla, a doña Greta, y no como a la chavala de la peli, la arpía con cara de ángel que es el lado oscuro de la revolución: tengo una mina entre las piernas, los hombres son todos imbéciles, y se merecen que los conduzca la locura y a la perdición.



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Showgirls

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Al señor Verhoeven le gustan como a mí. No digo más. El muy tunante... Él dice que tienen que ser así para poder bailar, y que su forma es una exigencia milimétrica del otro señor, el guionista, que por lo demás lo llena todo de diálogos para besugos y para sirenas del desierto. Los pechos de las protagonistas -perfectos, no diré más- son una coherencia argumental. Necesarios y palmarios, de la palma de la mano. No diré más... Una pechugona del burlesque no serviría para exhibirse en Las Vegas, y una bailarina del Bolshoi, impechada, pues tampoco. Los clientes del casino quieren la justa medida entre el pechamen y el bailamen. Entre el sexo y el arte. Yo mismo, por ejemplo, que no me considero un ganadero de Texas, tengo que confesar que los bailes de “Showgirls” molan, pero que también ponen palote. ¿Un cerdo o un ser con virilidad, sin más? Esa es la cuestión.

 Para triunfar sobre el escenario del casino hay que ser bella y saber moverse. “Ambar” cosas, como dicen en Toledo ¿Mercado de la carne? Nos ha jodido. “Showgirls” es una película sobre el mercado de la carne: carne que baila, que excita, que pone muy tonto al personal. ¿Juicios de valor? Buf, ahora no, señorita Irene. Esto es una película -muy mendruga por lo demás- y yo estoy de resaca (es un decir) de Nochevieja. Yo también estoy en el mercado de la carne cuando pongo mis fotografías en Tinder, solo que allí no me desnudo. Y menos mal... No veo gran diferencia. Las chavalas de “Showgirls” se exhiben para ganar dinero y yo me exhibo para ganar un corazón. Qué bonito... Todo es exhibirse. Tocar no. Eso está muy feo, y los guardaespaldas del casino te ahostian a la primera. Bien hecho. También hay mujeres que se plantan delante de mí como ese director de coreografía, y me dicen que no molo por esto o por lo otro: la sonrisa, o las orejas, o la pancita que se adivina bajo el jersey, tan poco cuidada con arroz integral y verduritas a la plancha.

“Showgirls” no es tan mala como la pintan. Nunca la había visto por prurito cinéfilo, por postureo cultureta. Era tan socarrón, el chorreo, que hasta me daba miedo asomarme. Pero “Showgirls” mata la tarde. Y te... No. No diré más.





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Sin tiempo para morir

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Se lo he leído a un internauta, y es una explicación perfecta para el final de la saga: de la muerte de James Bond, quiero decir, por si usted no se había enterado. De la muerte física, de la fetén, de la del vivo al hoyo y el espectador pues bueno... a otro bollo, y no el lío de los Broccoli, de la muerte empresarial de la franquicia, que a saber qué se inventarán: saltarinas empoderadas, o maridos ejemplares, o poetas que resuelvan los bochinches con un libro en la mano y una flor en la solapa. Es el signo de los tiempos. El futuro difícil de cojones está, que hubiera dicho el maestro Yoda en la otra saga.

Da igual.  Inventen lo que inventen ya nada será lo mismo. James Bond era así y había que tomárselo como venía: un pichabrava, un chulo de barrio, un sueño de seductor para los mediocres del mundo, que éramos legión en las plateas y tomábamos notas mentales de sus recursos. Sus películas me agotaban, pero yo le adoraba. El frac impoluto, la mirada traviesa, la seguridad en sí mismo... Joder. Un Don Draper con licencia para matar. Mi hermano mayor, era James, mi referente vital. Mi icono pop de las paredes. James y sus habilidades, y sus mujerazas, y sus días siempre atareados, salvando al mundo, tan distintos a los míos.

 James Bond -decía ese internauta muy inteligente- sobrevivió a la caída del Imperio Británico, a la Guerra Fría, a la Guerra contra el Terror... Sorteó las limpiezas en el MI6, los cambios de gobierno, los reajustes presupuestarios. Por sortear, sorteó hasta las enfermedades de transmisión sexual, algunas mortales en su tiempo, cuando andaba de liana en liana y a picha descubierta. Así era él... Sin embargo, 007 no ha podido sobrevivir a la corrección política. Sobrevivió a las balas, a los misiles, a los hachazos, a las caídas desde el cielo... Pero le estamparon un hastag del MeToo en la frente y se lo cargaron justo cuando el pobre trataba de reinventarse. Ahora que se había enamorado, que había prometido fidelidad, que había engendrado incluso una hija más guapa que las pesetas, llegó el tsunami revisionista y se lo cargaron por machirulo y heteropatriarcal. No le dejaron tiempo ni para confesarse.





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No mires arriba

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La mejor película del año llegó en su penúltimo día, casi cuando ya echábamos el cierre y hacíamos el balance. Es un decir metafórico, claro, un plural mayestático. “No mires arriba” ha sido como el amor maravilloso que ya no se espera; como el billete de 50 euros que aparece en el bolsillo cuando cuelgas el abrigo. El último regalo y el último homenaje. La última risa, y la última cara de tonto. Una fiesta cinéfila de pre-Nochevieja, a falta de cotillón y de vestidos escotados. Y de una cogorza memorable.

“No mires arriba” llegó en realidad el último día, porque eran las once de la noche del día 30 cuando la puse, y las 2 de la mañana del día 31 -interrupciones varias, pero insoslayables- cuando la terminé, desvelado perdido. La película de Adam McKay trata sobre el coronavirus, pero como McKay es un tipo muy inteligente que no quiere ser obvio, ni solaparse con la realidad, ha decidido que la desgracia que acojone a la humanidad sea la llegada de un cometa, uno de esos como montañas que arrasan los planetas y exterminan las especies. Un Galactus mineral. También podría haber sido un cataclismo climático, o una amenaza nuclear, ahora ya menos de moda. Da lo mismo. Lo que McKay buscaba era desnudar a los estúpidos, señalar a los medios, denunciar a los lobbies. Llamar al capitalismo fascista por su nombre: capitalismo fascista. Recordarnos -otra vez, sí- que nos dirigen cuatro psicópatas sonrientes y cuatro sociópatas enfermos. Y que la gente les vota con una sonrisa y con una mano en el corazón. La presidenta ficticia de los Estados Unidos es tal cual Isabel Díaz Ayuso teñida de Cayetana.

McKay tira a dar, a matar, a cercenar incluso. Trata a la gente como lo que es: básicamente poco formada, acientífica, acrítica, manipulable. Cuando el cometa Dibiasky ya es una pedrusco insoslayable sobre las cabezas, un 30% de votantes se declara “negacionista del cometa”, y otro 30% opina que de su caída vamos a salir todos mejores. ¿Les suena?

“No mires arriba” es hiriente, afilada, ocurrente, cachonda, despiadada. Profundamente guerrillera. Es una gozada. No escuchen a sus críticos de cabecera. Ellos ya adelantaron la borrachera de Fin de Año.


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Dopesick

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El mundo lo dirigen cuatro hijos de puta desde sus despachos acristalados, o desde sus mansiones inaccesibles, cuando huyen del downtown y siguen robando al borde de sus piscinas. Es bueno recordarlo de vez en cuando, porque los periódicos y los telediarios no contribuyen gran cosa a esta certeza. Si te fías de la prensa canalla -y toda la prensa respetable es canalla-, aquí los que mandan son los políticos, los “representantes elegidos por el pueblo”, y no -por poner un ejemplo paralelo al de “Dopesick”- nuestros empresarios energéticos, a los que nadie pone freno en el recibo de la luz. Hemos votado a un gobierno de izquierdas para esto... Hay muchas familias Sackler por ahí sueltas: unas venden opiáceos peligrosos y otras se forran a costa de tu derecho a tener encendida la lamparilla de noche. Unos hijos de puta, ya digo, de los que solo queda constancia documental en las páginas color salmón, y en las revistas especializadas del latrocinio -digo, perdón, de los negocios-, que nadie sin jayeres para invertir se pone a leer en su sano juicio.

Es por eso -porque nos quieren engañar todos los días, y luego dicen del régimen de los chinos- que hay que recurrir a ficciones como “Dopesick” para recordar quién corta el bacalao de todo lo que consumimos: sociópatas sin escrúpulos, y psicópatas sin moral. Nacer sin esas excrecencias del espíritu allana mucho el camino para triunfar en los negocios. Y luego están los Nazgûl, los sicarios de Sauron, que son esos ejecutivos con maletín y corbata que yo, personalmente, cada vez que me los cruzo en un banco, en un despacho, en cualquier asunto que tenga que ver con esquilmar al proletariado, me pongo a temblar. En su presencia  hago gestos de “vade retro” con mis manos en los bolsillos y me cago en sus muelas como Chiquito de la Calzada, pero entre dientes. Si los Sackler del mundo son la fuente de la maldad, estos tipejos, y estas tipejas, son los vectores de su transmisión. Los que te convencen de traicionar tus propios intereses con una sonrisa Profidén y una seguridad arrebatadora. Los otros hijos de la gran puta, o del gran putero, lo mismo da.





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Los contrabandistas de Moonfleet

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La culpa es de Javier Ocaña, el crítico de cine, que lleva varias semanas apareciendo en los podcasts que yo escucho -en los culturetas, me refiero, no en los deportivos- como si él me persiguiera, o yo le persiguiese. Ocaña está haciendo promoción de un libro que al final terminé por comprar, y que ahora mismo voy leyendo por las terrazas, y por las camas revueltas, de vacaciones de Navidad. El libro se titula “De Blancanieves a Kurosawa”, y en él Ocaña narra su experiencia de padre que inculca la cinefilia a sus dos retoños ya pre-adolescentes. Una historia que me recuerda a la que yo mismo viví hace años con Retoño, y que empecé a esbozar en los primeros tiempos de este blog sin muchos resultados. Literarios y prácticos, quiero decir. Porque yo proponía, seducía, daba la lata con este clásico imprescindible o con aquella película de culto, pero mi hijo siempre se salía con la suya, por peteneras, cinéfilo a medias, como luego fue lector a medias, para que luego digan que es la influencia de los padres comprometidos, y el ambiente cultural de los hogares... Paparruchas.

Digo que es culpa de Javier Ocaña porque en su libro destaca películas que en su casa hicieron furor -qué niños más envidiables, por Dios- y que yo, en mi paletez, ya daba por amortizadas o por viejunas. Ocaña es crítico en El País y yo soy un cinéfilo provinciano, o sea: que hablamos un idioma diferente. Y aunque lo sé,  y me había prometido no seguirle el rollo, al final me he dejado llevar por su odisea de padre, por su entusiasmo de cinéfilo. Y entre las perlas que él alaba como cine familiar está “Los contrabandistas de Moonfleet”, la película de Fritz Lang, que no es que esté mal, que es el viejo cine de nuestros sábados infantiles, pero que en fin, que está llena de incongruencias y de diálogos para besugos. No alcanzo a ver lo que Ocaña -y sus retoños, entregadísimos, y cultísimos- sí encuentran en una película a la que le han caído los años como peluquines de aristócrata.



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