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Brian y Maggie

🌟🌟


Los días que Margaret Thatcher iba a ser entrevistada por Brian Walden ya no se limpiaba el culo en la ducha o en el bidé. No le hacía falta. Ya estaba Walden para dejárselo como los chorros del oro ante la audiencia televisiva. Pero antes de la limpieza, porque estamos entre gente que se ama, un poco de conversación agradable para ir relajando el esfínter y ejercitando la punta de la lengua. Un espectáculo "liking granny’s ass" que sin embargo se colaba sin censura en los hogares de los votantes. Un beso negro mucho más indecente que los que salen en el Pornhub, porque ahí, al menos, no se dilucida el bienestar económico de los espectadores.

Brian Walden fue diputado laborista hasta que descubrió en Margaret Thatcher una heroína de los ricos que le bajaba los impuestos. Deslumbrado por su verborrea libertaria, Brian se cayó del caballo, dimitió de su escaño y abrazó la fe del neoliberalismo para poder comprarse otro Rolls Royce y ampliar la piscina de verano en su mansión cojonuda de las Midlands. Otro hijo de puta, vamos. Otro imbécil de la Tercera Vía. Otro que confundió la meritocracia con las témporas, y al emprendedor con el culo.

Al poco de abandonar su escaño, Walden fue contratado por la London Weekend Television para que entrevistara a sus excolegas políticos en profundidad. No sabemos cómo se comportaba con los demás, pero con Maggie era todo arrobo y colegueo. Maggie soltaba sus peroratas sobre el mensaje demoníaco del socialismo y Walden aplaudía con sus orejas depiladas de lacayo. Un día, sin embargo, allá por 1989, los directivos de la cadena decidieron apretarle las tuercas a esa hija de fruta y obligaron a Walden a que le hiciera un par de preguntas incómodas. No más que eso: una insistencia boba sobre la dimisión de un colaborador. Por mucho que exclame la publicidad, esta mierda rodada por Stephen Frears no es más que un panegírico de esa sociópata deleznable, y no supone para su honor más que un mordisquito en el esfínter.





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El último duelo

🌟🌟🌟🌟


Ben Affleck y Matt Damon han escrito una historia sobre el MeToo pero sin el MeToo, ambientándola en Francia, en el siglo XIV, donde cualquier ordenador hubiera sido confundido con la magia, y cualquier hombre decente -al parecer- con un ángel del Señor, o con un alienígena inconcebible.

Me pregunto, de pronto, qué pensarían los hombres medievales sobre la vida en otros mundos, porque lo que pensaban sobre las mujeres parece bastante claro: un puro concepto ganadero. Mujeres para aparearse, hijas para extender linajes, incubadoras andantes ceñidas con corsés. Apenas vacas erguidas, o bípedas lecheras. Un Afganistán moderno pero sin burkas en los rostros y sin metralletas en los combates. Todo a puro cojón y a pura espada, gritándose a la cara las maldiciones.

Los hombres de la película son todos deleznables y asquerosos, y en eso “El último duelo” no escapa del nuevo anticiclón que nos ilumina. En el mapa de las isóbatas continúan los vientos justicieros, o vengativos, o simplemente pendulares. Ahora toca esto como antes tocaba lo otro: la mujer pérfida y doble, inútil o llorona.  En el mainstream de las plataformas ahora toca que el hombre sea un neandertal sin corazón -pobres neandertales-, un cejijunto sentimental, un castrado de la empatía. Un macho pirulo. Un lerdo. Un amasijo testosterónico que nunca sabe dónde le comienza el pito y dónde le termina la  cabeza. “Un violador en potencia”, y a veces en acto, como dijo aquella secretaria de Estado del no sé qué, pasándose cuatro pueblos y tres veranos en la costa. Ya digo que los winds are changing de cojones, como cantaban los Scorpions.

¿El rey de Francia?: un sádico con pocas luces; ¿el marido de Marguerite?: un gañán que nada sabe de orgasmos clitorianos; ¿el violador?: pues eso, un violador; ¿el padre de Marguerite?: pues eso, un ganadero; ¿el conde-duque de Normandía?: un rijoso nepotista; ¿el representante de la Iglesia?: un imbécil confundido por el latín. No se salva nadie. Al final muere uno, pero merecerían morir todos. Supongo. Un gran auto sacramental de hombres medievales y algo menguados. Dan ganas de renegar y de cortarse la picha. Bueno, tanto no...





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