Robocop

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Hubo quien dijo que “Robocop” era la glorificación del fascismo americano, y que Paul Verhoeven hacía apología de la violencia y la testosterona. En 1987 yo tenía quince años y me lo creí. La película molaba, desde luego, pero el mensaje de sus responsables parecía evidente: la delincuencia callejera tenía que combatirse a tiro limpio, sin demasiadas contemplaciones. Un único aviso de detención y ¡pum!, a tomar por el culo. Si Concepción Arenal dijo aquello de “odia el delito y compadece al delincuente”, allí, en el Departamento de Policía de Detroit, el mensaje era odiar las dos cosas por igual. La única diferencia entre Robocop y Harry el sucio era la armadura de titanio, y el sustento alimenticio: para el primero el potito, y para el segundo la hamburguesa.  

Y estaba, además, la cuestión laboral, que en la película no salía, pero que todos barruntábamos. Con quince años ya sabíamos que la policía no solo combatía la delincuencia -que está muy bien- sino que también reprimía las protestas de los trabajadores -que está muy mal-, y no se nos escapaba que Robocop podía ser un tío muy simpático cuando emasculaba a los violadores, pero también un hijo de perra cuando le enviaban a disparar al parado de la fábrica, o al desahuciado del hogar, que en Detroit tenían que ser muchos y misérrimos. “Madero, es la fuerza policial/ madero, al servicio del capital...”, que cantaban los de Arma X. Y Robocop era el madero por excelencia. El number one. El segurata acorazado de los tipos trajeados.

Hoy he vuelto a ver “Robocop” y he comprendido lo que entonces no comprendí: que Verhoeven -que luego resultó ser un izquierdista infiltrado en Hollywood- estaba haciendo cachondeo de la tontuna americana. La violencia que entonces me deslumbró ya solo es exageración que mueve un poco a la risa. Casi un episodio de “La hora chanante”.... El fascismo que finalmente denunciaba Paul Verhoeven no era la fascinación por el gatillo, sino el régimen empresarial que produce la miseria. La violencia extrema y sociopática que se aplica en los consejos de administración, sin sangres ni balaceras. No inmediatas, al menos.




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Frasier. Temporada 1

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Las mejores comedias de nuestra vida esconden una visión muy turbia de los seres humanos. “Seinfeld”, por ejemplo, delataba lo inmaduros que somos a pesar de los años en el carnet, y de las canas en el body. Bien pensado era una comedia terrible, y por eso nos reíamos tanto con un temblor de culpabilidad. “Cheers” enmascaraba con sonrisas que allí todo el mundo era alcohólico o estaba en vías de serlo. “Veep” y “Vota Juan” nos recordaron que los políticos no pintan nada y que además suelen ser unos imbéciles de tomo y lomo. “The Office” era la crónica de unos imbéciles atrapados en la oficina y de un listo que los observaba: un decorado universal. “Matrimonio con hijos” sacaba sonrisas brillantes de un estercolero donde se pudría la sagrada institución... Que cada uno vaya añadiendo sus series favoritas.

“Frasier” es el recordatorio descojonante de que estamos todos locos. Y por locos quiero decir neuróticos, maniáticos, desnortados... Y también locos de verdad, claro, de manicomio, o diagnosticados sin internar, o que viven entre nosotros silbando con disimulo aunque lleven un embudo sobre la cabeza. El mensaje sustancial de “Frasier” es que para curarte no puedes ni confiar en los loqueros, porque puede que estén mucho peor que tú. Aquí nadie se salva. Psiquiatra el último... Tú llamas a la consulta radiofónica del doctor Frasier, o acudes a la consulta presencial del doctor Niles, y puede que sean ellos los que demanden de ti un consejo y una terapia, aunque luego te cobren un pastizal por la sesión. Ellos visten trajes muy caros, y beben vinos muy exclusivos, y no pueden ser demasiado generosos con la clientela.

¿El padre? Un bonachón que bebe demasiada cerveza delante de la tele ¿Dafne? Una mujer bellísima que se derrite con un simple beso entre los omoplatos. pero que tiene, ay, una pedrada muy poco recomendable ¿Roz? Una mujer encantadora que pierde el oremus persiguiendo los pantalones menos recomendables de la ciudad. Y así todo...

Solo nos queda Eddie, el perrete, como único garante de la estabilidad emocional.





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Con faldas y a lo loco

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-    Cariño, he de ser sincero contigo. Tú y yo no podemos casarnos.

-    ¿Por qué no?

-    Pues, primero porque no soy rubio natural. Vamos, es que ni soy rubio, como puedes comprobar. Y jamás me teñiría de rubio si me lo pidieras.

-    No me importa.

-    Y no fumo. ¡No fumo nada! Aunque me gustaría, ¿sabes?, porque cuando me pongo nervioso, en lugar de meter un pitillo en la boca y entretenerla, digo cosas de las que al final siempre me arrepiento. Los fumadores son más elegantes por eso, porque se callan mientras fuman.

-    Me es igual.

-    ¡Tengo un horrible pasado! Como todo el mundo. No con una saxofonista, pero casi.

-    Te lo perdono.

-    Nunca podré tener hijos. Más hijos, quiero decir. Y aunque pudiera, ya no sería su padre, sino su abuelo.

-    Los adoptaremos.

-    No me comprendes, cariño. No soy un hombre. Soy un medio hombre que llora con las películas, que se emociona con los violines, que no tiene carnet de conducir. Que no sabe nada de mecánica y no podría arreglarte ni un enchufe miserable. Que no tiene aspiraciones de gourmet ni habilidades de cocinero. Que se pasa la vida viendo fútbol, y leyendo y escribiendo, y soñando pájaros. Un perfecto inútil.

-    Bueno, nadie es perfecto.





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Un héroe

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Da la casualidad de que he visto “CODA” el martes, y “Un héroe” el miércoles, y así, tan consecutivas las dos, y tan contradictorias, me parece haber hecho un viaje relámpago entre dos planetas muy diferentes. Dos planetas habitados por la misma raza humana que sobrevive y que se desvela, pero que en verdad se parecen como un huevo a una castaña. Como un sueño a una realidad.

El de CODA tiene forma de melocotón y lo cubren nubes de algodón. Allí todo es posible y nadie es malo de corazón. Hay riñas, morritos, putaditas inocentes... La vida es un tránsito suave y feliz hacia la muerte. Los malos, de haberlos, son tipos desdentados, y fulanas reteñidas, tan evidentes como mentecatos, y mentecatas. El de Farhadi, en cambio, es un planeta ruidoso, contaminado, con las montañas peladas al fondo del paisaje. Como en la ciudad de Teherán en la Tierra primordial. En este planeta más feo las cosas se parecen mucho a las cosas de nuestro planeta: las personas son retorcidas, egoístas, insidiosas. Pero no por maldad, sino porque van a la suyo. La vida es un conflicto de intereses, y una escala de grises en el cielo. En el planeta de CODA, por el contrario, siempre luce el sol, y las nubes piden perdón cuando lo tapan un poquitín.

En el planeta de Farhadi los sueños siempre se quedan a medio camino, y el amor casi siempre se jode al abordarlo. Cuando no es un enredo, es un malentendido, o un engaño. O una mala suerte inconcebible. Y la gente, además, no suele ser honrada. Eso es un lujo que está al alcance de muy pocos. Los sordomudos de CODA están hechos de mazapán, y de mazapán integral, además, que es mejor para la salud. Producen estupor... En cambio, los iraníes de “Un héroe” son como usted y como yo: tienen que defender lo suyo, y cuando la vida se tuerce, la retuercen para enderezarla, y continuar.

Lo que sucede es que a veces, en el intento, la doblamos un poco de más y la partimos. Y nos partimos. Y se jode todo, o hay que esperar otra eternidad a que se arregle. Y así, en deshacer entuertos, y en remendar desgracias, se nos va el tiempo de la alegría.




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CODA

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A veces, la academia de Hollywood premia películas incomprensibles que luego con los años se descubren muy válidas, y nosotros, que no estábamos muy de acuerdo, tenemos que rectificar con un gruñido. Es como si esas películas se adelantaran a su tiempo y sólo ellos, los académicos, pudieran vislumbrar el futuro de nuestros gustos. Ahora mismo no me viene ninguna a la meninge, pero sé que existen porque este tema ya salió en una tertulia de los bares. Y además ahora tengo sueño, o jaqueca, en la resaca de la noche.

“CODA”, desde luego, no va a ser una de estas revelaciones tardías. Apostaría una yema completa de mi afamada vitalidad...  Como no lo fueron, tampoco, “Green Book”, o “Moonlight”, o “Doce años de esclavitud”. Ni “Gente corriente”, ni “Chicago”, ni “La forma del agua”... Películas todas que la historia devoró. Que el recuerdo metió en una caja del desván. Películas que ahora valen un euro y medio en los expositores de segunda mano. Películas que en su día vimos, digerimos y luego pasamos a otra cosa buscando emociones más fuertes. Aves de paso. Ni siquiera amores de fin de semana, pues ni amores llegaron a ser.

CODA no es que sea mala ni buena. Es que es... una nadería. Es una TV movie de Apple como podría ser una TV movie de Antena 3. Es inocente y boba. Bienintencionada y aburrida. No tiene chicha ni limoná. Es blanca como la nieve de las alturas. No hay grises, no hay laberintos, no hay nada retorcido. Y la vida, ya lo sabemos, siempre es retorcida... CODA es escapismo, pero escapismo tonto. CODA es en esencia un episodio doble de “Glee”, aquella serie de la chavalada que bailaba. Está el profesor hueso, y el amor de instituto, y la familia a contracorriente. No falta nada. Dios mío: CODA es tan previsible, tan anticipable... Tan ñoña. Tan bonita e inocua. Tan peligrosa, también, con su mensaje del you can get if you want...

 Ayer comentábamos en el café que la podíamos haber escrito cualquiera de nosotros, echando a volar la imaginación sobre un cuadernillo de notas. Luego supimos que CODA misma es el remake de una película francesa. Pues fíjate...




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La hija oscura

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Después de mucho revolver en las carpetas del disco duro, al final nos pusimos a ver “La hija oscura”. Pero un poco a oscuras también: a oscuras de habitación, ya de anochecida, y a oscuras de conocimientos, con pocos datos sobre el material. Solo que salía Olivia Colman y que había estado nominada al Oscar por su trabajo. Y suficiente, en verdad, más que suficiente, porque cuando Olivia se pone ella es superlativa y llena la pantalla con un algo de catedrática.

“Va, venga, la de Olivia Colman...”, acordamos en la última ronda de negociaciones, y al principio nos las prometíamos muy felices porque ella salía todo el rato, de vacaciones en un hotel junto al mar. Olivia paseaba, tanteaba el terreno, observaba atentamente a los niños, y nosotros, en los silencios, aprovechábamos para alabarla: qué bien estaba Olivia Colman en aquella película, la de la reina, y en aquella otra, la del Alzheimer. Qué actriz, qué portento, qué presencia...

Pero la película, al menos en su inicio, es eso, oscura. Como la hija del título. Olivia es una mujer enajenada que tiene comportamientos raros y... oscuros. Van veinte minutos de película y Olivia ya está harta de sus vacaciones: no la dejan leer, no la dejan escribir, no la dejan disfrutar del silencio. Es como en las vacaciones de los proletarios, aunque ella vaya de finolis. Pero no van por ahí los tiros de su tristeza. Lo de Olivia es como un trauma que se le quedó. En los flashbacks que la asaltan suponemos que sale ella de joven, incómoda con una maternidad que la supera, o que la desborda, algo así. Los recuerdos son extraños, y el presente muy turbio. Es todo confuso y raro. Y en el reloj del ordenador acababan de darnos la una de la madrugada...

A esas alturas aún no sabíamos si Olivia tenía uno de esos días o si padecía una enfermedad diagnosticada en el DSM V. Pero ya nos daba igual. Yo, por mi parte, me quedé pajarito, piando a T. mi estupor. Muy bajito.





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Delicias turcas

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¿Y esta era la tan afamada “Delicias turcas”? Pues bueno... Yo vivía muy bien en su desconocimiento, tengo que decir. Pero el cinéfilo, ay, se debe a su cinefilia. Le mata el sentido del deber, y la curiosidad, que también mata a los gatos. Yo ya me olía que esto era una majadería, como dice Carlos Boyero en la radio, pero me vi inmerso en un ciclo de Paul Verhoeven, y entre una película de las antes, y una película de las de ahora, al final fue más fuerte la tentación que el recelo. Me autoconvencí de que mi autoconvencimiento quizá estaba equivocado con “Delicias turcas”. Y me estrellé, claro. Pero es que así me paso la vida: autoconvenciéndome de probar cosas que no me convienen. C’est la vie. Y también la hostia que viene después.

Con las “Delicias holandesas” ya no pienso caer en la tentación. Pero es que en el caso de “Delicias turcas” no seduce ni el cebo del porno, vamos. El softporn, mejor dicho, aunque todo sea como muy sucio y truculento. Provocador a lo muy ácrata de los años 70. Pero nada: una tontería, háganme caso Una broma de adolescentes. Caca y culo, pedo y pis. La portada de cualquier web porno, accesible a cualquier persona con un solo golpe de clic, ya enseña más material del que enseñan Rutger Hauer y su señora. Yo entiendo que en 1973 la cosa estaba jodida, jodida de verdad, y que la contemplación de dos cuerpos desnudos, ejercitando el placer de los bonobos, tenía que poner muy erecto al personal. Y muy turbadas a las beatas, y a los beatos. Solo por eso, quizá, habría que disculpar al señor Verhoeven en sus intenciones. Pero su película se ha quedado viejuna e irrisoria. Ridícula. Y de un machirulo que espanta. Está... mal hecha. No tiene ni pies ni cabeza. Ni apenas genitales, ya digo. Unas ganas de molestar, nada más.

Al final ella muere. Lo digo para librarles de la tentación. El otro día, en la tertulia de la radio, destriparon CODA por entero para que nadie la viera, de lo mala que la ponían. Yo aún no la he visto, así que no sé. Pero como táctica pero me parece cojonuda cuando se hace una obra de caridad.



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La casa Gucci

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El imperio de la moda está construido sobre la plusvalía del trabajo o sobre la tontería del trabajador. Quiero decir que los productos Gucci -pongamos por caso- son el gasto lujoso de quien ha sustraído dinero a los proletarios, o de quien, siendo él mismo proletario, quiere disimular su condición o superarla. En cualquier caso, un asunto de clasismo. Simbología y humo. Guerra de clases. Trascendida una cierta calidad en los tejidos o en los materiales, ya solo se paga la tontería, el ego, el estatus. Palabrejas. Yo valgo más que tú, y usted no sabe con quién está hablando... Esas cosas. Vanidad.

Yo vivo en el otro extremo de la moda que son los pasillos de la marca Tex, en el Carrefour. Tan lejos de Gucci como del cielo prometido. En el Carrefour encuentro lo que necesito para vestir dignamente y no me sonrojo. Así luego me sobra para entrar un ratito en la librería. El problema es cuando quiero ponerme guapo -tan guapo como doy de mí, claro- y necesito trascender las camisas Tex sin tener que llegar a las camisas de Tom Ford. Un dilema. Una tierra de nadie extensísima y llena de incertidumbres. Esos pasillos ignotos del centro comercial, abarrotados de tiendas con ropa.

Y luego está la película de Ridley Scott, que es a lo que veníamos, y que no habla realmente del mundo de la moda -que menos mal- sino del ascenso y caída de Patrizia Reggiani, que es de esas mujeres que antes salían mucho en las películas, y en la vida real, pero ahora ya no. Leo que “La casa Gucci” -además de las críticas que se merece por ser algo lenta y un poco tontaina- ha recibido algún varapalo porque dicen que se demoniza una vez más al personaje femenino. Y sí, es verdad: Patrizia Reggiani -luego ya Gucci- es una trepa que utiliza sus encantos para seducir al más rico de la fiesta y luego manipularle a su antojo. Haberlas haylas, desde luego. Y las hubo. Y las habrá. Pero un retrato particular no tiene por qué ser un retrato genérico. En esta película, además, nadie sale bien parado.





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