El gabinete de curiosidades: La autopsia

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Yo tuve una vez relaciones psicosexuales con una mujer que creía en la existencia de los reptilianos. Los reptilianos son esos extraterrestres del planeta Lagartija que vienen a la Tierra de vez en cuando, se fabrican una piel sintética -o alquilan una piel natural- y echan a caminar por nuestro planeta dando el pego a los enamorados tontos y a los votantes de las democracias.

Ella, mi examante, traspasada por el rayo de la nostalgia, y también un poco por el rayo de la chotadura, me aseguraba que una vez se había acostado con un reptiliano en la capital del reino, en Madrid, que es donde suceden las cosas más extrañas y noticiables. Según ella fue una experiencia aterradora, pero solo al final, cuando tras el orgasmo intergaláctico descubrió en los ojos del maromo un brillo de sangre fría y muy poco sentimental. "Tuvo que ser la hostia el polvo aquel...", le decía yo siguiéndole la corriente. Pero ella -quién sabe si ella misma una reptiliana, a tenor de todo lo que vino después- callaba como guardándose un gran secreto erótico que recorre los mentideros de la galaxia.

Madrid -según asegura esa sociópata de Isabel Díaz Ayuso (¿otra reptiliana?)- es un paraíso emocional donde es casi imposible volver a cruzarte con tu ex pareja. Pero también es– y eso no lo dijo en aquel mitin de su partido- el lugar más propicio para tener encuentros indeseados con los extraterrestres. Qué iba a pintar un reptiliano, o un bichejo como este que aparece en “La autopsia”, en un sitio tan apartado como La Pedanía, a no ser que la nave espacial se averiara justo al sobrevolar estos parajes torcidos de Dios. Sería todo un espectáculo, ver a mis vecinos arracimados ante el OVNI escacharrado discutiendo si la culpa es del carburador o de la junta de la trócola, mientras el extraterrestre se escabulle entre las viñas esperando su oportunidad a la caída de la noche...


                                  


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The last movie stars

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El contraste de estos documentales con la vida real es casi espeluznante. La vida real está llena de gente fea, sin trascendencia, sin apenas pedigrí. Yo me incluyo, por supuesto. La vida real casi nunca es rubia y con ojos azules. Y cuando lo es, suele terminar en un espejismo o en una estafa: una apariencia angelical que escondía a un gilipollas o a una caprichosa. Yo, al menos, veo una mujer como Joanne Woodward y aunque puedo pensar que es muy bella me cambio de acera. O veo a un fulano con aires de Paul Newman y pienso que está a punto de venderme algo, o de chulearse con algo que lleva puesto o que compró. 

Salvo honrosas excepciones, los Newman Rodríguez o los Woodward García suelen ser fraudulentos o hacérselo con un bote del Carrefour. Para más inri, suelen pertenecer a la alta sociedad de los pijos, de la realeza, de la casta económica dominante. Los rubios de barrio -como mi hijo, al que su abuela sigue llamando Paul Newman porque es su abuela- ya tienen otro brillo en el pelo y otro fulgor en la mirada: en ellos todo es más mate y tristón.

Quiero decir que a este lado del océano no existen parejas tan ideales como Paul Newman y Joanne Woodward. Tan físicamente, moralmente y diplomáticamente envidiables, como diría Chiquito de la Calzada. Qué gran película, por cierto, hubiera sido una que juntara a nuestro Chiquito con estos dos anglosajones de la pradera: “Tenéis los ojos más claros que la sopa de mi mujer”... Es verdad que Paul Newman tenía arrebatos de alcoholismo y que Joanne Woodward parecía un tanto arpía para los suyos. Pero joder: son minucias en este sistema binario de dos estrellas que danzaron una alrededor de la otra hasta la extinción de la primera y el apagamiento de la segunda. 

Por lo demás, Newman y Woodward eran un dechado de virtudes: filantrópicos, majetes, listos, con sentido del humor. Tan buenos artistas como padres preocupados. Activos, incansables, sagaces para los negocios. De izquierdas, incluso, aunque de izquierda americana, claro, que es como aquí ser votante del PP. Pero bueno: se agradece. No sé... Son tan admirables que hasta dan un poco de grima. 





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El gabinete de curiosidades: Ratas de cementerio

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Yo sí creo, aunque vagamente, en la resurrección de la carne. Pero no la que explican los curas católicos, que es como una versión bíblica del “Thriller” de Michael Jackson: según él Apocalipsis, cuatro ángeles tocarán la canción con sus trompetas, Jesús descenderá sobre la Tierra envuelto en un halo de luz y los muertos saldrán bailando de sus tumbas a recibirle, procurando, eso sí, no menear demasiado el esqueleto por si se pierde algún hueso por el camino. Jesús hace milagros, pero quizá necesite todas las piezas para recomponer el rompecabezas. (Por cierto: ¿dirá unas palabras evangélicas y la carne retornará de la nada a envolver nuestra estructura? ¿Tendrá que tocarnos uno por uno, como en el sacramento del bautismo, o será una bendición urbi et orbi como las que hace el Papa desde el balcón?)

Da igual... No creo en esos cuentos infantiles que nos contaban en catequesis. Yo solo creo en la resurrección de la carne que podrían practicar unos extraterrestres del futuro. Como aquellos que llegaban a nuestro planeta al final de “Inteligencia Artificial”. Solo en ellos deposito mi escasa fe: llegan con sus platillos volantes, despliegan su equipamiento científico y nos reconstruyen uno a uno rastreando las briznas de ADN. Supongo que nos resucitarán desde el principio, empezando de nuevo como bebés en sus probetas. Pero qué son unos pocos años de crecimiento en comparación con la eternidad que supone esperar en el limbo. Nada.

Ellos, los extraterrestres de Steven Spielberg, son la única razón que explica que yo todavía no me haya decantado al 100% por la incineración. Puede que tengan una tecnología de la hostia, indistinguible de la magia, ¿pero serán capaces de reconstruirme a partir de unas cenizas que a saber dónde andarán cuando ellos aterricen? No sé si es más creíble esto o lo de Jesucristo. Soy un mar de dudas. Puede que ellos mismos sean el Mesías anunciado en los evangelios, pero profetizados de una manera muy rara y particular. Enterrarse te da una pequeña oportunidad de resurrección, pero si lo piensas bien -y más después de ver “Ratas de cementerio”- no deja de ser un asco de decisión.





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Bullet Train

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Mañana mismo regresaré a La Pedanía en una carraca que nada tiene que ver con este Tren Bala de los japoneses. Esto que transcurre por los villorrios leoneses es el “Snail Train”, más que el “Bullet Train”.

Será la casualidad, pero justo antes de poner la película en el ordenador, en el penúltimo día de vacaciones, compré en la app de RENFE el billete que habrá de devolverme a la madriguera. Un tren regional, sí, pero un regional exprés, ojo. Quiere decir que no para en todos los pueblos que se extienden entre León y La Pedanía, que son unos cuantos. Solo en unos pocos escogidos, con un mínimo de población que justifique la demora. O así era antes, al menos, porque en el viaje de ida también se suponía que íbamos en un exprés y al final paramos hasta en los descampados, a ver si se subía alguna vaca despistada. Me da que esto de “exprés” ya se ha quedado como un truco publicitario; como una coletilla que quiere dar caché a lo que ya es, a todas luces, un tren pre-jubilado, que se ha resignado a recoger a todos los pueblerinos de la provincia. Total, qué más da: una vez disipado el sueño de la Alta Velocidad, ya da lo mismo tardar dos horas que dos horas y media, y además, con tu billete, como cuando compras el cupón de la ONCE, contribuyes a una obra social.

El Bullet Train que une Madrid con Galicia estuvo a punto de pasar por La Pedanía. Parecía casi hecho, decían los políticos muy orondos, pero al final, entre las dificultades orográficas y la presiones de no sé quién, el Tren A Toda Hostia (TATH) enfiló por tierras zamoranas, al sur de la cordillera. Fue un planchazo ferroviario. Desde entonces cunde el desánimo y todo está manga por hombro. Los trenes traquetean mucho, o se averían, o viajan sin revisor. Es un poco desmadre. Pero siguiendo las enseñanzas de Brad Pitt en “Bullet Train”,  puede que sea mejor así: en estos trenes regionales, aunque sean exprés, jamás viajarían estos asesinos de la peli para montar un movidón. Mañana tardaré horas en llegar a La Pedanía, pero iré leyendo tranquilamente, o viendo alguna que otra película, mientras Eddie duerme su sueñecito en el transportín. 





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El gabinete de curiosidades: El trastero 36

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El día que yo la palme dejaré muy escasas pertenencias. Lo que más abultará será el sofá del salón, que es mío propio y no de alquiler. Y las estanterías del Ikea, que me imagino que alguien aprovechará si no terminan muy combadas. El resto cabe exactamente en 25 cajas de tamaño supermercado. De esas donde te traen la compra cuando andas enfermo o depresivo. Las tengo contadas. Son las que utilicé la última vez que me mudé, hará cosa de cuatro años. Unas pocas con ropa, dos o tres con enseres, una medio vacía con los recuerdos y el resto todo libros y películas. Los detritus del intelectual provinciano.

Y las cositas de Eddie, claro, si me sobreviviera: su canasto, y su transportín, y las mantitas donde duerme. Los dos cuencos y su pelotita de goma.

Mi legado material cabrá en una habitación de piso cutre y todavía sobrará espacio para moverse. Todo lo demás me lo llevaré a la tumba o al incinerador: serán los miles de recuerdos que conservaré si tengo mucha suerte y no me pilla la demencia. Marie Kondo estaría muy orgullosa de este minimalismo mío post mortuorio. Mis herederos no tendrán mucho que gestionar: las películas ya serán inservibles en la Era Digital 3.0 e irán directamente al reciclaje; y los libros terminarán en la Biblioteca Municipal de La Pedanía, donde nadie los leerá. Pero no me lamento. A mí plim, después de muerto. Como si quieren hacer una fogata con ellos para asar encima las castañas.

Quiero decir que ningún heredero mío, ninguna esposa, ninguna amante, alquilará un guardamuebles mientras piensa en qué hacer con mis cosas. Todo lo mío se decidirá en un santiamén, mientras se resuelve la finalización de mi alquiler. Guillermo del Toro no podría haber imaginado este cuento de terror. No hay material que dé para nada esotérico ni misterioso. Solo guardo un libro sobre fantasmas “reales” que me acompaña desde la adolescencia. Ya no creo en ellos, pero le tengo mucho cariño. Me recuerda que en otro tiempo yo sí creía -a mi modo- en estas cosas de los espíritus.





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Ummo: La España alienígena

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Manuel Vicent explicaba en unos de sus cuentos que la Virgen de Fátima no era la madre de Jesús, sino una pelirroja irlandesa a la que los pastorcillos confundieron con un ser celestial. Más o menos como le pasó a John Wayne en “El hombre tranquilo”... 

La pelirroja, subida en el árbol, les dio los buenos días en inglés, pero los pastorcillos portugueses confundieron su saludo con el lenguaje de los ángeles; y entre la blancura de su piel y el resplandor de sus cabellos, tan de virgen de las pinturas religiosas, no tuvieron más remedio que postrarse de rodillas y expandir el bulo de una aparición.

Algo parecido pensaron los españolitos de 1966 cuando descubrieron a las suecas que llegaban a nuestras playas: que siendo tan rubias y tan exóticas no podían pertenecer a ninguna rama de los humanos. Entre que hablaban un idioma bárbaro y que vestían bikinis prohibidos por el Catecismo, muchos pensaron que ellas no bajaban de los vuelos de Iberia, sino de verdaderos OVNIs que aterrizaban en los descampados. Solo era cuestión de tiempo que un tipo muy listo y con muchas ganas de juerga -el tal José Luis Jordán- aprovechara ese clima de credulidad para inventarse un planeta llamado Ummo cuyos habitantes -también rubios y altísimos, como nazis escapados de Nuremberg- nos visitaban regularmente para establecer la concordia intergaláctica.

El mismo Jordán aseguraba que una noche vio un platillo aterrizando en el extrarradio de Madrid para luego volatilizarse desafiando las leyes de la física. Con ese avistamiento fundacional empezó la Gran Broma de los ummitas, que José Luis Jordán mantuvo durante años en los programas de la tele y en las revistas del más allá, conteniendo la carcajada cada vez que se explicaba ante Jiménez del Oso o ante José María Íñigo, que eran las TV stars de su momento. En las imágenes de archivo, tomando notas para vivir profesionalmente del cuento, siempre se ve a J. J. Benítez haciendo de invitado experto en ufología. Cuando años después el mismo José Luis Jordán dio por terminada la broma, J. J. Benítez cogió el relevo del cachondeo para seguir vendiendo libros y costeando sus viajes por el mundo gracias a los crédulos del asunto. 





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Los perdonados

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“Todo debe ser enfrentado”, repiten varias veces los bereberes de la película. Se refieren a que ningún pecado finalmente queda castigado. Es cierto -reconocen- que a veces transcurre mucho tiempo entre el acto y la condena. Pero eso es porque Dios, o Yahvé, o Alá -los tres dioses justicieros- también sufren las trabas de la burocracia aunque sean omnipotentes. 

Hay pecadores de la pradera -en este caso pecadores del desierto- que se creen libres del rayo solo porque su expediente quedó temporalmente traspapelado. No saben que los ángeles que trabajan en el Ministerio de Justicia también enredan los papeles, y cogen bajas laborales, y dejan cosas a medio hacer para ir a tomarse el cafelito. 

Pero a la larga, porque aquello no deja de ser el Cielo, nada escapa al  escrutinio de los dioses ni a su justo dictaminar.

Esto es lo que dicen los bereberes de “Los perdonados”, claro, pero yo no comparto su opinión. También lo repiten mucho los católicos de mi ecosistema, que se consuelan con estas moralejas sacadas de los cuentos infantiles. Hasta los budistas que se entregan al yoga o al mindfulness se siguen acogiendo a la justicia metafísica que ellos llaman el karma, a la que se confían para encontrar una justicia futura en las injusticias del presente. “Ya te llegará el karma, ya...”, te dicen confiando en un revés de la fortuna o un  tiesto caído desde un balcón. 

Pero todo esto, insisto, son paparruchas de la moral. Ya lo dijo el tío Friedrich antes de abrazar al caballo fustigado y volverse loco sin retorno. El tío Friedrich, de haber visto “Los perdonados”, también la hubiera seguido con interés porque el suspense se mantiene, y el desierto nos abduce. Y porque Jessica Chastain es una mujer tan hermosa que cuando muera subirá al Cielo directamente, sin pasar por el despacho de San Pedro, como una cliente VIP de una aerolínea de postín. 

Pero vamos, que la parte moral del asunto a mi tío de Alemania, le hubiera dado la risa, y la hubiera criticado como la critico yo, solo que con mejores palabras, filosofando con el martillo. Bueno era el tío Friedrich cuando le tocaban, precisamente, la moral.





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El acusado

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En Francia, cuando terminan de ver “El acusado”, los espectadores se lanzan a debatir el fondo de la cuestión. En España no. Primero porque aquí el cine francés apenas existe en las carteleras y en las plataformas digitales, y casi nadie ha visto la película. Y segundo porque en España este debate ya nadie se atreve a plantearlo. En público supone el linchamiento inmediato, y en privado, tres cuartos de lo mismo. Pero bueno: aunque sea con mucho tiento, voy a meterme en el berenjenal. Para empezar, ni siquiera debería decir berenjenal, porque la berenjena se parece demasiado a un falo, como atestigua el emoticono de WhatsApp, y la berenjena, por tanto, ya es falocéntrica, patriarcado de toda la vida.

No hace mucho, una de las pretorianas de Irene Montero afirmó que todos los hombres somos unos violadores en potencia. Lo que siendo estrictamente verdad -pues en “potencia” casi se puede ser cualquier cosa- no deja de ser una maldad lacerante. Una misandria elevada al cubo. Ese es el nivel de debate en ciertos sectores del partido al que yo mismo voto. O votaba, que ya no sé. Como para ver “El acusado” y salir a conversar alegremente por ahí, incluso declarándome simpatizante del rojerío bolivariano.

Me quedé de piedra cuando leí aquella declaraicón. De pronto quedaba inaugurado un tiempo sin matices en el que todos los hombres éramos unos violadores a merced de un arrebato. De los violadores de la Manada, por poner un ejemplo, ya no nos separaba un absoluto moral. Los mismos que seguíamos el caso por la tele y pedíamos que les condenaran a la castración -o a algo parecido- de pronto nos tapábamos las partes por si se resbalaba el hacha del verdugo. Los hombres ya éramos de nuevo culpables de nacimiento, pecadores originales, como si nos hubieran revertido el sacramento del bautismo.

“Yo sí te creo”, rezan las pancartas más entusiastas. Pues mira: según. La mayoría de las veces puede que sí. Pero conozco varias historias -reales, cercanas, dolorosas- en las que no había que creer a la denunciante. O no del todo. En la peli, por ejemplo, yo creo a Mila; pero también le creo a él. Nos pasa, supongo, a la mayoría silenciosa.





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