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El día que yo la palme
dejaré muy escasas pertenencias. Lo que más abultará será el sofá
del salón, que es mío propio y no de alquiler. Y las estanterías del Ikea, que me
imagino que alguien aprovechará si no terminan muy combadas. El resto cabe
exactamente en 25 cajas de tamaño supermercado. De esas donde te traen la compra
cuando andas enfermo o depresivo. Las tengo contadas.
Son las que utilicé la última vez que me mudé, hará cosa de cuatro años. Unas
pocas con ropa, dos o tres con enseres, una medio vacía con los recuerdos y el
resto todo libros y películas. Los detritus del intelectual provinciano.
Y las cositas de Eddie, claro,
si me sobreviviera: su canasto, y su transportín, y las mantitas donde duerme.
Los dos cuencos y su pelotita de goma.
Mi legado material cabrá
en una habitación de piso cutre y todavía sobrará espacio para moverse. Todo lo
demás me lo llevaré a la tumba o al incinerador: serán los miles de recuerdos que conservaré si
tengo mucha suerte y no me pilla la demencia. Marie Kondo estaría muy orgullosa
de este minimalismo mío post mortuorio. Mis herederos no tendrán mucho que
gestionar: las películas ya serán inservibles en la Era Digital 3.0 e irán directamente
al reciclaje; y los libros terminarán en la Biblioteca Municipal de La Pedanía,
donde nadie los leerá. Pero no me lamento. A mí plim, después de muerto. Como
si quieren hacer una fogata con ellos para asar encima las castañas.
Quiero decir que ningún
heredero mío, ninguna esposa, ninguna amante, alquilará un guardamuebles mientras piensa en qué hacer con mis
cosas. Todo lo mío se decidirá en un santiamén, mientras se resuelve la
finalización de mi alquiler. Guillermo del Toro no podría haber
imaginado este cuento de terror. No hay material que dé para nada esotérico ni
misterioso. Solo guardo un libro sobre fantasmas “reales” que me acompaña desde
la adolescencia. Ya no creo en ellos, pero le tengo mucho cariño. Me recuerda
que en otro tiempo yo sí creía -a mi modo- en estas cosas de los espíritus.
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