En bandeja de plata
Monster's Ball
🌟🌟🌟
Yo no soy un cerdo como los demás, que recuerdan los polvos pero no las tramas que sostenían las películas. Yo pongo los cinco sentidos cuando la película es medianamente interesante, y el sexto, que es la vara de zahorí, no acapara los recuerdos aunque sea un ente voraz e indomable.
A los otros cerdícolas les preguntas, por ejemplo, de qué iba “La vida de Adèle” o “Huevos de oro” y no sabrían qué responderte. Solo recuerdan el lote que se pegaba la susodicha con Léa Seydoux, o el doble lote que se marcaba Javier Bardem con las dos mujeres de su vida. Yo, sin embargo, podría recitar aquellas tramas ante un tribunal inquisidor para justificar que mi erección también era fruto de la cinefilia, y no solamente un efecto volcánico de la escena.
Quiero decir que yo, cuando me empalmo viendo una buena película, es más por amor al arte que por exigencias del guion.
Sin embargo, para rebaja de mi autoestima, y para alegría de Max, que es mi antropoide interior y que mantiene conmigo una dura pugna por el mando, tengo que reconocer que de “Monster’s Ball” solo recordaba el polvo entre Billy Bob y Halle Berry. Dos actores que en aquel lejano 2001 -no el de la odisea del espacio, sino el pedestre y ramplón que a todos nos defraudó- eran los perejiles de todas las salsas. No había película que no contara con alguno de estos dos pecadores de la pradera, y ahora ya ves, andan desaparecidos, o muy mayorones para según qué papeles. O enredados en la enésima serie de TV que producen las plataformas como ristras de chorizos. A saber...
Me molestó mucho no recordar nada más que aquel polvazo -que luego en realidad fueron dos- cuando descubrí “Monster`s Ball” en la parrilla de películas viejunas del Movistar +. Así que la grabé, y me puse a verla, y fui descubriendo para mi tristeza que no era capaz de anticipar ninguna escena al hilo de la anterior. El apagón de mi memoria era total y preocupante. ¿Él se quedaba finalmente con la chica...? Cuestión baladí cuando lo trágico era comprobar que yo también caigo en estas desmemorias de pornógrafo. Un cerdícola sin pedigrí.
The Mandalorian. Temporada 3
🌟🌟🌟🌟
Eddie y yo somos el Grogu y el Mando de La Pedanía. Yo soy grandote, y ancho de espadas, y también muy parco en palabras, mientras que Eddie es pequeñín, con las orejas también retráctiles y puntiagudas, y se deshace en cariños con todo el mundo que le saluda.
Aunque Eddie vaya con su correa y no subido en un medio huevo, yo creo que nos
parecemos mucho a los héroes de Star Wars cuando paseamos por la calle. De todos modos, aquí nadie sabe de la existencia del mandaloriano ni de su mascota. Ni
siquiera saben que existe una galaxia lejana donde estas aventuras trepidantes sucedieron
hace la hostia de años. Es posible que el camino de Santiago -que pasa por aquí- no tenga nada
que ver con el Camino de Mandalore.
Eddie, mi pequeñín, no
es tan listo como Grogu o como el maestro Yoda, que según la Star Wars Wiki -qué
haría yo sin ella- pertenecen a una “especie tridáctil desconocida”, pero muy
sintonizada con los derroteros de la Fuerza. Eddie es un perrete mestizo, proveniente
de mil leches, que no recorre los caminos de la Fuerza sino los senderos que
discurren entre viñedos y cerezos, donde él sigue los rastros y deja su
impronta orgánica sin rastro de midiclorianos. La Fuerza, además, aunque él hubiera
nacido con esos bichitos prodigiosos, no llega a estos pagos de La Pedanía,
como no llega tampoco la fibra óptica porque tres garrulos con boina se oponen
a que los cables pasen por sus fachadas. Puede que ese mismo rabo de la boina
sea el que altere el espacio electromagnético para que la Fuerza salga rebotada
e ilumine otras poblaciones aledañas.
Yo, por mi parte, solo llevo el casco cuando pedaleo con la bicicleta, y camino por ahí sin una armadura de Beskar que me proteja. Para aislarme de la atmósfera inclemente llevo ropas muy modestas, de andar por casa, compradas en las rebajas del Carrefour. Una vez tuve una novia que me vistió de arriba abajo -no en el Bershka, sino en el Springfield de al lado- porque decía que yo era pintón y no sé qué, y que así estaba más guapo, incluso más mandaloriano, cuando venía a visitarme.
Mantícora
🌟🌟🌟
De pequeños nos explicaron que se podía pecar de pensamiento, palabra, obra u omisión. Pecar de palabra, por ejemplo, era mentir o cagarse en Dios; pecar de obra era hacerse pajas o sisar cinco pesetas del monedero; pecar de omisión era no impedir que alguien cometiera precisamente un pecado; y pecar de pensamiento era mantener encendida la bombilla de los malos deseos, que en realidad ni se encendía ni se apagaba porque carecía de interruptor. Salvo en las almas muy puras y en los hipócritas consumados, el pecado mental es un runrún que nos acompaña desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Y a veces, incluso, continua dando po’l culo en los sueños, adoptando disfraces que el abuelo Sigmund fue el primero en denunciar.
Yo, por supuesto, peco mucho en cualquiera de las cuatro categorías. La lista sería muy larga, extensa de cojones, pero también es verdad que sería muy poco original: no tengo -creo- ninguna perversión inconfesable, ningún proyecto psicopático. Mis deseos sexuales viven dentro de la legalidad vigente y carezco del poder de hacer reales mis fantasías más vengativas. Aunque soy un bolchevique irredento, soy un pecador corriente y moliente, de segunda o tercera división. Un pecador de la pradera, que decía Chiquito de la Calzada.
Lo más inconfesable que se me ocurre es que cuando un hijoputa pasa con la moto por delante de mi casa, a escape suelto y sin respetar el límite de velocidad, deseo que se estrelle contra el poste más cercano y le pasen cosas muy serias en el organismo. Quién tuviera, ay, el superpoder de la telequinesia en la punta de la frente... Pero nada más. Hasta ahí llega mi pecado cognitivo más mortal y condenable. Nada que ver con la podredumbre de este cejijunto que protagoniza “Mantícora”, yvque lleva dentro a un monstruo lascivo y desordenado. La novedad teológica que plantea la película es que quizá exista una quinta categoría del pecado gracias a las nuevas tecnologías. ¿Cómo denominarán, en el próximo concilio vaticano, a estas indecencias que se practican con un ser creado por ordenador?
Horizontes de grandeza
🌟🌟🌟
Horizontes de grandeza es lo que yo tenía cuando retomé el sueño de escribir hará un par de años. El confinamiento hizo que los juntaletras nos creyéramos escritores solo porque ya teníamos tiempo para sentarnos ante el ordenador. “Yo lo que no tengo es tiempo, pero cosas que contar, buf, una jartá...”, se decía mucho en los círculos provincianos, antes de la pandemia.
Mis horizontes de grandeza -que llegaron a ser tan vastos como el rancho de los Tirrell- ahora vuelven a ser los senderos de mi pueblo. Y es bueno que así sea, porque tras la experiencia he regresado a la vida tranquila de La Pedanía: la escritura de estas gilipolleces, y las lecturas en el soto, y los paseos con Eddie por los alrededores. El tiempo que ya no dedicaré a dar giras promocionales ni a quitarme a las mujeres de encima, lo aprovecharé para seguir las finales de la NBA, y el snooker, y las eliminatorias últimas de la Champions League, donde mi equipo, el Real Madrid, no tiene horizontes de grandeza, sino que ya es grande de por sí, y grande de cojones además.
Si aquel chino no se hubiera comido el bocata de pangolín -ahora dicen que fue un filete de murciélago- yo no hubiera tenido tiempo para escribir esos recuerdos del Mundial 82 que ya no interesan ni a la generación que los vivió. Ni tampoco hubiera escrito ese anecdotario impublicable de mi paso por las aplicaciones del amor, una aventura que me dejó ilusiones rotas, sonrisas irónicas y certezas muy soberanas sobre lo ruines, mentirosos, simplones, básicamente neuróticos, que somos los seres humanos. Ellos y ellas por igual, querida Irene. Y elles.
Anteayer, antes de ir a la feria del Libro a dármelas de escritor con libro publicado, cartel promocional y bolígrafo en ristre para firmar autógrafos -al final solo picaron tres conocidos que se vieron comprometidos- yo estaba en el salón de mi casa viendo, precisamente, “Horizontes de grandeza”, que es un película de paisajes muy bonitos y música que no se me va del tarareo, pero que es larga como un día sin pan, o como un rancho de los americanos, que hacen así con el brazo para enseñarte la extensión de sus posesiones y se te achinan los ojos como a aquel tragaldabas imprudente y puñetero.
La tentación vive arriba
Californication. Temporada 6
🌟🌟🌟
Tengo que confesar que ya me cansa un poco “Californication”. Y eso que yo era su evangelista -su lúbrico evangelista- en esta tierra estéril de los infieles. La sexta temporada es un calco de todas las anteriores. Los chistes se repiten y el desenfreno se autoparodia.
Incluso la trama central parece el mismo ADN duplicado: Hank Moody -que desde hace varias temporadas ya no es escritor y no sabemos muy bien de qué vive– le baila el agua a una estrella del rock and roll que a cambio le provee de titis y de drogas hasta jartarse. “En temporadas anteriores de Californication”, Moody, al menos, se curraba los triunfos con la escritura, o con la caidita de las Rayban sempiternas. Ahora le ponen los polvos como a Franco le ponían el atún, o al Emérito el oso siberiano, así que hace tiempo que se nos ha caído el mito del Hank Palomo que se guisaba y se comía sus propios platos suculentos.
(Mientras tanto, entre polvo y polvo -polvo de coca y polvo de meteysaca, digo- Moody sigue echando de menos al amor de su vida, la tal Karen, que se ha vuelto otro personaje escurridizo y sin línea argumental, supongo que porque Natascha McElhone entraba y salía de los rodajes a causa de sus compromisos o de sus movidas personales).
Eso sí: en esta sexta temporada sale la mujer más guapa de cuantas se acostaron con Hank Moody en la ficción. Y puede, incluso, que con David Duchovny en la realidad. Si California se ha convertido otra vez en el paraíso perdido de “Californication” es gracias a esta actriz llamada Maggie Grace que consigue que la atención del espectador vuelva a vitaminarse y mineralizarse. Mi Super Ratona...
Cando ella no está dan ganas de avanzar el metraje con el puntero del ratón; cuando ella aparece con sus vestidos mínimos y sus botazas de rockera, dan ganas de congelar el momento para toda la eternidad. Bendito sea el código binario que la inmortalizará en nuestros ordenadores o en la nube de las plataformas. Dentro de las matemáticas se escondía una secuencia de unos y ceros que era la belleza absoluta -la soñada por el mismísimo Platón- y creo que los científicos ya la han encontrado.
El cuarto pasajero
🌟🌟🌟🌟
BlaBlaCar -como enseñan en “El cuarto pasajero”- también se inventó para ligar. La verdad es que no hay aplicación o plataforma que no sirva para encontrar pareja, ya sea como objetivo principal o secundario. Instagram, por ejemplo, que nació con vocación de ser una exposición de arte universal, un gran museo donde unos publicaran sus fotografías, otros sus vídeos y otros -como este mismo tolai- sus escrituras infumables y underground, se ha convertido en otro campo de batalla sexual donde los machos exponen sus méritos, las hembras sus intereses, y el que anda más listo se lleva el premio gordo escondido por las sábanas.
Puede que TikTok sea el instrumento que usa Fumanchú para subvertir el orden mundial de los americanos, pero antes que nada es el ágora donde la chavalada se conoce meneando el body o ideando chorradas sin cuartel. La revolución sexual es más apremiante que la revolución en las barricadas.
(Joder: yo sé de una pareja que se conoció jugando al Apalabrados, que es el juego menos erótico que uno pueda imaginarse a no ser que te salgan las siete letras de la palabra polvazo o tetamen).
Hace cuatro veranos yo mismo usé BlaBlaCar para ligar. Pero no con la conductora que me llevaba -que ojalá, porque mira qué era guapa la chica- sino con otra mujer que me esperaba en un pueblo costero de Galicia. Como allí no llegaban los autobuses ni los trenes de la modernidad -y además yo no tengo carné de conducir- tuve que recurrir a la bendita aplicación para que alguien me acercara al nido del amor. Luego resultó que aquella mujer me había engañado con las fotografías, sacadas de un álbum de su juventud, y que además se comportaba como una cabra del Cantábrico, de esas que pastan muy cerca de los acantilados, a punto de despeñarse. Tuve que recurrir otra vez a BlaBlaCar para salir pitando de allí... El conductor que me trajo de vuelta no era Alberto San Juan, sino otro entrenador del fútbol base con el que conversando y conversando fui olvidando la pesadilla.