The Offer

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Será la casualidad, pero hoy mismo, al terminar de ver “The Offer”, he leído que la ciencia ha vuelto a demostrar el entrelazamiento cuántico entre partículas. Es decir que: cuando dos cosas del mundo subatómico están muy conectadas entre sí, da igual la distancia que las separe, y aunque vaguen por puntas opuestas del universo, lo que le hagas a una repercutirá automáticamente en la otra. Es un misterio, sí, un pensamiento contraintuitivo, y por eso Albert Einstein se tiraba de los pelos y se los dejaba así en las fotografías, incapaz de asumir con la razón lo que le gritaban las matemáticas.

El entrelazamiento cuántico no tiene continuidad en nuestro mundo macroscópico, que es el mundo de las películas y los trabajos, los partidos de fútbol y los cafés a media mañana. Pero sí así fuera, sería la jubilosa confirmación de que existe, por ejemplo, el amor verdadero, y de que dos personas que se entrelazan en una cama ya vivirán enredadas el resto de sus vidas, siempre pendientes la una de la otra. 

El entrelazamiento cuántico también explicaría esta curiosa relación que yo mantengo con “El Padrino”, pues ambos nacimos en la misma madrugada del año 1972. Lo he consultado en internet y es verdad: “El Padrino” y yo tenemos exactamente la misma edad, y por tanto la misma carta astrológica. Mientras yo nacía después de los dolores, la película celebraba su premier en un gran cine de Nueva York. Es esa misma premier que se recrea en un episodio de “The Offer”, y que a mí me conmueve porque gracias al misterio cuántico es como si yo mismo participara en el evento, berreando entre Francis Ford Coppola y Albert Ruddy, Robert Evans y Marlon Brando, también muy nervioso por el futuro que me aguardaba.

Quiero decir que las erosiones que le van cayendo a la película son las mismas que me van cayendo a mí. Claro que a ella la pueden restaurar y a mí no... Y que cuando una serie le rinde homenaje, en cierto modo me siento aludido y halagado, aunque contrariado por el paso del tiempo. Aunque yo naciera al otro lado del océano - a las 4 de la madrugada que allí eran las 10 de la noche- me siento parte de esta familia cuántica. De la famiglia. 




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Lawrence de Arabia

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Dicen que la elipsis más famosa de la historia del cine es la del hueso lanzado al aire que se transforma en la nave espacial de “2001”. Puede ser. Pero cuando Lawrence enciende una cerilla en El Cairo y de pronto se enciende el sol en el desierto -y qué sol, además, esa mezcla psicodélica entre el naranja y el amarillo- también te quedas turulato en el sofá. Han pasado 61 años y el efecto sigue tan fresco de puro caluroso. 

Yo vi una vez “Lawrence de Arabia” en pantalla grande -creo que cuando estrenaron la copia restaurada- y me pareció que los años no habían pasado por ella. Ahora, veinte años después, hay cosas que me chirrían un poco, pero son peccata minuta en comparación con los grandes momentos: lo de la cerilla, y la toma de Aqaba en una bahía de Almería; Lawrence danzando encima de los vagones y el espejismo que se convierte en Omar Sharif cabalgando por las arenas. Y sobre todo: ese Consejo Nacional Árabe que al final de la película, tras la toma de Damasco, es incapaz de ponerse de acuerdo porque una tribu controla el agua y no la cede, y otra los generadores de energía y lo mismo que te digo, y es como ver a la izquierda española tratando de sumarse al proyecto de "Suma". 

Yolanda Díaz, por cierto, tiene una nariz muy propia de los arábigos.

Mi cinefilia es esta memoria pedante, y también este vicio cotidiano. Pero también es un álbum de recuerdos: unas fotografías más queridas que las de la propia biografía, porque estas últimas caducan, con el tiempo se vuelven dolorosas o intrascendentes, y a veces toca hacer limpieza en los almacenes. mientras que Lawrence cabalga por las dunas del desierto como cabalgará siempre por las circunvoluciones de mi cerebro.

Solo cuando aparece Obi-Wan Kenobi disfrazado de príncipe Faisal se me cae un poco el tinglado de la jaima. Yo sé que ese hombre es sir Alec Guinness, y que lo ficharon porque era un actor muy querido por David Lean, pero yo, que descubrí “Lawrence de Arabia” mucho después de “La guerra de las galaxias”, no puedo evitar que los desiertos se me enreden. A veces pienso que estamos en Tatooine y que los moradores de las arenas van a sumarse a la rebelión contra los turcos. 





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La heredera

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La heredera en cuestión es Catherine Sloper, la hija del doctor Sloper, una neoyorquina del siglo XIX que viste con corsés y miriñaques incluso pasea por su casa. Me acordé de Carlos Pumares cuando se reía de aquel cardenal de “El Padrino III” que era asesinado en su propio palacio vestido como tal, a las tantas de la madrugada, sin haberse puesto el pijama para tomarse el cola-cao o recibir la compañía sexual de la dolce vita vaticana. 

Peccata minuta, en todo caso, lo de Catherine Sloper y su vestuario fuera de lugar. Cosas de las viejas películas, que a veces, en su afán de recreación, para que se viera la labor de vestuario y el diseño de producción, no estaban muy pendientes de estos detalles que ahora nos rechinan. “La heredera” es un clásico cojonudo, insospechado, que yo enfrentaba con el dedo ya apretando el botón de los bostezos. Yo quería, en esta semana de Pasión, a modo de penitencia por mis muchos y horrendos pecados, proseguir por aquí este miniciclo dedicado a William Wyler, que es un director que sale muy citado en los libros de conversaciones con Billy Wilder. Primero porque los dos eran amigos -ambos exiliados centroeuropeos y residentes en Hollywood-, y segundo porque mucha gente los confundía por el apellido y enredaba la autoría de sus películas. Cuenta Billy Wilder que ellos mismos se llamaban entre sí señor Monet y señor Manet, para hacer la gracia y compararse con aquellos dos pintores del impresionismo francés. 

Y al final, ya ves, la película me gustó, y tuve que tragarme mis prejuicios de cinéfilo moderneta. El tema central de “La heredera” es que por el interés la quería don Andrés. En este caso no Andrés el del dicho popular, sino el caballero Morris Townsend, un petimetre descarado que ha puesto el ojo en los 10.000 dólares de renta anual que ella disfruta por cortesía de su padre. Catherine es una mujer poco inteligente, feúcha, con muy poco mundo recorrido. Y lo peor de todo: una enamoradiza que dice sí al primer interesado en sus favores. Carne de cañón para los desalmados que no le hacen ascos a un polvo sin deseo, pero bien remunerado. 



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“Conócete a ti mismo...”, predicaba Sócrates por las calles de Atenas. Lo dijo 2.500 años antes de que estos dos chavales se hicieran inseparables y luego ya no. 

La prédica de Sócrates, perogrullesca, pero de una sabiduría inigualada, todavía resuena en nuestros oídos. Y sin embargo, ay, somos muchos los sordos, los necios, los empecinados en desconocernos. Y así nos va, claro. No existe peor defecto que no conocerse. Que elegir al tuntún, llevado por la presión o engañado por la publicidad. Bueno, sí, el mío: conocerse y no hacerse ni puto caso. Saber qué es lo más conveniente para uno -y lo mismo hablo del menú del día que de las jodiendas del amor- y sin embargo tomar el camino torcido, o el que está lleno de barro, aun a sabiendas de que ese camino no es el escogido por la lucidez. Es como una pereza del buen juicio, como un extravío bobo de la voluntad. Como un afán de autojoderse vivo, a ver hasta dónde llega la tontuna. ¿Será, acaso, una ruta desviada y laberíntica hacia el socrático autoconocimiento? Es el consuelo que me queda.

Me pasa igual con el asunto de la cinefilia, que no es tema baladí para mi vida. Más bien capital y trascendente  Una buena película me cura la tristeza del domingo, que es inabarcable; una mala película termina de hundirme en la miseria. Rematar la semana con una sonrisa o con una emoción sincera puede borrar todo lo anterior: la soledad, el tiempo perdido, la inanidad de casi todo... Este domingo pasado yo pude haber visto otra cosa: seguir con “The Offer”, o insertar un clásico garantizado en el Blu-ray. Pero no: me dejé llevar -y ya van cien, o cinco mil- por estos culturetas que defienden el cine europeo a capa y espada, y que presentan cualquier nadería como una “obra maestra de los sentimientos”. Terrible expresión que suele enmascarar la cursilería, la sensiblería, la afectación. La pornografía pringosa del alma.  Y yo lo sé, lo sabía, pero me dejé llevar... Si mi carne sexual es débil, mi carne neuronal es puro blandiblú. 




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Vacaciones en Roma

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A los hombres en general no les pone mucho Audrey Hepburn. A mí sí. Ellos prefieren curvas, excesos, mondongos... Yo, en cambio, prefiero sutilezas, esbelteces, radiografías divinas de los suspiros.  No estoy hablando del encanto de Audrey, de su dulzura, de sus aires de princesa -y más aquí, que hace de princesa del país Ignoto. No. Lo que yo digo es que ella me pone, me excita, me gusta cantidad. Es ese cuerpo de bailarina truncada, y ese cuello longilíneo, y ese rostro que cuando sonríe te nubla la vista y cuando llora te devasta el corazón. No quisiera escribir que Audrey está muy buena porque me parece un piropo vulgar y fuera de sitio. Pero lo está.  

Pero tranquilas, y tranquilos, que no me sobo en el sofá mientras la contemplo. Mi deseo por Audrey, aun siendo sexual, muy sexual, pertenece a una sexualidad sublimada, ¿Amor, incluso? Puede que sí. Pero yo estoy con Woody Allen cuando dice que el amor más limpio también tiene que ser el más sucio. No sé... Habrá que convocar un concilio vaticano para discutir estas sutilezas de la metafísica.

En “Vacaciones en Roma” hay unos cuantos fotogramas en los que Audrey se rompe de guapa, de ángel adorable pero carnal. Por un momento, antes de lanzarme a la escritura, temí estar cometiendo un delito al componer estos versos, pero internet -ese invento del diablo que quizá enreda con las fechas para la condenación de mi alma- me aclara que Audrey ya pasaba de los veinte cuando encarnó a la princesa Ana. En la vida ficticia podría ser mi hija, pero en la vida real podría ser mi abuela.

Para que se produzca el romance de la película se dan dos circunstancias: que la princesa se escapa del palacio y que es tan guapa que sólo un hombre como Gregory Peck se siente capaz de enamorarla. Creo que una vez quisieron hacer un remake con nuestras princesas de Borbón -las antiguas, digo, la Elena y la Cristina- y los guionistas no pudieron pasar de la primera página. ¿A quién iba a enamorar la primera, con su cara de..., y la segunda, con su altivez de...? Puede que con la infanta Leonor, que es la de ahora, se lo estén repensando. ¿Ya ha cumplido los 18...? Espera que lo miro.





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Frasier. Temporada 7

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Se nota, ay, para mi desconsuelo de feligrés, que las temporadas de “Frasier” van perdiendo fuelle según avanzan. Como todo en la vida, supongo. El mismo cuerpo que ahora se derrumba en el sofá ya no es el mismo que empezó este ejercicio de la nostalgia. Y solo han transcurrido unos meses, apenas dos inviernos que pasaron volando por mi salón como murciélagos que se colaron, pero que han dejado su legado habitual de estropicios: me han salido salpicaduras de viejo en los brazos, y más canas en los cojones resobados, y hasta las vértebras rechinan con un nuevo estertor al cambiarme de postura. Y las jodiendas del amor, claro, que no jodidas, ay, y que han dejado su herrumbre en -vamos a llamarlos así- los procesos atencionales. 

Los mismos creadores de la serie ya advertían en los extras de un DVD, allá por la segunda temporada: “Jamás alcanzamos un nivel parecido...”. Y es verdad, y se les agradece la nobleza. De hecho, uno de ellos, David Angell, murió poco después en el atentado contra las Torres Gemelas como castigo divino a su honradez. Las cosas de Yahvé.

El tiempo es la carcoma de la vida real y también de las vidas ficticias. Cuando Frasier Crane se alejó de los estudios de la KACL pasó a ser un personaje secundario dentro de su propia serie, y eso siempre es raro y altera los equilibrios. El capitán se fue a dormir y los marineros tomaron el barco... Menos mal que en esta 7ª temporada su hermano Niles y Daphne Moon -la mujer del cuerpo pluscuamperfecto- mantienen el interés con los equívocos sexuales y los amores contrariados. Incluso en su decadencia, “Frasier” sigue siendo una serie para gente que se considera inteligente. Pero eso, ay, también es como no decir nada: yo mismo conozco a cenutrios y cejijuntas que se parten la caja con “La que se avecina” y también se consideran más inteligentes que los demás. El que esté libre de soberbia que lance la primera piedra. Estamos todos locos.




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Snookermanía

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Hubo un tiempo en que quise ser escritor, vividor, amante de las mil mujeres... Para ello necesitaba dotes naturales y tiempo en mi reloj. De dotes iba jodido, pero el tiempo, gracias a mi trabajo, me sobraba. Y hablo en pasado porque el tiempo se evaporó hace quince años cuando una tarde pusimos Eurosport y descubrimos a estos tipos jugando a un billar raro, de bolas pequeñas que recorrían una mesa inabarcable. El retoño, que por entonces tenía ocho años, se quedó a mi lado en el sofá también traspasado por el descubrimiento. De pronto éramos dos conquistadores españoles atisbando terra incognita en el país de los británicos: un paisaje verdísimo que era la mesa, y unos druidas con frac que eran los artistas, y unos aborígenes silenciosos que poblaban las gradas hipnotizadas. 

Nos pusimos a descifrar las reglas del juego sin saber que ya estábamos atrapados en él. Mi hijo ahora tiene un permiso carcelario y entra y sale del snooker a su antojo, pero yo, que tampoco tengo muchas cabras que ordeñar, sigo atado a este deporte como un reo a su bola de hierro. Cuando llega el Mundial o algún torneo de los importantes -y casi todos son importantes- suspendo toda actividad social o creadora y me desmadejo en el sofá como hacen los heroinómanos tras la dosis. No veo películas, no busco amantes, no escribo estas sandeces... Aprovecho los tiempos muertos para sacar a Eddie o hacer un poco de ejercicio y ya está. Hoy, por ejemplo, he regresado a la vida después de tres semanas encerrado en mi celda, pendiente del resultado del Mundial. 

En “Snookermanía” se cuenta que hace poco éramos cuatro gatos de las catacumbas y ahora ya se apuntan hasta los famosos para disertar: el Ubago, y el Maldonado, y Javier Ares, y hasta la abuela de los Alcántara,  Está bien que así sea. Solo así, con el interés creciente, puede que algún día nos pongan una mesa de snooker en La Pedanía, o en las cercanías, para poder emular a los magos del salón. La otra opción es comprar una mesa propia para ponerla en el chalet. Pero para tener chalet hay que escribir una novela de éxito y yo -ya digo- me paso la vida viendo la geometría de las bolas. 





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Historias para no contar

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“Como dijo alguna vez Enric González: pruebe a ser completamente sincero y antes de que acabe el día se habrá quedado sin amigos, sin pareja y sin trabajo”. 

Esto lo escribía Xacobe Pato en sus diarios y tiene toda la puta razón. Él y Enric González, claro. Sin mentir no se puede ir a ningún lado. La mentira es el aceite de la vida, como aquel que necesitaba el niño Lorenzo. La mentira engrasa la cadena de la bicicleta para seguir dando pedales. Sin ella, saltan los cambios en cualquier cuesta y te quedas tirado hasta que venga el coche escoba. La mentira es una adaptación evolutiva. Mienten hasta los escarabajos de la patata, con sus cerebros de gominola, así que imagínate el Homo sapiens, que tiene más neuronas que estrellas hay en la galaxia. De hecho, yo estoy con los filólogos que aseguran que el lenguaje se inventó para mentir, y que lo secundario es escribir un poema o pedir que te pasen la sal en la comida. O esta condena de escribir entradas en Internet , a ver si los cazatalentos se animan y las señoritas se derriten.

Pero la mentira, como todos los pecados recopilados por la Santa Madre Iglesia, también tiene sus gradaciones. Existe la mentira mortal que merece el infierno y la mentira venial que se perdona con un polvo marital o con una cerveza bien fresquita. Ya que todos somos mentirosos por necesidad, al menos nos queda la decencia -a los decentes- de reconocer que mentimos cuando hacemos examen de conciencia. O de no protestar mucho cuando nos pillan in fraganti. Que te mientan tiene un pase; que te perseveren en la mentira ya toca mucho los cojones.

Yo, padre, lo confieso, he mentido mucho. Pero solo mentirijillas, o mentiras piadosas, de esas que se perdonan con un Padrenuestro y tres Avemarías. De las mentiras gordas no creo haber soltado ninguna. Pero claro: también existe el autoengaño, la mentira que uno mismo se cuenta, y que es la más insidiosa de todas.

Todas la historias que se cuentan en esta película van de parejas que se mienten o que se han mentido alguna vez. Todo venial, urbanita, muy moderno. Por eso es una comedia. De lo contrario, hubiera sido una película de Ingmar Bergman con muchos gritos y susurros tenebrosos. 





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