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“Conócete a ti mismo...”, predicaba Sócrates por las calles de Atenas. Lo dijo 2.500 años antes de que estos dos chavales se hicieran inseparables y luego ya no. 

La prédica de Sócrates, perogrullesca, pero de una sabiduría inigualada, todavía resuena en nuestros oídos. Y sin embargo, ay, somos muchos los sordos, los necios, los empecinados en desconocernos. Y así nos va, claro. No existe peor defecto que no conocerse. Que elegir al tuntún, llevado por la presión o engañado por la publicidad. Bueno, sí, el mío: conocerse y no hacerse ni puto caso. Saber qué es lo más conveniente para uno -y lo mismo hablo del menú del día que de las jodiendas del amor- y sin embargo tomar el camino torcido, o el que está lleno de barro, aun a sabiendas de que ese camino no es el escogido por la lucidez. Es como una pereza del buen juicio, como un extravío bobo de la voluntad. Como un afán de autojoderse vivo, a ver hasta dónde llega la tontuna. ¿Será, acaso, una ruta desviada y laberíntica hacia el socrático autoconocimiento? Es el consuelo que me queda.

Me pasa igual con el asunto de la cinefilia, que no es tema baladí para mi vida. Más bien capital y trascendente  Una buena película me cura la tristeza del domingo, que es inabarcable; una mala película termina de hundirme en la miseria. Rematar la semana con una sonrisa o con una emoción sincera puede borrar todo lo anterior: la soledad, el tiempo perdido, la inanidad de casi todo... Este domingo pasado yo pude haber visto otra cosa: seguir con “The Offer”, o insertar un clásico garantizado en el Blu-ray. Pero no: me dejé llevar -y ya van cien, o cinco mil- por estos culturetas que defienden el cine europeo a capa y espada, y que presentan cualquier nadería como una “obra maestra de los sentimientos”. Terrible expresión que suele enmascarar la cursilería, la sensiblería, la afectación. La pornografía pringosa del alma.  Y yo lo sé, lo sabía, pero me dejé llevar... Si mi carne sexual es débil, mi carne neuronal es puro blandiblú. 




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Girl

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Hay experiencias humanas que nos están vedadas para siempre. Los hombres nunca pariremos con dolor en la sala de un hospital, y las mujeres jamás sabrán lo que es recibir una patada en los cojones. Yo, que he nacido hombre, y que me siento hombre, que tengo asumida esa discapacidad disfuncional de tener un cromosoma Y,  nunca sabré lo que siente una persona que nace hombre pero se siente mujer. Qué le pasa por la cabeza cuando se confronta ante el espejo. Qué gesto de extrañeza, o de asco, o de absoluta indiferencia, acompaña la contemplación de sus propios genitales, de la cara andrógina, del tórax donde echa de menos unos pechos definidos. Cómo tiene que ser convivir con esa extraña disociación entre el genoma y la identidad, entre el destino y la elección personal.

    Los personajes como Lara, la protagonista de Girl, se me quedan un poco en la bruma, en la incomprensión de quien no ha pasado por semejante trance, y no creo que vaya a pasarlo a poco que la naturaleza siga su curso. No creo, sinceramente, que llegado a la edad provecta me pase lo mismo que a Jeffrey Tambor en Transparent. La pereza, para empezar, detendría en seco cualquier intento de reforma.

   Gracias a las neuronas espejo me pongo delante de una película y entiendo a quien teme perder un hijo, o le rechaza una mujer, o le ponen un fusil en la mano para desembarcar en Normandía… Experiencias que he vivido, o que podría haber vivido. Con Lara, sin embargo, aunque simpatizo, no termino de entender. No termino de ponerme en su piel, y el personaje se me resbala, se me escurre entre las comprensiones. Transito por el metraje interesado, respetuoso, pero en realidad bastante aburrido, contemplativo, como si la cosa no fuera conmigo.  La película, que es muy plana -y no hago un chiste de doble sentido- tampoco ayuda mucho al compromiso emocional. En este trance tan especial de su protagonista, me descubro varias veces repasando la lista de la compra, y la programación deportiva del fin de semana.





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