Un espía entre amigos

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Si hacemos caso de lo que cuenta la serie, Kim Philby, al llegar a Moscú tras desertar del Reino Unido, se llevó un chasco morrocotudo. Por la ventanilla del coche descubrió que había colas hectométricas para comprar el pan y otros productos básicos. Y también tipos tirados por las aceras con una curda de vodka definitiva. Philby llevaba treinta años traicionando a su país para que los rusos pudieran construir el paraíso en la Tierra y al final el paraíso estaba deslucido por la carestía y los borrachuzos. Nada que ver con el marxismo que él había estudiado en Cambridge en sus tiempos mozos, ni con el comunismo romántico que aquella amante de Viena le inculcó. 

En la Wikipedia se cuenta que Philby, abatido, se dio al alcoholismo y a la maldición, pero que luego, hecho ya a su nueva circunstancia, empezó a picar entre las flores hasta que conoció a un rusa muy guapa con la que olvidó todas sus penas y se reconcilió con la utopía humana de los eslavos: que no era el funcionamiento de su economía, sino la belleza de sus mujeres. 

Me interesa mucho la figura de Kim Philby porque yo también soy un espía a sueldo de Moscú. Lo que pasa es que hace treinta años que no me pagan ni un rublo. No tengo contacto con ningún comisario político desde que la bandera comunista fue arriada del Kremlin. Recuerdo que el último día me enviaron un telegrama diciéndome que no me preocupara, que esto de la democracia mafiosa era cuestión de cuatro días, pero no hago más que mirar los telediarios y parece que la cosa va para largo. Llevo veinticuatro años viviendo en La Pedanía como un agente encubierto, larvado, a la espera de acontecimientos. Fiel a mis principios, aguardo, y mientras tanto, espío a mis vecinos, y tomo nota de sus desviaciones. 

Al principio me llevé un alegrón porque aquí todo el mundo tiene en casa una hoz y un martillo. Pero luego comprendí que no usaban las herramientas para construir símbolos del socialismo, sino para trabajar sus huertas y hacer chapuzas en el chalet, todo por el bien individual y minifundista. El PCE obtuvo 6 votos en las últimas elecciones municipales. Lo sé porque publicaron los datos al día siguiente y yo los vi. Mientras aguardo instrucciones, creo que también voy a darme a la bebida, como el bueno de Kim Philby.





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Misión imposible: Fallout

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Si hubiera visto “Misión imposible: Fallout” en los primeros tiempos de estos escritos, hoy habría venido al ordenador con dos argumentos infalibles para rellenar el folio diario y obligatorio. Y que luego los dedos, poseídos por eso que llaman el “inconsciente del escritor”, hubiesen tirado por el camino improvisado que mejor considerasen. Como hacen, talmente,  los miembros de la FMI  que dirige Tom Cruise. Pero no la FMI que protege la supremacía económica de Occidente, sino la otra FMI -la Fuerza de Misiones Imposibles- que trabaja para ella en alto secreto de estado.

El primer argumento al que me hubiese agarrado para escribir sobre esta película -en la que hay tan poca chica que relatar más allá de los hostiones- es que mi hijo las veía a mi lado y se quedaba pasmado con las hazañas de Ethan Hunt y compañía. En aquellos pinitos míos, para darle a estos escritos un barniz literario, tan falso como el oropel de las iglesias, yo me ponía sentimental y hablaba de nuestra convivencia en el sofá y del asombro conjunto ante las películas: el niño que él era y el niño que yo siempre fui. Cursiladas así, que ahora me salen cada vez menos, por vergüenza, o por fosilización del alma.

La otra línea argumental que en aquellos tiempos me salvaba el pellejo era ponerme a ensalzar a la chica Bond de turno. En este caso a la chica Hunt. Yo resumía la trama en cuatro brochazos, hacía algún chascarrillo idiota sobre la edad incombustible de Tom Cruise, y al final, cual sátiro, cual trovador del amor, me lanzaba a cantar la belleza inmarcesible de la chica que disparaba a su lado. Ahora sé, porque he hecho un curso de feminismo avanzado, que lo correcto hubiera sido hablar de la actriz y no de la mujer. Del oficio, y no de la oficiante. Yo pecador, Ione.

En fin: que he tenido que soltar todo este rollo para no tener que confesar mi amor atormentado y renovado por Rebecca Ferguson. Porque jolín, con Rebecca... Y con Vanessa, también.





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Misión Imposible: Nación Secreta

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(Esta crítica fue escrita en septiembre de 2018. Tras el nuevo visionado me he limitado a retocarla. Todos sus protagonistas -salvo Tom Cruise- tenemos cinco años más en el carnet y alguno más en el resabio). 

El dios de la lluvia desciende sobre Invernalia. Y trae consigo, además, un electromagnetismo que interfiere de mal modo con las ondas del wifi. Es por eso que el chaval ha abandonado su refugio de zombi para bajar a este reino de los vivos, donde los videojuegos se tornan películas y los asientos se vuelven dobles y compartidos. En el piso de abajo, si se jode la señal de la parabólica o se va la conexión con el router, siempre queda la opción del DVD y de los discos duros, como en los tiempos antiguos donde no existía internet y vivíamos casi talmente como los cromañones.

Aburridos del aburrimiento, el retoño y yo nos hemos puesto de nuevo bajo la advocación de Tom Cruise. En los últimos tiempos sólo frente a Tom somos feligresía reunida y hermanada. Tom es el sacerdote pagano y saltarín que escala rascacielos y empotra automóviles para transustanciar lo imposible en posible. Una eucaristía no de las hostias, pero sí de los hostiazos. Yo hubiera preferido ver algún clásico de la comedia o de la ciencia-ficción, pero también sé -aunque proteste por lo bajini-que la película va a ser un ingenio muy entretenido, lleno de trucos y trampas, enredos y soluciones. 

En “Misión Imposible: Nación Secreta” todo ha sido realmente imposible y prodigioso. Incluida la belleza de esta actriz sueca que nos ha dejado patidifusos a los dos: al cuarentón decadente y al hombretón incipiente. Cada vez que el rostro de Rebecca Ferguson aparecía en pantalla, un cordón umbilical de altísimo voltaje unía al padre y al hijo en la distancia corta del sofá. En mi reojo yo notaba su reojo, y mientras tanto, nuestros ojos no perdían detalle de ese rostro bellísimo cincelado por los genes de los nórdicos. 

Enamorados cada uno a su modo y a su edad, nos ha costado seguir la trama en algún punto muy delicado del guion. Pero ninguno se ha atrevido a preguntar por dónde iban los tiros, por no confesar el origen del despiste.




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Misión Imposible: Protocolo Fantasma

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(He visto la película de nuevo, pero no voy a reescribir la crítica -o bueno, esas cosas que yo escribo- que ya quedó publicada el 1 de enero de 2016, meses antes de que nuestras vidas discurrieran por carriles diferentes, pero siempre paralelos y próximos, con mil áreas de descanso compartidas). 

Al despertar en este día de Año Nuevo recé al dios Tom para que convocara la lluvia y encerrase en sus casas a los amigos de mi hijo. Y el dios Tom, que es mucho más complaciente que el Yahvé de mis vecinos, escuchó mis plegarias: a eso de las cuatro de la tarde el retoño se dejó caer por el sofá comunitario y me dijo:

- Si quieres vemos una película… -que es la fórmula de su claudicación ante el infortunio; su último recurso para entretenerse cuando fallan los amigos del pueblo y el videojuego online se ha quedado sin saldo o sin cobertura. 

En la época de su infancia asombrada y de mi paternidad responsable, el cine era la eucaristía semanal y casi obligatoria de los ateos, pero desde que las hormonas alteraron su cuerpo ya no le doy la matraca para que vea conmigo tal serie o tal película, porque él, siempre al borde de la mutación en un Hulk negacionista, reacciona siempre con un rechazo mal disimulado. Así que me encapsulo, y me entretengo con lo mío, y aprovecho estas crisis de su aburrimiento para retomar los lazos de la sangre.

Hoy, en agradecimiento al dios Tom, que es uno de los lares protectores de nuestra familia, hemos puesto en el DVD “Misión Imposible: Protocolo Fantasma”, que es la penúltima barrabasada del ciclo antes de enfrentar la quinta entrega que ya anuncian por ahí. Mientras la abuela del retoño -en tradicional estampa navideña- roncaba su sueño en el sofá, nosotros la des-oíamos con los trompazos y las explosiones. Las hostias y los disparos. Y también algún bombeo extra del corazón, retumbando en nuestros tímpanos, cuando alguna "chica Hunt" paseaba su sensual figura por los fotogramas. Allí estábamos los dos: el viejo verde y el adolescente disimulante, cada uno con su deseo inconfesable, callados como cartujos en este sofá casi siempre solitario pero hoy abarrotado de público. Como en las grandes ocasiones.


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Tener y no tener

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Es difícil de entender que Lauren Bacall, con 20 años, con esa belleza absoluta que nunca conocerá el paso de las modas, se enamorara de un hombre veinticinco años mayor que ella y casi veinticinco centímetros más bajo. Y lo peor de todo: entregado en sus ratos libres, cuando no rodaba películas, a empinar el codo hasta dejar el hígado para el arrastre. 

Una mente del siglo XXI, ya descreída del amor puro, podría pensar que Lauren Bacall solo iba tras el dinero de nuestro Humphrey. Pero qué dinero, ni que ocho cuartos, en esos ambientes exclusivos de Hollywood, donde cualquiera se gasta un palacete y una piscina en el jardín. Lauren Bacall pudo haber tenido a cualquier hombre con solo chascar los dedos, pero prefirió a Humphrey Bogart y juntos forjaron una leyenda eterna para el romanticismo. Tuvieron dos hijos, se negaron a declarar ante McCarthy y solo la muerte en forma de cáncer pudo separarlos. No pegaban ni con cola -al menos en el físico, insisto- pero a fuerza de verlos en las películas y en las fotografías uno ya está hecho a su intrigante conjunción y les admira complacido. Y yo, por lo menos, también un poco envidioso de ese tunante afortunado. 

La gracia de “Tener y no tener” -aparte de que es un clásico que aguanta sin hundirse los embates de las olas -es que podemos asistir a un enamoramiento real, en vivo y en directo. Bogart y Bacall no fingían que se enamoraban, sino que se estaban enamorando de verdad. Y eso se nota en las miradas: siempre tardan una décima de segundo de más en desviarlas. Se sonríen no como profesionales, sino como auténticos colegiales sorprendidos por las cámaras. Yo creo que no deberían haber cobrado ni un dólar por hacer esta película -ella en su primer papel y él en la cúspide de su fama- porque no estaban trabajando de verdad. Solo se dejaron llevar. No voy a decir que Bogart tiene hasta erecciones involuntarias porque lleva todo el rato unos pantalones muy holgados y es imposible verificarlo. Pero morcillona, vamos, seguro que sí. 




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The last of us

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Lo próximo van a ser los piojos. No sé si en la vida real -como sucedió con el coronavirus- o en la vida de ficción -como pasa con el hongo Cordyceps en “The last of us”. Pero van a ser los piojos, eso sin duda. Lo sé porque tengo información privilegiada. Clasificada por el Gobierno. El lapsus de un sanitario me puso en alerta hace ya varios años. Desde entonces se acabaron las existencias de Filvit champú (Filvit, champú, Filvit mamá, porque más vale Filvit que tenerse que rascar) en las estanterías de los supermercados más cercanos. Porque yo lo compro todo... El loco del Filvit, me llaman todos por La Pedanía, esos hombres y esas mujeres que podrían ser víctimas del próximo bicho que terminase con la humanidad. Ja, ja, lo que me iba a reír yo de ellos, paseando entre sus cadáveres, con todo el pueblo a mi disposición, huertos y frutales, chalets con piscina y bares sin vigilancia.

Todo esto -lo juro- es una true story que daría para el episodio piloto de una serie. Sucedió en mi aula del colegio, ante mis propios ojos incrédulos...

 En una revisión rutinaria, nuestro enfermero M. descubrió piojos en la cabeza de un alumno.

- ¿Le enviaremos a casa, no? -dije yo, conocedor de los protocolos anti-contagio.

- No -me respondió él- Son piojos muy pequeñitos. Apenas se ven. 

- Pero los piojos son pequeños de por sí, ¿no? Si no serían como cuervos, o como los pterodáctilos de “Jurassic Park” -le objeté.

Pero el sanitario no celebró mi gracia. Es más: compuso un gesto preocupado, como si yo hubiera dado en el clavo de una pesadilla zoológica que podría cernirse sobre la humanidad. Imaginé, de pronto, que millones de piojos como el primo de Zumosol, provenientes del mar de China o de las estepas siberianas, surcaban los cielos como Stukas dispuestos a colonizar nuestras cabezas: a picotearlas, a descranearlas, a introducirse en nuestro centro de control y convertirnos en piojos ambulantes de dos patas. La "Metamorfosis" de Kafka al fin... Todos como Gregorio Samsa. Una pesadilla de la hostia. 

Pero yo tengo Filvit de sobra, para sobrevivir largos años entre la desolación y el silencio. Y lo del silencio, la verdad, iba a estar de puta madre. 





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Bullitt

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El trabajo del teniente Frank Bullitt es un no parar que produce mucho desasosiego. Un día le toca batirse a tiros con los maleantes y otro perseguirlos a goma quemada por las cuestas de San Francisco. Los espectadores nos lo pasamos pipa, pero él sufre un estrés laboral que no puede ser bueno para su salud. Cada día puede ser el último cuando se trabaja de inspector de policía en una película americana. 

Otros días, los más llevaderos, el teniente Bullitt no se juega el pellejo en sus frenéticas pesquisas, pero tampoco es agradable entrar en los hoteles para encontrar mujeres degolladas o mafiosos con la jeta tiroteada. Ni tener que aguantar a ese hijoputa del fiscal del distrito, tan repeinado y tan bien trajeado, que solo quiere lanzar su carrera política sin respetar los tiempos ni las éticas del trabajo policial. Frank Bullitt, en algunas escenas, es como el agente Filemón Pi enfrentado al superintendente Vicente, todo tensión a punto de explotar en bocadillos llenos de signos raros y caras de cerditos.

Otros inspectores de policía -como aquellos de “The Wire”- terminarían la jornada poniéndose ciegos a whiskys en el bar de la esquina. Beber para olvidar. Y con el alcohol, claro, el derrumbe de los matrimonios, o de los amores, porque muchos llegan a casa muy tarde, o muy mamados, irascibles o verracos según los índices en sangre. Y quizá, quizá, impregnados con el olor de alguna prostituta, aprovechando que pasaban por delante del club-club-club camino de Ítaca. 

Frank Bullitt, sin embargo, está a salvo de todo eso. En casa, cuando termina la jornada laboral, le espera Jacqueline Bisset para preguntarle qué tal en el trabajo y aderezarle la ensalada para cenar. Y luego, seguramente, porque ella es joven y lozana, y Steve McQueen un macho irresistible de la especie, echar un polvo enamorado que borre toda la mugre acumulada durante el día. En los brazos de una mujer así las jornadas laborales se disipan como niebla bajo el sol. 

La escena más tensa de la película no tiene que ver con los criminales perseguidos, sino con ese “tenemos que hablar” que es el preludio de la tragedia verdadera. 







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La ballena

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En “La ballena” no hay sutilezas, ni elegancias, ni rincones del alma sin alcanzar. Si a las películas para adultos -bueno, eso era antes- las llamamos pornográficas porque en el despliegue se ve toda la chicha y toda la limoná, sin que nada quede a la imaginación del espectador, a este espectáculo del obeso mórbido y lacrimógeno habría que llamarlo, del mismo modo, pornografía sentimental. Cuando finaliza “La ballena” ya no queda nada por contar, por llorar, por echarse a la cara entre los personajes. Si en el porno carnal quedan vacíos los genitales, aquí quedan vacíos los lagrimales. Yo lo llamaría un “tear cum”, por si hace fortuna la expresión. 

A ningún personaje se le llegan a ver los susodichos genitales, pero el espíritu de todos se pasea desnudo por la casa de Brendan Fraser, que es el único escenario donde transcurren las muchas catarsis. Aronofsky ha querido rodar un drama y le ha salido un dramón. Se ha pasado mucho de rosca -como suele ser habitual- y así es difícil empatizar con el personal. Hay un momento, en todo dramón, en el que sientes que la mano del director está hurgándote por dentro, manipulándote con músicas y diálogos, y es ahí, en ese contacto no consentido -porque no es no también en la ficción- cuando te sales de la película y comprendes eso, que estás viendo una película, y que ya apenas te crees lo que ves y lo que escuchas, aunque el esfuerzo de actores y actrices sea descomunal y digno de agradecer.

Había otra película en la que sus protagonistas decidían suicidarse comiendo hasta reventar. Se titulaba “La gran comilona” y recuerdo que salían en ella Mastroianni y Michel Piccoli. Como el guion era de Rafael Azcona la cosa no terminaba en dramón, que menudo era don Rafael para caer en la trampa de las cursilerías. “La gran comilona”, por no ser, no era ni un drama, sino una astracanada cuyo final la verdad ya no recuerdo. Es igual... Son dos formas de entender el cine, y yo me quedo con la de Azcona y Marco Ferreri. 

Posdata: me puse a ver “La ballena” después de la siesta, con el café y dos panes de leche en el regazo, bien untadicos en mantequilla, y tal fue mi impresión al ver a Brendan Fraser que aparté uno para la cena, avergonzado de mí mismo.





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