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The last of us

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Lo próximo van a ser los piojos. No sé si en la vida real -como sucedió con el coronavirus- o en la vida de ficción -como pasa con el hongo Cordyceps en “The last of us”. Pero van a ser los piojos, eso sin duda. Lo sé porque tengo información privilegiada. Clasificada por el Gobierno. El lapsus de un sanitario me puso en alerta hace ya varios años. Desde entonces se acabaron las existencias de Filvit champú (Filvit, champú, Filvit mamá, porque más vale Filvit que tenerse que rascar) en las estanterías de los supermercados más cercanos. Porque yo lo compro todo... El loco del Filvit, me llaman todos por La Pedanía, esos hombres y esas mujeres que podrían ser víctimas del próximo bicho que terminase con la humanidad. Ja, ja, lo que me iba a reír yo de ellos, paseando entre sus cadáveres, con todo el pueblo a mi disposición, huertos y frutales, chalets con piscina y bares sin vigilancia.

Todo esto -lo juro- es una true story que daría para el episodio piloto de una serie. Sucedió en mi aula del colegio, ante mis propios ojos incrédulos...

 En una revisión rutinaria, nuestro enfermero M. descubrió piojos en la cabeza de un alumno.

- ¿Le enviaremos a casa, no? -dije yo, conocedor de los protocolos anti-contagio.

- No -me respondió él- Son piojos muy pequeñitos. Apenas se ven. 

- Pero los piojos son pequeños de por sí, ¿no? Si no serían como cuervos, o como los pterodáctilos de “Jurassic Park” -le objeté.

Pero el sanitario no celebró mi gracia. Es más: compuso un gesto preocupado, como si yo hubiera dado en el clavo de una pesadilla zoológica que podría cernirse sobre la humanidad. Imaginé, de pronto, que millones de piojos como el primo de Zumosol, provenientes del mar de China o de las estepas siberianas, surcaban los cielos como Stukas dispuestos a colonizar nuestras cabezas: a picotearlas, a descranearlas, a introducirse en nuestro centro de control y convertirnos en piojos ambulantes de dos patas. La "Metamorfosis" de Kafka al fin... Todos como Gregorio Samsa. Una pesadilla de la hostia. 

Pero yo tengo Filvit de sobra, para sobrevivir largos años entre la desolación y el silencio. Y lo del silencio, la verdad, iba a estar de puta madre. 





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Chernobyl

🌟🌟🌟🌟🌟

Aunque nunca pertenecí a las Juventudes Comunistas, yo era un joven comunista cuando nos enteramos de que una central nuclear había reventado en las estepas de la Revolución, en abril de 1986. La Guerra Fría no se dilucidaba sólo en el Muro de Berlín, ni en la Asamblea General de la ONU, sino que era ubicua, universal, como el wifi de ahora, o como la radiación de entonces, y se filtraba hasta las discusiones del patio del colegio, y de los futbolines del barrio, donde yo me partía la cara con mis amigos fachas, y con mis conocidos apolíticos, que renegaban del comunismo porque en las películas de Stallone siempre hacían de malos y perdían en todas las refriegas, acribillados por Rambo, o tumbados por Rocky, como el pobre Iván Drago... 

    Yo llevaba cuatro años militando en el comunismo clandestino de León, de colegio de curas y de procesiones de Semana Santa, desde que a la Unión Soviética le robaron el partido contra Brasil en el Mundial 82, y mi padre, indignado, gritando al televisor, calificó el arbitraje de Lamo Castillo como otro atentado contra los proletarios del mundo. Aquellos penaltis no pitados a la CCCP también fueron Guerra Fría, ajuste de cuentas, mandato de la CIA, y yo tomé partido por los derrotados, por los humillados, que más allá del Telón de Acero eran sin embargo los putos amos.

    Mucho antes de ser un navegador de Internet, Firefox fue una película cojonuda porque al final, aunque ganaban los yanquis, y el cabrón de Clint Eastwood se llevaba el avión, quedaba claro que la supremacía tecnológica estaba del lado de los rusos, y que si no habían pisado la Luna era porque no les había salido de los tovarichs, y que si no nos barrían del mapa  era porque en verdad eran unos buenazos que abogaban por la paz mundial, y la concordia entre los pueblos. Por eso, cuando fuimos conociendo el asunto nuclear de Chernobyl, y descubrimos que la URSS era un imperio cochambroso y cutre, pobretón y desvencijado, el comunismo radiante se nos fue apagando como otra ilusión más de la juventud -como el amor de las mujeres inalcanzables, o los sueños de jugar al fútbol profesional- y cinco años más tarde, cuando Gorbachov echó el cierre definitivo al negocio, nadie se quedó paralizado por la sorpresa.



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