La sombra alargada

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Cuando Irene Montero nos recordó que las mujeres tenían el derecho de regresar a casa solas y borrachas, sin que ningún peligro vital les amenazara, desde mi entorno conservador le lanzaron varios misiles tierra-tierra muy cargados de improperios. Yo, sin embargo, que no me distingo precisamente por mi simpatía hacia esa mujer, entendí lo que quería decir e incluso lo aplaudí. Todavía hay gente en el siglo XXI que critica a las mujeres que vuelven solas y achispadas de una fiesta, o de darse un paseo nocturno porque sí -o incluso de prostituirse por propia voluntad- y que dejan entrever que bueno, que si les pasa algo en el trayecto en cierto modo se lo estaban buscando. Hay que ser hijos de puta... E hijas de puta, que también las hay. 

Y stop. Hasta ahí llega mi concordancia política con esta señora tan histriónica y orgullosa. Jamás podré perdonarle que haya convertido a cualquier hombre en un sospechoso y a cualquier mujer en un ser angelical. Que haya conculcado el principio fundamental de igualdad ante la ley. “Yo sí te creo...” Hay que joderse. Con la de mentirosas desquiciadas que pululan por la vida. Tantas como cabronazos indeseables. 

El título de “La sombra alargada” tiene una doble intención metafórica: por un lado está la sombra del asesino, el destripador del Yorkshire, que como asesinaba a prostitutas y a otras paseantes proletarias de la noche no fue perseguido con la saña ni con el método que hubiera merecido un destripador de infantas, por poner un ejemplo, o de hijas de papá. Por otro lado, está la sombra metafórica del olvido, del anonimato de las víctimas ya anónimas de por sí, que fueron mezclando sus nombres y sus apellidos en el batiburrillo policial hasta quedar ya casi irreconocibles.

La sombra alargada también puede referirse a la hora de la siesta primaveral, cuando el sol empieza a declinar sobre el horizonte y el salón de mi casa empieza a refrescarse en la penumbra. Un ambiente muy poco propicio para mantener los ojos abiertos en según qué ratos -muchos, demasiados- de esta serie "old style" pero sujeta a las imposiciones largométricas del mercado. 




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El gran dictador

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Chaplin reconoce en su autobiografía que si hubiera conocido los campos de exterminio nunca hubiera hecho una parodia de Adolf Hitler como ésta que hizo, a medio camino entre la denuncia política y las comedias de Charlot. “El gran dictador” se estrenó en 1940, se empezó a rodar en 1939 y llevaba concebida al menos dos años antes, cuando los judíos que huían de Centroeuropa empezaron a contar quién era aquel personajillo que vociferaba en los noticiarios.

Hitler, en 1939, para la gente desinformada, “sólo” era un tipejo que anexionaba territorios europeos y les daba azotes en el culo a los judíos y a los comunistas. Para muchos era un héroe. Y no hablo solo de los nazis de Alemania: el mismo Chaplin se encontró con muchos problemas cuando propuso satirizar a Hitler en la figura de Astolfo Hinkel. Los empresarios de Estados Unidos adoraban a Hitler porque había metido en vereda a los sindicatos, y, para cargarles de argumentos, la fachosfera mediática de Randolph Hearst jaleaba los progresos económicos que se veían en Alemania. ¿Que la policía arreaba hostias a los judíos que estorbaban y a los comunistas que pedían mejoras laborales? Toma, claro: para eso están las fuerzas del orden. Siempre al servicio de la acumulación de capital, caiga quien caiga, cueste lo que cueste. El que todavía no lo haya entendido es que es más tonto que hecho de encargo. 

El mismo Charles Lindberg, el héroe de la aviación, era un nazi de tomo y lomo que intentó dar el salto a la política para convertirse en un líder ario de la nación, tan rubio y tan telegénico -bueno, cinegénico, dada la época. Pero Chaplin no se arredró ante las presiones, que fueron muchas y contumaces. El pequeñajo tenía dinero, influencia y un par de cojones bien puestos. Además, le tocaba mucho los ídems que Hitler -con el que apenas se llevaba cuatro días en la fecha de nacimiento-, le hubiera copiado un bigotillo que había nacido para hacer sonreír y no para subrayar una sonrisa de hiena. Así que se lanzó a la piscina antes que cualquier otro cineasta y el tiempo, desafortunadamente, terminó por darle la razón.





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Kid auto races at Venice

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La Venice del título no es la Venecia de Italia, sino la playa de Los Ángeles donde casi un siglo después paseó Hank Moody en “Californication”, bicheando a las patinadoras. 

A principios del siglo XX, en Venice, se celebraba una carrera de coches infantiles como esas que se ven en los magazines de La 1, cuando mandan al repórter Tribulete o la becaria Jamona a cubrir las fiestas patronales de Villaliebres del Conejo: chavales que tunean cualquier artefacto con cuatro ruedas y se lanzan cuesta abajo para tomar un par de curvas viviendo peligrosamente mientras aplauden los lugareños.

Para la Keystone Studios que dirigía Mack Sennett, los estudios de rodaje eran tan anchos como el propio mundo, así que a veces sus directores plantaban la cámara en plena  calle y soltaban a los actores para improvisar cualquier argumento que alcanzara los diez minutos de duración: una disputa, una persecución, cuatro caídas descacharrantes y hala, para casita, a positivar. El cine de los Keystone Studios no era precisamente una cosa intelectual para que analizara el “Cahiers du Cinéma“ de la época, pero daba pingües beneficios y servía como factoría de futuras estrellas de Hollywood.

En el primer cortometraje que rodó para Keystone Studios -el primero, también, de su carrera- Charles Chaplin interpretó a un falso millonario que trataba de ganarse la vida embaucando al personal. Para el segundo, que es éste que nos ocupa, Chaplin improvisó un vestuario compuesto de bombín, bastón, chaleco demasiado pequeño y bombacho demasiado holgado y se plantó en medio de la carrera infantil a tocar los cojones al persoanl, a molestar, a hacer de turista español, mientras el cameraman de la Keystone no paraba de darle a la manivela. Fue el nacimiento de Charlot. Un acontecimiento planetario, que hubiera dicho la bisabuela de Leire Pajín. Y además es verdad. Para mí, al menos, el nacimiento de Charlot fue más importante que el nacimiento de Jesucristo. Ahora mismo, mientras escribo este homenaje, corre el año 110 d. de Ch.




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Charles Chaplin: cortometrajes para la Keystone

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Están todos muertos: los hombres y las mujeres, los niños y los perros. Más de un siglo después ya sólo quedan algunos árboles en pie: esas mismas secuoyas que Charlot rodeaba a toda velocidad y trastabillándose, perseguido por los maderos o persiguiendo él mismo al malote desaprensivo. Nada más. O bueno, sí, las piedras, y los montes de California, y las casas señoriales. 

Veo los cortometrajes que Chaplin rodó en 1914 para la productora Keystone -su debut en el cine de la mano de Mack Sennett- y al mismo tiempo que me río, y que recobro mi niñez amorrado a la tele en blanco y negro, vuelvo a recordar que no existe la esperanza de eternidad para nadie. Todos los que trabajaron con Charlot en estas charlotadas ya son fantasmas atrapados en el celuloide: muertos que hacen el tontaina y cometen pequeñas gamberradas. Que se arriman a las damas y luego resbalan con pieles de plátano estratégicamente colocadas.

Del cuerpo de Charles Chaplin sólo quedan los rescoldos y los huesos. Incluso sus genes -que él legó al mundo con tanta generosidad- ya están diluyéndose en la sangre de sus descendientes. Así que su inmortalidad consistió, finalmente, en transustanciar su carne en celuloide, que era el material milagroso de su época. Otros se creyeron dioses por transustanciarse en un trozo de pan, ya ves tú. Cuando el celuloide empezó a degradarse, Chaplin redobló su milagro y se preservó en la cinta magnética, y luego, con el correr de los tiempos modernos, en los píxeles y en los bytes. Lo suyo tiene mucho más mérito que lo de Jesús.

Ahora mismo, en la posmodernidad, cuando ya casi nadie sabe lo que es un sombrero bombín, Chaplin viaja por el espacio a caballo de las ondas electromagnéticas. Se podría decir, con toda propiedad, que el espíritu de Charles Chaplin sigue vivo entre nosotros, flotando en el aire, y que de vez en cuando nos susurra la conveniencia de volver a ver sus payasadas de gilipollas, sus enamoramientos de inocentón, sus aventuras de perdedor incorregible.



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Chaplin

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Los cuatro gatos del callejón ya saben que me fascina la figura de Charles Chaplin. Y eso que el personaje no me cae especialmente bien. Leer su autobiografía es como contemplar una larga masturbación ante el espejo. Es el amor a uno mismo más famoso del siglo XX. En el libro apenas pueden leerse un par de dudas y un par de confesiones muy confesables. Un ego casi divino, a la altura del que se atribuían los césares de Roma. Salve, Charles, spectatores te salutan. 

Lo que pasa es que sir Charles era un puto genio, uno que todavía vive en nuestras lámparas maravillosas, y por eso le perdonamos todos sus pecados como curas en el confesionario: “Vete, hijo mío, y peca mucho más si eso te ayuda con tu trabajo”. Porque la soberbia, además como mucho, es un pecado capital, y la lujuria tres cuartos de lo mismo. Unos cachetes en el culo -muy sacerdotales- y ya quedas limpio de polvo y paja ante el Señor.

La película de Attenborough está basada directamente en aquella autobiografía, y tiene, por tanto, sus mismas virtudes y sus mismos defectos. Lo más interesante y detallado es lo del principio: la pobreza en Londres, la madre loca, la compañía de Karno, el salto a la fama... Robert Downey Jr. sin maquillar es Charles Chaplin redivivo. Pero a partir de ahí la película se queda sin tiempo para contar el intríngulis de las grandes películas. Apenas unas pinceladas y un desfile de pibones. Y un maquillaje de vejestorio que chirría como una antigualla de los tiempos pre-digitales.

El único defecto que aflora en la personalidad de Chaplin es el de no saber cuidar a sus mujeres. Haberlas dejado de lado cuando se metía en la harina de sus películas. “Follar está sobrevalorado. Cuando estoy preparando una película casi ni me acuerdo del asunto”. Algo así llega a decirle a ese personaje ficticio que le ayuda con sus memorias. Y aunque está feo, yo lo entiendo: hacer caso omiso de la parienta es un lujo que él podía permitirse. Si no es una, pues mira, la otra... A los demás, sin embargo, por poner un ejemplo, nos llega a caer en suerte Paulette Goddard y ya no hubiéramos conocido otra dedicación. Cuando se es muy rico, un décimo del Gordo no te aporta nada sustancial.



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El encargado. Temporada 2

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Ahora ya no, porque ya ves, pero antes la gente decía que yo era muy inteligente. Un poco como Eliseo, el encargado. Y yo siempre les respondía lo mismo: si fuera inteligente no estaría aquí escuchándote. Sin ánimo de ofender. Estaría, qué sé yo, en Miami Beach, con una pelirroja despampanante y traduciendo en dólares mi supuesta inteligencia. Porque la inteligencia, si no se traduce en nada práctico, en hacer la viva más confortable o más exitosa, ni es inteligencia ni es nada. Como mucho, destellos de una bombilla mal ajustada, que solo conecta de vez en cuando con la corriente. La gente confunde la inteligencia con la cultura, o con la cultureta, o con andar medianamente informado de la actualidad. Saber explicar lo del gato de Schrödinger no deja de ser una excentricidad; algo muy poco inteligente según el contexto donde lo sueltes.

Si fuera inteligente iba a estar yo aquí, escribiendo estas cosas que nadie lee.

Pensaba en esto mientras veía la segunda temporada de “El encargado”, que es mucho mejor que la primera. Y mira que la primera ya era cojonuda... Pero tenía, quizá, demasiados episodios, y además reconozoco que la vi medio empalmado, más pendiente de acariciar el cuerpo que se reía a mi lado que de entender cabalmente las peripecias de don Eliseo. El hombre y el mono se hicieron cada uno con un ojo y lo miraban todo de reojo: la serie y la gachí, lo que suele ser fatal para el balance de resultados. Ay, si yo hubiera sido más inteligente, pero inteligente de verdad. A esas cosas me refiero.

Eliseo es para el común de los espectadores un tipo inteligente: es maquiavélico, concienzudo, implacable. Le saltan chispas en la mirada. Cuando no es capaz de engatusar a los demás, los extorsiona o los desmantela. Siempre se sale con la suya. Pero yo niego la mayor: Eliseo no pasa de ser el encargado de un edificio en Buenos Aires. El tipo vive bien, desahogado, con plata en el banco, pero no es más que un solitario psicotizado. Un pobre hombre. Sus vecinos, a los que tanto subestima y zarandea, viven mucho mejor que él. Si esto es inteligencia, que bajen los dioses de la Pampa y lo vean.



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El amor de Andrea

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Como me aburría un huevo viendo “El amor de Andrea”, me dio por buscar Cádiz en el Google Maps y descubrí, sorprendido, porque nunca he estado allí, su geografía urbana tan peculiar. Iba a escribir que Cádiz se levanta sobre un istmo para hacer gala de mi ignorancia supina, pero antes de meter la pata, salvado por la campana de su catedral, Wikipedia me aclaró que Cádiz es en realidad una isla unida a la Isla del León por un tómbolo, que es un accidente geográfico ya olvidado -pero ahora recobrado- que estudiábamos en EGB. 

De hecho, hace dos veranos, ahora lo recuerdo, tuve que atravesar un tómbolo para acceder a la ciudad holandesa de Marken, que nada en un mar interior ya no sé si natural o artificial. Pero el guía, que iba más preocupado de señalarnos que en Marken vivía retirado Frank de Boer, el exjugador del Negreira C. F., no lo llamó así, sino otra cosa que ahora no logro recordar (quizá porque aquello, después de todo, no era un tómbolo, sino un dique artificial construido por esos hacendosos tan altos y tan rubios).

(Da igual: cuando algún día visite Cádiz y me quede maravillado por su singularidad geográfica, por la belleza de sus recodos, por la gracia y el salero de sus gentes, no creo que recuerde que por allí caminaba Andrea en busca de su padre, a ver si el gachó cumplía de una vez el régimen de visitas). 


- Las películas son más armoniosas que la vida, Alphonse. No hay atascos en los films, no hay tiempos muertos. Las películas avanzan como los trenes, ¿comprendes?, como los trenes en la noche. 

Lo decía François Truffaut en “La noche americana” y tenía más razón que un santo. O así debería ser, al menos, porque “El amor de Andrea” es un tren diurno que se pasa tres cuartos del metraje detenido en las estaciones. Es una película sobre gente que espera en salas de espera. A veces aguardan en despachos de abogados o en dependencias judiciales, pero también en playas, y en paseos marítimos, y en terrazas donde pega el solecito de la bahía, que hacen las veces de salas de espera naturales. Lo mejor de “El amor de Andrea” es que te convalida un recorrido virtual por Cádiz y te insufla unas ganas muy pre-veraniegas de conocer algún día la ciudad. 




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Un nuevo Dreyfus

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El facherío español aplaudió con las orejas este documental estrenado en el año 2015. Y eso que el tal Cyrille, según cuentan en internet, es un anarquista de izquierdas muy próximo a la línea de Noam Chomsky. Pero como el documental, para derribar la teoría oficial y proponer su propia paranoia, utiliza artículos de El Inmundo, vomitonas de EsFalange y vídeos colgados por TeleFranco, esta gentuza se vio de algún modo respaldada y sacó más banderas rojigualdas a los balcones. 

Como yo no frecuento la fachosfera -sólo los deportes de la COPE y la tertulia de La Cultureta- no me enteré de su existencia hasta que el otro día, después de ver “Nos vemos en otra vida”, me dio por refrescar los recuerdos de aquel atentado y de las pesquisas posteriores. Y, oh mi sorpresa, “El nuevo Dreyfus” salía en todos los gugleos que tantearas: daba lo mismo que buscaras “Trashorras” que “suicidas de Leganés” o “Pedro Jota mentiroso”. O incluso “ministros del PP con la cara más dura que el cemento armado”.

¿Pero qué coño es esto, me dije? Así que pinché, y reconozco que lo primero que leí me sedujo porque yo en su día también propuse una tercera vía para explicar las causas de la masacre. Lo que pasa es que como no soy cineasta ni tertuliano de los medios, mis explicaciones encontraron el escaso de eco de dos amigos incrédulos y tres parroquianos borrachos que ni siquiera me escuchaban en el bar. 

Cyrille Martin propone que fueron agentes de la CIA los que planearon la matanza y luego le echaron la culpa a cuatro desgraciados marroquíes que pasaban por allí (sic). Lo que pasa es que luego no nos explica la razón geoestratégica de tal atrocidad. Cyrille se enreda con la dichosa mochila que no explotó y ya pierde el rumbo y el oremus. Como en todas las paranoias, el argumento está forzado y cogido por los pelos. Empiezo a pensar que a este tipo le han contratado la Conferencia Episcopal y el IBEX 35 para seguir tocando los cojones, mantener viva la cruzada y esperar un nuevo turno de gobernanza para bajar todavía más los impuestos, que los yates y los putos de lujo se están poniendo por las nubes con la inflación que nos han traído los rojos. 




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