El libro de las soluciones

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Empecé a ver “El libro de las soluciones” el 26 de julio de 2024 a las cuatro de la tarde. Pensaba verla de cabo a rabo para después escribir estas líneas, sacar al perrete y luego, ya libre de obligaciones, abandonarme en el sofá a ver la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos. El planazo era pasar del París de Michel Gondry al París de Zinedine Zidane como si mi vida fuera un puente muy poco lustroso sobre el Sena.

Pero al llegar más o menos a la hora de metraje me quedé dormido con la canícula de la siesta. Antes de hacer deporte estas cosas no me pasaba nunca: vivía en un electroencefalograma plano que casi nunca se desconectaba. Mi atención era una bombilla de 10 vatios en la que siempre podías confiar. Ahora, con los esfuerzos -porque el médico me lo recomienda y porque quiero estar medianamente presentable ante mi última oportunidad- paso en apenas un minuto de la lucha contra las grasas al ronquido de un cerdo satisfecho. Es como si me bajaran el telón en mitad de la función, sin avisar. Es tan repentino el tránsito que no me da tiempo ni a protestar. 

De hecho, desde que practico deporte de chichinabo, pongo las estrellas de calificación según la virulencia del cansancio con el que enfrento las peliculas: si no me duermo, obra maestra; si caigo a los diez minutos, una película insufrible; y si caigo más o menos a la mitad, como en “El libro de las soluciones”, un quiero y no puedo que no merece más de dos estrellas, tres a lo sumo.

Me prometí seguir con la función al día siguiente, con el cuerpo descansado y el pebetero ya encendido. Pero lo cierto es que escribo estas líneas muchos meses después sin haber terminado la película. En el fondo me da igual lo que le pase a este alter ego de Michel Gondry: sus neuras, sus caprichos, sus malos modos, sus genialidades... Me da igual que su personaje gane el premio César o acabe pidiendo calderilla en una esquina. Me la suda. No aguanto esa afirmación continua de “soy un genio incomprendido”. El humor a veces no basta para disimular la egolatría.

De Michel Gondry, ay, siempre nos quedará el eterno resplandor de una mente sin recuerdos.





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Hipócrates

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Hay muchas formas de matar. Las que acaparan más titulares en los telediarios tienen que ver con los dictadores, los terroristas y los machistas despechados. Son los crímenes más espectaculares del repertorio y merecen la condena de cualquier espectador con raciocinio. Hay violencia explícita y culpables definidos. También son los crímenes más usados por Hollywood para enhebrar sus historias truculentas.

Pero hay formas de matar más silenciosas -e incluso más eficaces- que no forman parte de la crónica de sucesos ni de las páginas de  internacional. Cada vez que un telediario anuncia que el gobierno de Madrid o el subgobierno de cualquier autonomía va a reducir el presupuesto en sanidad se comete un crimen atroz equiparable a los citados anteriormente. Y esto ya casi nadie lo denuncia. 

De hecho, la mitad de la población vota a los partidos que defienden estos recortes asesinos; a estos tipejos y tipejas que prefieren no gastarse 1000 euros en un tratamiento para luego gastárselos en una obra no necesaria o en un fiestón con prostitutas. Son los llamados “votantes desinformados”, los tontos del culo, los sociópatas de toda la vida. Es triste pensar que uno de cada dos ciudadanos con los que te cruzas por la calle está de acuerdo con que la gente sufra más de la cuenta o se muera directamente porque la ambulancia no llegó a tiempo, la enfermera no dio abasto, el especialista estaba de vacaciones o la cama tuvo que ser atravesada en mitad de los pasillos.

Viendo “Hipócrates” me acordaba todo el rato de Isabel Natividad. Es imposible no tenerla en mente cuando los médicos de la película se ven desbordados por la falta de presupuesto. La falta de medios -insisto- costa vidas o provoca dolores insoportables. Esa mujer indeseable denegó la ayuda sanitaria a los pobres viejos del Covid argumentando que “total, todos se iban a morir”. Lo ves en una película y no terminas de creértelo. 

En aquel momento, la gente decente se echó las manos a la cabeza y yo no entendía el porqué de su sorpresa. Asesinarnos silenciosamente es un objetivo que se debate a diario en los conciliábulos del poder. Es la Solución Final de las modernas democracias.




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Los años nuevos (2023-2024)

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Nochevieja de 2023

Mientras ceno con mi madre, en León, miro el teléfono varias veces por si entrara un mensaje de N. a última hora. Lo seguiré haciendo hasta después de las uvas. Pienso: “entre su kilométrica familia, sus mil amigas, sus innumerables ex amantes y el colapso general de las líneas telefónicas, puede que hasta la una de la madrugada aún haya tiempo para recibir una felicitación ambigua que abra... ¿qué?: ¿una puerta?, ¿una gatera? 

Cuando el reloj marque las dos comprenderé que ese mensaje ya no va a llegar jamás. Ni yo tampoco voy a forzarlo con un mensaje por mi parte. De hecho, ya no tengo a N. en mi lista de contactos. Por un lado ya no quiero saber nada; por otro -aún- quiero aspirar a todo. 

Dormiré inquieto, quizá con dos copas de El Gaitero de más. Al despertar, lo primero que haré será mirar el teléfono con la penúltima de mis esperanzas. El silencio en el espacio electromagnético es atronador. N. ya es, oficialmente, historia.


Nochevieja de 2024

Ceno en casa de mi madre, que es la casa de mi infancia. Estamos los dos solos porque mi hijo está con su madre en la otra trinchera. Le echo de menos. Mi madre ha preparado la sopa de pescado de toda la vida. En la tele dan las mismas tonterías consabidas. Es un déjà vu confortable pero derrotista.

Cenamos en esa mesa victoriana que es todo un lujo de anticuario, de madera de nogal. La talló mi propio padre con motivos vegetales. Mi padre tenía alma -aunque muy escondida- de poeta. Él es uno de los fantasmas de las navidades pasadas que viene a visitarnos. Mi madre siempre le recuerda en voz alta en algún momento. Yo no, pero sí percibo su presencia. 

Iba a decir que mis ex amantes también son fantasmas de las navidades pasadas que rondan por aquí. Pero como no me consta que ninguna haya fallecido, yo diría que son sus cuerpos astrales los que se amorran al ventanal para ver cómo me va en esta soledad ya un poco resignada. Unas para burlarse y otras por simple curiosidad. Ese rato que va del fin de la cena a las campanadas en la Puerta del Sol es sin duda el más tonto del año. Y en algo tienen que entretenerse.






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Los años nuevos (2021-2022)

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Nochevieja de 2021

Poco antes de atacar los langostinos en casa de mi madre, N. reaparece por sorpresa en mi teléfono para felicitarme el año y prometerme que el día 2, esta vez sí, y no como la otra vez, cruzará la cordillera para conocerme. 

La otra posibilidad -que yo vaya a conocerla cerca del mar- siempre la descarta de plano, como si las vías del tren solo tuvieran un sentido. Hay algo muy inquietante en su negativa, pero ella es una mujer guapísima, sospechosamente inalcanzable, y yo prefiero hacerme un poco el despistado. 

N. me asegura que no estaba muerta, ja já, sino solo de parranda. Que se le han ido los días y las noches un poco de la mano... Llevamos un mes jugando al gato y al ratón pero nos habíamos conocido dos años antes, en Tinder. Por aquel entonces las conversaciones quedaron en punto muerto y yo ya no supe más de ella. Ni ella de mí. O bueno, sí: a veces nos seguíamos furtivamente en internet. 

N. reapareció un mes antes de la Navidad con un mensaje de whatsapp -hola, perdona, qué tal vas... - como si la conversación se hubiera interrumpido por un fallo en la cobertura. El “Decíamos ayer” de fray Luis de León. Yo estoy muy interesado en ella, telemáticamente enamorado, pero al mismo tiempo me mosquean sus apariciones de oasis o de espejismo. Su falta de explicaciones razonables. Sus mentiras y sus mentirijillas.

El día 2, por supuesto, no aparecerá. Lo hará el día 7 como regalo de Reyes, siempre tardía, sin reloj ni calendario.


Nochevieja de 2022

Aunque esa Nochevieja nos cruzamos muchas promesas de amor eterno, N. y yo, en el videojuego de nuestra relación, aún no henos alcanzado el nivel de juntar a las dos familias en una mesa comunal. Así que cenaremos separados por la cordillera y por una cierta desconfianza. 

Cuatro meses antes, en verano, hemos viajado juntos por Europa y hemos descubierto que somos espíritus afines. De pronto lo banal se tornó muy trascendente y nos asustamos un poco, así que rompimos, volvimos, nos juramos amor eterno esta vez de verdad... Todo ello en un trimestre.

Esa Nochevieja, los mensajes de amor se prolongarán hasta las 2 ó 3 de la madrugada. Llegaremos a insinuar cosas muy serias y formales. Luego me dijo que ya se iba a dormir. Yo le dije lo mismo. Una parte de mí confiaba en ella. La otra no.




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Los años nuevos (2019-2020)

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Nochevieja de 2019

Jana ya no está en mi vida. O sí, pero de otra manera. Sale en algunos sueños y en muchas pesadillas.

Esa Nochevieja, al otro lado del teléfono, y también al otro lado de la frontera provincial, hay una mujer llamada X. que me quiere. A su extraño modo, pero me quiere. Yo también la quiero, a mi manera. Nunca hay dos quereres iguales ni canónicos. O sí, pero solo en las películas de Hollywood. A veces das una cosa y te corresponden con otra. A veces te entregas y ellas te fallan; a veces tú fallas y ellas se entregan. A veces la comunión de los cuerpos enmascara la descomunión de los espíritus. Y al revés. Supongo que la Gran Sintonía es eso que llamamos el Gran Amor. Pero el Gran Amor -empiezo a sospecharlo ya por esa época- sólo es un argumento ideado por Don Draper para vender cocacolas.

Paso esa Nochevieja en León, con mi madre. Mi hijo ya no recuerdo si estaba porque desde que se hizo mayor de edad elige trinchera cada año. Estoy seguro de que en los whatsapps de aquella noche alguien comentó la última noticia sobre un virus raro que se expandía rápidamente por China. Cosas de chinos, dijimos... Tres meses después, justo antes de mi cumpleaños, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado tomaron posiciones en las fronteras interiores.


Nochevieja de 2020

No recuerdo nada especial: León, mi madre, quizá mi hijo, las campanadas con la Pedroche, el programa de Cachitos en La 2... Aún eran tiempos de pandemia. Somos muchos los que hemos desarrollado una amnesia peculiar -yo diría que freudiana- sobre aquellos días vacíos y desperdiciados. Esa Nochevieja no hubo viajes ni experiencias. Nada de fiestas ni de polvos del siglo. Sólo la calma chicha del tiempo en reclusión. 

Esa noche, los reinos de taifas seguíamos separados por fronteras de alambre y espino. X. no solo vivía al otro lado de la raya provincial, sino también al otro lado de la raya autonómica, lo que en aquella época era como vivir más allá del Muro de Berlín, con tipos armados y cabreados pidiendo pasaportes y salvoconductos. Fueron malos tiempos para la lírica. Internet mantuvo muchas relaciones distantes al calorcillo de las brasas.




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Los años nuevos (2017-2018)

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Nochevieja de 2017

Ceno en casa de Jana. De hecho, ya vivo allí. En realidad es nuestro segundo intento de convivencia, porque el primero fue -por decirlo de algún modo- tragicómico, falto de sustancia y de convencimiento. Yo echo de menos mi casa -tan aislada de ruidos, tan tranquila, tan fácil de calentar- pero el amor requiere sacrificios y yo, por Jana, a pesar de todo, estoy dispuesto a perpetrarlos.

Mi madre pasa la noche con nosotros. Es la primera Nochevieja que pasa fuera de su casa en casi cincuenta años. En un momento dado, paso por la cocina a recoger algo y la sorprendo llorando en un rincón, un poco por todo: por la desubicación, porque falta mi hijo -que está con su madre-, porque el amor que yo creo floreciente visto desde fuera no tiene remedio ni perdón. Le digo que no se preocupe, que las cosas van bien, pero en verdad no me lo creo del todo.


Nochevieja de 2018

He regresado a mi casa de antes. Estaba de nuevo disponible en el mercado. Los dioses suelen darte por un lado lo que te quitan por el otro. Pero esa Nochevieja no la paso en La Pedanía, sino en León, en casa de mi madre. Jana se ha quedado en la suya, con sus responsabilidades y sus turnos de trabajo. En realidad seguimos juntos, pero no estamos. O puede que sea al revés... Es todo muy raro. Hemos roto y vuelto tantas veces que en ocasiones, cuando me preguntan, me quedo dudando y la gente me mira sin comprender. Deben de pensar que soy imbécil. Que somos imbéciles.

La explicación más simple es que ninguno de los dos se atreve a dejarlo para siempre. Estamos muy hartos, pero también muy solos. Hay desencuentros inconsolables, pero también conexiones mágicas, momentos de comunión casi como de película romántica. La vida nos da un miedo terrible. Harían falta varios psicólogos para explicarnos. O quizá no: luego te enteras de que hay mucha gente así, viviendo historias incluso más grotescas que la nuestra.

Recuerdo que el día 2 de enero nos fuimos a La Coruña, al piso que mi hijo nos dejó. Allí, frente al mar donde encallan y arden los petroleros, intentamos reflotar nuestro velero de papel. Qué cursilada, por Dios... “Alondra”, la que buscaba poetas, se hubiese emocionado.





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Los años nuevos (2015-2016)

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Nochevieja de 2015. 

Es la primera Nochevieja que paso oficialmente como “separado”. La buena noticia es que ya no tengo que comer las uvas en casa de mis suegros. Estoy a salvo, al menos, de un envenenamiento. Los últimos años,  como ya nadie me miraba, le cambiaba el plato al cuñado más cercano. 

Esa Nochevieja, en casa de mi madre, hay una mujer de nick “Alondra” al otro lado de los mensajes. He contactado con ella hace un par de semanas, en las aplicaciones del amor. Vivimos apenas a un kilómetro de distancia pero ella dilata y dilata el primer encuentro con café. Como soy un pardillo primerizo, tomo por timidez lo que sin duda es un juego de veterana. 

Con el año ya iniciado llegaremos a vernos un par de veces. Seré como uno de esos actores que obtienen el papel de rebote. En la primera cita habrá eso, café, y nada más. En la segunda me dirá que no le gusta nada de lo que escribo. Que ella busca soñadores y poetas que la hagan “sentir”... Que es una pena y tal.


Nochevieja de 2016

Ella se llama -vamos a decir- Jana. La he conocido hace un par de meses y ya me ha dejado dos o tres veces para luego retomarlo. Hay algo raro en ella. Más tarde me contará que también estuvo jugando con varios candidatos. Yo tengo mis dudas lacerantes, pero en esa montaña rusa de abandonos inexplicables y de retornos entusiastas he tenido el mejor sexo de mi vida. Llegó muy tarde, tardísimo, pero llegó. Y yo apenas soy un antropoide con un barniz de sofisticación.

Esa Nochevieja la paso con mi madre y con mi hijo. Jana se compromete a recogerme después de las uvas para irnos de parranda. A las tantas de la mañana, harto ya de esperarla, empiezo a quitarme la ropa de gala cuando ella por fin aparece. Tiene coartada, o yo al menos me la creo. Su vestido ayuda mucho a convencerme.

Para ser justos con Jana, esa Nochevieja que dio paso al 2017 fue la noche más tonta de mi vida. Yo ni si quiera me reconocía por los garitos, de pronto atrevido y ocurrente. Al amanecer, antes del penúltimo combate, tomamos los churros en la primera cafetería abierta que encontramos. Yo ya lo iba confundiendo con el amor.

(Continuará)





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The Bear. Temporada 3

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Yo vine a la tercera temporada de “The Bear” empujado por el amor. Lo otro, lo del "Diverxo" de Illinois, me importaba más bien poco.

Yo sólo quería saber si el berzotas de Berzatto había recompuesto su relación con ese ángel del Señor llamado Claire. Porque los ángeles del Cielo, en contra de lo que sostenían los teólogos de Constantinopla, sí tienen sexo y a veces pasan largas temporadas en nuestro planeta. Claire, por ejemplo, bajó de las nubes y se disfrazó de chica de barrio en la segunda temporada de la serie, justo cuando ya estábamos hartos de los fogones y de los perejiles sobre el tartar. Claire fue un puñetero milagro y un remanso de paz en nuestro espíritu. 

Siempre he pensado que a esta serie le falta una raspadura de humor y un gratinado de romanticismo para merecerse todos los premios que le dan.  Hasta que Claire conquistó nuestros corazones -que son de casquería barata pero muy dados a la belleza- “The Bear” era un documental sobre cómo llevar un restaurante que fabricaba michelines y luego se refinó para conseguir una estrella Michelin. 

Claire, tan guapa ella, nos trajo la trama amorosa que es el verdadero leitmotiv de nuestras vidas. Y de nuestras ficciones.

Yo venía a ver un beso de reconciliación en el invierno de Chicago, pero me han vuelto a calcar diez episodios de alta cocina que no me interesaban en absoluto. Hace poco publicaron en el periódico las nuevas estrellas Michelin de los restaurantes españoles y no hice ninguna intención de conocerlas. Nunca pondré el pie en un sitio de esos; pero si algún día voy -arrastrado únicamente por el amor- me pasaré la vida arrepintiéndome del estipendio. De la tontería aburguesada. Donde esté una fabada asturiana como Dios manda que se quiten las colas de langostino con puré de anacardos y raspaduras de cojón de mico por encima. 

No digo que no esté rico: sólo digo que no es más que una demostración de estatus. Un medirse las pollas con las papilas gustativas. No es mi rollo. Claire sí que era mi rollo y me la han escondido todo el rato en la despensa. Malditos sean, los seres sofisticados. 





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