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Esto va a doler

🌟🌟🌟

Lo cualitativo no puede medirse con números. Lo cuantitativo sí, como el precio de un melón o los goles de Cristiano Ronaldo. Quiero decir que no existe un libertómetro para medir la libertad, ni un asustómetro para ponerle cifra al canguelo que llevamos.

Y con el amor pasa exactamente lo mismo. Es un concepto inefable y vaporoso. Decir te quiero mucho o te quiero poco es lo más aproximado que tenemos. ¿Cómo medir un sentimiento engañoso y multiforme? Cuando nos decimos enamorados, ¿lo estamos de verdad? ¿Y qué significa ese “de verdad”? ¿Hay que trascender el sexo para declararse enamorado? ¿O eso no es más que romanticismo eunuco y trasnochado? Si pienso en él o en ella a todas horas, ¿estoy obsesionado o estoy enamorado? ¿Los celos me delatan como enamorado o como un enfermizo de cojones? No hay cifra que resuelva este cacao hormonal mezclado con el bagaje educativo y las hostias recibidas. “Usted, del 1 a 100, está enamorado en un 79”. Menuda chorrada. Nadie se lo tomaría en serio.

Sin embargo, en “Esto va a doler”, como si se tratara de un episodio de “Black Mirror”, un sabio loco concluye que el amor sí se puede medir, y que el secreto está en las uñas (sic), pues al parecer el no-emamorado desarrolla en ellas unas imperfecciones somáticas y químicas que una especie de microondas puede analizar. La medida, eso es verdad, es muy rudimentaria, casi binaria: introducidas una uña de cada amante en el microondas sólo existen tres posibles resultados: 0% si nadie ama a nadie, 100% si ambos se aman, y un 50% si uno está enamorado pero el otro no. Es decir: el viejo dilema del amante y del amado que tan bien explicaba Antonio Gala.

Lo que pasa es que la máquina, en estos casos, para no señalar a nadie y que las relaciones desequilibradas no se conviertan en un mar de reproches, no canta quién es el amante que no amaba lo suficiente, o se engañaba a sí mismo, o solo fingía estar enamorado. La verdad es que lo piensas bien y no es moco de pavo el invento. 




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The Bear

🌟🌟🌟


Supongo que no soy muy original si digo que en "The Bear" solo falta Alberto Chicote abroncando al personal. De hecho, para inspirarme, he leído varias críticas de los internautas y dos de cada tres mencionan lo de Chicote como chascarrillo recurrente. Pero es que su figura nos viene al pelo, jolín. Los entresijos de “The Original Beef of Chicagoland" -este restaurante de tercera generación italiana y de tercera categoría regional- son los mismos de aquellos tugurios en los que don Alberto desplegaba sus consejos de señorito Rottenmeier. 

(¿Que quién es la señorita Rottenmeier?: los teleadictos de mi generación la recordarán de la serie “Heidi”. ¿Que por qué conozco a Alberto Chicote si hace tiempo que ya dejé de ser un teleadicto?: porque vivo en el mundo y me entero de las cosas, nada más).

“The Bear” me interesaba por dos razones poderosas: la primera porque un buen amigo me la recomendó, y la segunda porque mi hijo quiere ser un cocinero como el prota de la serie. De hecho ahora mismo está en ello, formándose y trabajando al mismo tiempo. Pero mi hijo -nos ha jodido- quiere ser un cocinero de trayectoria opuesta a la de Carmy Berzatto: empezar por el tugurio, si no hubiese otro remedio, para terminar fogoneando en los altos hornos de Vizcaya o en los bajos de hornos de Guipúzcoa, donde se corta el bacalao de los profesionales creativos y afamados. Un sueño, quizá, pero un sueño inspirador para sus 23 años de pura vitalidad.

De hecho, sin haberla visto todavía, yo le recomendé “The Bear” con expresiones muy entusiastas y promesas de satisfacción, por si extraía de ella algún aprendizaje sobre la vida frenética de los fogones. Y ahora, la verdad, ya no sé si he hecho bien. La serie está bien, pero no tanto, y quizá todo lo que ahí se cuenta más bien tienda a desmoralizarle. O no, porque él no es tonto, y sabe lo que hay, y tiene asumido que la fama cuesta, y que hay que pagarla con sudor. “Fama” era otra serie de mis tiempos teleadictos.





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