Pi

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Hoy me han traído el ordenador portátil a la habitación del hospital. Cinco días después del ataque de melancolía he recobrado el ánimo de ver películas, aunque sea en estas condiciones nefastas, con las interrupciones continuas de las enfermeras, los ruidos y golpes que no cesan, las visitas que aparecen a cualquier hora del día. Las llamadas de teléfono que se suceden y que uno, por cortesía elemental, no puede dejar de lado. Tengo, además, un ordenador portátil que se apaga cuando le da la gana, que acepta y expulsa los discos a capricho, que se recalienta a tal velocidad que cuesta sostenerlo largo rato sobre las rodillas, o en el regazo. Un cacharro que necesitaría, mucho más que su dueño, una larga estancia en el hospital comarcal de las reparaciones.

Así que tengo que esperar a las horas más tranquilas de la noche para ver, o mejor dicho, para rever, esta extraña película que es Pi. Es muy rara, muy corta, muy de Darren Aronofsky, y además es en blanco y negro. Va de un genio matemático con dolor de cabeza que trata de descubrir, allá en su habitación repleta de ordenadores y de cables, la regla numérica que rige las alzas y bajas de la Bolsa. Va del número π, de la cábala judía, del número sagrado de 216 cifras que es el verdadero nombre de Dios… Es una locura de contenido extraño y cámara neurótica que no se queda quieta. 

Max Cohen, el protagonista, que está como una puta cabra, se encierra en su apartamento de cien cerrojos para que lo dejen trabajar tranquilo, para que nadie le robe el secreto de sus matemáticas. A mi, sin embargo, que estoy aparentemente cuerdo, no se me permiten tales privilegios en ningún lugar. No en el trabajo, por supuesto, donde uno vive bajo la vigilancia constante e indirecta de los demás. No las cafeterías, claro, donde uno está sujeto al escrutinio chismoso del vecindario. Y mucho menos en casa, donde un cerrojo sería, en sí mismo, la prueba acusatoria de las maldades horrendas que se pretenden ocultar. Sueño con una habitación en la que jamás entre nadie, ni a preguntar, ni a saludar, ni a buscar nada, hasta que la película puesta en marcha no haya terminado. Hasta que los comentarios que yo escriba sobre ella hayan cogido consistencia y vuelo. Es un sueño simple, irrisorio, pero imposible de cumplir. Los que viven conmigo prefieren aguantar mis quejas, y mis jetas contrariadas, antes que concederme el pestillo que los libraría de mis malos modos. Malvivo en el complejo mundo de las relaciones humanas.



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Contraté a un asesino a sueldo

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Hoy he vuelto a ver una película de Aki Kaurismäki. Se titula Contraté a un asesino a sueldo y otra vez me he quedado frío como un finlandés en calzoncillos, perdido en la tundra. No conecto con Kaurismäki. No alcanzo ese grado de cinefilia, ni de implicación. Lo que debería ser una celebración para mi mentalidad escandinava se ha convertido, no sé cómo, en un desencuentro educado y muy frío. Muy nórdico. Ya me ocurrió con La chica de la fábrica de cerillas, o con Un hombre sin pasado. Ninguna de ellas ha dejado poso ni casi recuerdo. Las recuerdo como buen cine, genuino y diferente, pero cine del que se me olvida, del que no me deja imágenes, del que voy degustando con curiosidad mientras pienso en cientos de películas mejores con las que haber pasado el rato.




Quizá no soy tan escandinavo como pretendo ser, o quizá Kaurismäki es un finlandés atípico al que no entienden ni sus propios compatriotas. Quizás él baja al Mediterráneo mientras yo subo al mar Báltico, y nuestros encuentros se producen en una zona templada donde ninguna emoción nos conecta. Quizá soy yo quien espera de él cosas que no ha prometido. Al principio esperaba encontrar en sus películas la idílica Finlandia del bienestar social y las mujeres rubiazas como el trigo, y sin embargo, Kaurismäki jamás abandona los pisos cutres ni los baretos deprimentes. Siempre saca, además, a mujeres muy feas, y a hombres muy repulsivos, para que no le rompan el conjunto artístico ni la coherencia del plano. Su Finlandia no es precisamente la Dinamarca luminosa y bien funcionante que sí enseñan las películas Dogma. A veces, incluso, como en Contraté a un asesino a sueldo, ni siquiera es Finlandia el marco de sus historias desventuradas, sino Londres, con su niebla, con sus borrachos, con su cochambre…
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Quills

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Quills es una película atípica en mi cinefilia particular, porque a pesar de los muchos años que han pasado sin revisitarla, conservaba de ella un recuerdo casi exacto. Quills contiene poderosas imágenes que no se me van de la cabeza, duelos verbales entre el marqués de Sade y sus puritanos carceleros que son líneas maestras del diálogo, y de la vida.

Me es muy cercana, además, Quills. En el fondo, más allá de las enseñanzas morales y del contexto histórico, no es más que la historia de un personaje al que no le dejan escribir. Él marqués dispone de todo el tiempo del mundo, allá en su celda de Charenton, pero le niegan el tema, la esencia de su escritura. Yo, por contra, que vivo en otro siglo, y que tengo la libertad de elegir mis temas, incluso los más obscenos y escandalosos, no dispongo del tiempo que sí disfrutaba él, en su condición aristocrática. Porque el marqués, en su reclusión, no cocinaba, ni fregaba los platos, ni salía de compras, ni llevaba a su hijo a las actividades, ni atendía las llamadas del teléfono, ni sacaba al perro a pasear, ni perdía las tardes enteras viendo partidos de fútbol. Se lo daban todo hecho, en su celda de privilegio. Y los ingleses, allá en la pérfida Albión, enfrascados en las guerras contra sus compatriotas franceses, aún no habían encontrado tiempo para inventar el maldito balompié.

A veces me pregunto si no sería ésa mi vida ideal, la de preso. Pero no uno fijo, como el marqués de Sade, sino uno discontinuo, a temporadas, sujeto al dictado creativo de mis musas. Conocer España de cárcel en cárcel, de soledad en soledad, liberado de las pesadeces de la vida. Allí gozaría del encierro sin tentaciones ni distracciones. Tendría tiempo para pensar, haría ejercicio, llevaría una alimentación más equilibrada, y eso sin duda se reflejaría en un estilo más reflexivo y depurado. Bastaría con elegir el delito más adecuado para desarrollar cada proyecto: una evasión de capitales para una novela corta; una estafa inmobiliaria para optar a un premio de narrativa breve; unas ofensas a la Casa Real para juntar unos añitos y enfrentarme con serenidad a la obra cumbre de mi vida.



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Splice

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Es difícil acertar con la película del día cuando el estado de ánimo se arrastra por los suelos. ¿Una comedia, quizá, para elevarlo? Se corre el riesgo de que las sonrisas salgan espurias, dolorosas de parir. ¿Un drama, entonces, para regodearse en el sufrimiento? ¿Y qué nos aportaría, en tal caso, el regodeo? ¿Una cosa romántica y tontorrona que nos engañe sobre la realidad arisca del amor? Pero nada, ay, en los días aciagos, me hará olvidar que Natalie Portman vive lejos, muy lejos, al otro lado de un gran océano de aguas frías y profundas.

Hastiado del proceso mismo de la elección, voy descartando una película tras otra hasta encontrar Splice. Es una de ciencia ficción que viene firmada por Vicenzo Natali, el tipo extraño que hace años nos metió en la locura de Cube, y que luego nos regaló esa gran película llamada Cypher. ¡Bingo! La ciencia ficción, ahora caigo en la cuenta, posee esa neutralidad curativa que hoy ya desesperaba de encontrar. Lo mismo te vale para un día soleado que para un día lluvioso. Lo mismo para celebrar la felicidad que para huir de la pesadumbre. Con la ciencia ficción, o te sales de esta dimensión o te piras de este planeta. En cualquier caso, abandonas este tiempo presente, esta humanidad previsible y monótona. Este hartazgo de uno mismo.

A los dos minutos de Splice presiento que van a pasar grandes cosas, y que, por fin voy a sentirme de nuevo un hombre atinado. Pintan bien, los esbozos iniciales, y además, para mi agradable sorpresa, la protagonista principal es Sarah Polley, esa canadiense con la que yo compartiría la isla más desierta del mundo. En Canadá, o en la Polinesia, lo mismo me da. Ya hace años que vivo muy enamoriscado de esta actriz, aunque ella a veces malgaste su excelencia en películas aborrecibles que no la merecen. Como Splice, por ejemplo, que a los veinte minutos de metraje agota todas sus promesas y se va volviendo, por este orden, aburrida y ridícula. Uno aguanta por orgullo, por Sarah Polley, por esperar el milagro de última hora que salve la jornada del naufragio. Pero no era el día. Definitivamente, no lo era.




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Celebración

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No hay nada más aburrido que una tarde de domingo sin fútbol. Los dioses crearon los domingos y el fúbol al mismo tiempo, en fiesta santificada, en unidad indivisible. Días como el de hoy son atentados contra el orden divino de la Creación. Días propensos al pensamiento, a la comunicación infructuosa, a las tentativas de ocio que se diluyen en la apatía. El fútbol es el opio del pueblo. La pastilla azul que nos redime de Matrix. Tan eficaz que no tiene sustituto posible. Al menos en mi vida. Ni siquiera las películas, a las que amo más que a mí mismo, son capaces de llenar ese vacío infinito de las horas muertas. Porque las tardes de domingo son algo más que aburridas: son deprimentes, funestas, oscuras incluso en verano. Son el recordatorio de que la vida, a fin de cuentas, no vale nada. El colofón sombrío de una semana desperdiciada, Las tardes de los domingos son el tiempo muerto de la esperanza.

Condenado, pues, a ver una película en domingo, me apetecía una destructiva, desangelada, de esas que tiran a dar. Celebración. La había visto hace años, en un ciclo patrocinado por Caja Usura, pero no recordaba de ella más que una simple sinopsis. Y no sé por qué, la verdad, porque esta recreación de la Gran Familia Disfuncional es el reflejo -exagerado, pero no desencaminado- de todas las familias disfuncionales que hay en el mundo. Y que son, en realidad, todas ellas: la mía, la de usted, la de cualquiera, aunque no la comande un padre pederasta ni la mangonee una madre imbécil, como en la pelicula. Basta con ser uno mismo, con preservar el espacio privado, con defender los propios intereses, y la familia, como unidad de destino en lo universal, se va al garete. Cualquier cena de Nochebuena basta para desmontar el mito, incluso el de las familias más unidas y entrañables, quizá las peores.




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Los descendientes

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Hacía más de cinco meses que no entraba en un cine, desde aquella ocasión en que Pitufo y yo fuimos a ver Super 8. Todo un récord de absentismo para mí, que antes era el okupa de las salas. En mis tiempos mozos me dejé sueldos enteros por las taquillas de media España, cuando vivía en las ciudades, cuando estaba de vacaciones, cuando visitaba a un familiar de las Chimbambas. Veía casi todo lo potable, casi todo lo premiado, casi todo lo recomendado.

Pero esa época ya pasó. Ahora parezco uno más de esos carrozas que se casaron, tuvieron hijos y abandonaron la costumbre sin nostalgia ni remordimientos. Vivo rodeado de ellos, pero no soy uno de ellos. Yo no abandoné las salas de cine: a mí me echaron de ellas. Los que no paraban de hablar, los que no paraban de masticar, los que no paraban de hacer ruido con las bolsas. Los que no paraban de soltar gracietas, de ir al servicio,  de consultar sus teléfonos móviles. Los que iban con los niños y los dejaban corretear por los pasillos; los que iban con la abuela sorda y le iban gritando la trama; los que iban en pandilla y confundían el espacio público con el salón de su casa. Los que trabajaban allí y consentían el lamentable espectáculo. Los que estaban a mi lado y jamás secundaron mis airadas protestas. Los que luego escuchaban mis razonamientos en las tertulias y decían que yo era el malo de la película, intransigente y maniático. Me echaron todos ellos, sí.

 A toda esta gente le importaba una mierda el cine, y sin embargo, fui yo, que era el que más lo amaba, quien tuvo que desistir. Me echaron, como quien dice, de mi propia casa. Porque los cines eran eso, mi hogar, mi segunda residencia, el lugar donde yo pasaba las vacaciones de mí mismo. Los cines eran mi fumadero de opio, mi refugio en las montañas, mi velero alejado de la tierra firme y de los humanos insoportables. Los cines eran algo más que mi propia casa, porque yo, en mi casa, me limitaba a vivir, pero en ellos soñaba. Era feliz.

Hoy he tenido suerte. En la sesión de las cinco sólo éramos seis personas: tres loros acartonados que iban a ver a Clus (sic) Clooney, una pareja de mujeres de mediana edad con pinta de maestras de primaria, un pobre hombre sentado al fondo de la sala, y yo mismo, a dos filas de distancia del cogollo central, temeroso de que en cualquier momento comenzara el parloteo y se desencadenara la tormenta. No ha sido así. Apenas unos murmullos educados en los títulos de crédito inciales, y luego, el silencio. Supongo que Clus les parece tan guapo a las mujeres que las deja boquiabiertas, incapacitadas transitoriamente para articular sonidos. Bendito seas, Yors.



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No va más

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Por la noche, para olvidar las penas y diluirme en el no-yo, busco en la bodega del barco bucanero una película que me embote los sentidos. Ni siquiera busco: me tapo los ojos, suelto el dedo índice al azar y me topo con No va más, coqueta película a la que llegué hace meses siguiéndole la pista a Michel Serrault, el viejo y encantador diplomático de Nelly y el señor Arnaud. Me gusta mucho el ciné francés. Básicamente porque en él hablan francés, y ese idioma, a la horas nocturnas en que yo veo las películas, es como música relajante para mis oídos. En francés, todos los hombres parecen cultos y poetas, todas las mujeres seductoras y dispuestas a darte un sí. No hay nadie idiota ni feo en el idioma de Montaigne. Es el idioma del refinamiento, de la excelencia, del amor...

Luego, claro está, en Francia hay películas buenas y malas, como en todos los sitios. No va más es entretenida y juguetona. Serrault llena la pantalla e Isabelle Huppert vuelve a lucir esa belleza suya tan turbadora y glacial. Tendría que seguirle la pista a este director, Claude Chabrol, del que ya vi en tiempos lejanos La ceremonia, pero resulta muy fatigosa la búsqueda de cualquier cine francés de qualité. En La 2 ya sólo ponen a Punset y a los leones del Serengueti, y cuando se equivocan de botón y ponen una película francesa, la ponen en versión doblada, con esos dobladores que son siempre los peores de su promoción, becarios monocordes y abúlicos que se sacan unas pelillas.Sólo en los canales de pago puedes encontrar cines francés en condiciones, pero casi siempre son estrenos instrascendentes, o el eterno retorno ya cansino a las películas de Godard o de Truffaut. 

Al final no queda más remedio que entregarse a la compra, pero uno no es precisamente rico, y no puede dejar los dineros al tuntún en películas de dudoso recorrido emocional. He ahí, entonces, el momento en que la descarga gratuita vuelve a incitarnos como una serpiente enroscada en el Árbol del Conocimiento. Pero no es culpa nuestra: es el sistema que nos viste de piratas con parche en el ojo, y cara de malos...


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Te quiero para siempre

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Te quiero para siempre es una película de irónico título, porque en ella, a fin de cuentas, nadie se quiere para siempre. Unas veces por capricho y otras por imponderables de la vida, sus protagonistas se ven obligados a desdecirse continuamente de sus juramentos de amor. Es una película invernal, de gruesos abrigos, de cielos plomizos, de hospitales blanquísimos, de una amargura exquisita y muy civilizada. 

Me gusta ver películas danesas. Dogmáticas del dogma, o clásicas en su estilo, todas enseñan un país donde las cosas parecen funcionar. A veces me fijo más en el contexto de los daneses que en los daneses mismos que sufren y parlotean. Uno ve que allí los hospitales están limpios, que los pisos son coquetos y funcionales, que la gente va en bicicleta por las calles sin dar por el culo al personal, y sin ser ellos mismos, dados por el culo. Se ve que en Dinarmarca la gente es educada, y que son europeos de pura cepa. Son liberales, follan mucho más que aquí y hablan inglés con una facilidad envidiable. Definitivamente mola, Dinamarca. Hay nieve, tambièn, para aburrir, y yo echo mucho de menos la nieve de mi infancia, de cuando caía en León y no paraba.

Si algo huele a podrido en Dinamarca no sale, desde luego, en sus películas. Yo querría vivir en un país así: liarme la manta a la cabeza y plantarme allí, en medio de una plaza limpísima con tranvía y bicicletas, a buscarme la vida, con mi inglés macarrónico, con mi castellano correcto, como hacen esos tipos que salen en Españoles por el mundo, que desesperados de la vida compraron un billete de avión, se liaron con una rubia guapísima y ahora fardan de empleo ecológico, casa de madera e hijos de postal que juegan al ajedrez y hablan tres idiomas. Pero sé que eso nunca sucederá: soy demasiado burgués, demasiado vago. Merezco vivir en este horno ibérico donde se nos recuecen los últimos vestigios de civilización. Dinamarca es un sueño más de los que me regalan las películas, de vez en cuando.




           
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