La historia del cine: una odisea. (II)

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Primero lo dijo de Yasujiro Ozu; luego de Jean Renoir; ahora de Alfred Hitchcock. Aún estamos en los años 40 de su Historia del Cine y Mark Cousins ya ha elegido tres veces al mejor director de todos los tiempos. Cuando lleguemos a los tiempos modernos, serán  una docena de realizadores los elegidos. No cuento esto para reírme de Cousins. Al contrario: cuando habla de los cineastas que más le gustan, su entusiasmo resulta conmovedor. En estos arrebatos de pasión, Cousins abandona su atril de profesor puntilloso y se mezcla con la plebe que también cambia de opinión un día para otro. El crítico objetivo se disfraza de espectador armado con palomitas. 

Cada vez me cae mejor este tipo. A veces se le va un poco la olla, es verdad, y aplaude extasiado un ángulo de cámara que uno, en su incultura, en su simpleza, piensa que se le hubiera ocurrido a cualquiera.  Pero su empeño explicativo, y su paciencia de santo bíblico, termina por arrastrarte a su mundo particular. Es una pena que Pitufo, cada vez que pasa por delante del documental, y ve los subtítulos y las escenas del cine antiguo, haga mutis por el foro y se enclaustre en la otra televisión, a seguir jugando a las guerras de mentira. La Historia del Cine podría haber significado para él lo mismo que significó para mí la serie Cosmos cuando yo era chaval. Gracias al entusiasmo científico de Carl Sagan, yo quise ser astrónomo y vivir aislado en un observatorio de las Chimbambas, lejos de los hombres, y de todas las mujeres menos una, entregado a contemplar las estrellas. Luego vino la vida, a ponerme en mi sitio. Me faltó el talento matemático, y la valentía necesaria. Pero fue, de todos modos, mi epifanía. Fallida, pero verdadera. El camino a seguir que no pude continuar. 

Me gustaría que Pitufo también tuviera una epifanía semejante, a ser posible cinematográfica. Que estos documentales, u otros parecidos, fueran el punto de partida de una vida dedicada a perseguir un sueño, una meta. Abandonar la diletancia improductiva y centrar la atención en un oficio creativo, en una afición estimulante. Que un día, dentro de muchos años, cuando le entrevisten en las radios o en los periódicos, responda como responden muchos de los artistas: que tenía doce o trece años cuando vio en el cine, o en la tele, aquella película o aquel documental que le dejó fascinado, que le marcó el objetivo, y que le encarriló en la feliz vida que ahora lleva...



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Iron Man 2

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Acompaño a mi hijo en su fiebre gripal por los superhéroes y me trago, enterita, sabiendo de antemano lo que me espera, Iron Man 2. Ni el gracejo de Robert Downey Jr. ni los pechos postsoviéticos de Scarlett Johansson son capaces de mitigar mi aburrimiento. Pero es un fastidio dichoso y consentido. Ningún tiempo con Pitufo es tiempo perdido. Quiero creer que estoy sembrando en él la semilla del futuro cinéfilo. La carne de mi carne, y la sangre de mi sangre, transustanciada en celuloide. O en megabytes. 

Nos hemos reído mucho con las malandanzas de Tony Stark. Ni yo termino de comulgar con lo que veo, ni Pitufo termina de tomarse en serio las fantasmadas de estos superhéroes. Pero comentamos muy animados los hostiazos, los pasotes, los giros grotescos de la trama. Quizá me puede el orgullo si afirmo que Pitufo es un espectador entregado, pero muy crítico. O quizá es que finge su madurez para que yo no reprenda su infantilismo, no sé. Cuando aparece Scarlett Johansson mostrando el escotazo, se instala entre nosotros un silencio incómodo.  Él sabe que yo sé, y yo sé que él sabe. Scarlett gusta a todos los hombres entre los doce y los noventa años. Es un imperativo biológico, imposible de soslayar. Pero sólo son segundos. Ahora que ya somos dos tíos mayores, y que sabemos de qué va la vaina,  rápidamente recomponemos la vergüenza, y hacemos chistecitos sobre las enormes dimensiones, o sobre los dinámicos bamboleos. Entre el adolescente que llega y el adolescente que nunca se fue, montamos una pequeña juerga como de chavales del instituto. 

Es una mierda, Iron Man 2. De lo peor que ha pasado por mi sacrosanta cartelera. Pero no cambiaría este rato por ninguno de los que paso en soledad viendo las obras maestras que propone Mark Cousins, o cualquier otro plasta de lo canónico, a bombo y platillo.




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El mundo es nuestro

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El “Cabesa” y el “Culebra” son dos arrabaleros de Sevilla algo cortos, semianalfabetos de la farlopa y de la mala vida que, sin embargo han comprendido la realidad de los humanos con cierta precocidad. A la fuerza ahorcan. 

El “Cabesa” y el “Culebra” no aspiran a mejorar el mundo. Al mundo que ellos conocen, puñetero y mezquino, que le den mucho por el culo. A este par de pájaros -gorriones desplumados del suburbio olvidado- se la sudan los artistas revolucionarios. Una película como Noviembre les sonaría a shino del mandarino. ¿Bertolt Brecht? ¿Quién es ése? ¿El nuevo delantero centro del Betis? Ni puta idea, oye. Para estos dos balarrasas,  el héroe, el modelo, el ejemplo a seguir en la vida, es “El Dioni”, el segurata justiciero que harto de trajinar el dinero de los ricos decidió apropiárselo para arreglar sus propios asuntos, en Brasil, en las playas de Copacabana, bañado por el sol, rodeado de las mulatas pechugonas que olisquean los millones a kilómetros. Primero la felicidad de uno mismo; luego, con la mente despejada, y la mansedumbre de quien ya lo tiene todo resuelto, el servicio a los demás. Por ese orden.

Con esta filosofía por bandera, y guiados por el espíritu emprendedor y estrábico de su santo laico, el “Cabesa” y el “Culebra” se lían las caperuzas a la cabeza y perpetran un atraco esperpéntico a la sucursal bancaria menos oportuna de Sevilla. Lo que allí acontece entre atracadores y rehenes les sirve a los creadores de El mundo es nuestro para repartir palos a diestro y siniestro. Hay para todos. Es una sátira que a veces peca del trazo grueso, pero otras veces saca el pincel fino y te dibuja una sonrisa agradecida en la cara. No quisiera uno ponerse exagerado, y estupendo, pero hay algo de Azcona y Berlanga en estos dos tipos valleinclanescos de Sevilla, Alfonso Sánchez y Alberto López. 




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Game Change

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Game Change es un telefilm de HBO que nuestras televisiones gratuitas jamás estrenarán, y que cuenta la carrera electoral de Sarah Palin como candidata a la vicepresidencia de los Estados Unidos. Julianne Moore -mi Julianne, la actriz descomunal de los mil registros y los mil cabellos pelirrojos- da vida a esta inclasificable mujer que siendo medio lista y medio lela, medio estúpida y medio bruja, a punto estuvo de colarse en la Casa Blanca para provocar la carcajada y el caos entre sus queridos compatriotas.

Aunque a primera vista pueda parecer una película de intriga política, con los asesores presidenciales y los planificadores de campaña viajando en autobuses que recorren los estados, Game Change está más próxima al género de catástrofes que le ponen a uno los huevos en la garganta. Nos pasó rozando, el cometa Palin. A mil kilómetros escasos se quedó del impacto sobre la Tierra. Al menos sobre esta Tierra que seguimos disfrutando, todavía entera y verdeazulada, porque hay otra Tierra, alternativa y desgraciada, que sí sufrió el choque con ese asteroide. Existe, en algún lugar del cosmos, flotando en las coordenadas fatídicas del destino, un universo alternativo donde John McCain derrotó a Barack Obama en aquellas elecciones presidenciales, y donde luego, a los pocos meses, el anciano sufrió un infarto que puso la puntilla a su mala salud. En esa línea temporal, Sarah Palin, la mujer de la incultura enciclopédica, de la arrogancia inquebrantable, de la estupidez supina elevada a la categoría de chulería moral, es nombrada Presidenta de los Estados Unidos, y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. En ese universo paralelo, mi otro yo se levanta cada mañana mirando al cielo en busca de los misiles que habrán de poner fin a la vida, o la inundación bíblica de los mares, recalentado y fundido el hielo de la Antártida en el microondas venusiano de la quema petrolífera.




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Pusher II

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Vivo estos días abotargado por el fútbol incesante de la tele, y por los partidos embarrados del barrio periférico. Sigo durante horas al balón que viene y va, la mayoría de las veces pateado sin sentido, al tuntún de los malos jugadores. Algunas veces, las menos, un futbolista exquisito besa el esférico en un toque sutil e intencionado.  Se produce, entonces, un milagro que asocia el pie con la razón, el intelecto con la destreza. Un gesto que justifica -o quiero yo que justifique- la tarde entera pasada en el sofá.

Cuando no juega el equipo blanco de mis amores, el fútbol se vuelve un espectáculo opiáceo, e incapacitante.  A veces pienso que tienen razón esos intelectuales plastas que claman contra él. Cuando uno sale del fútbol ya no está para nada. Uno trata de articular pensamientos y parábolas sobre el cine y sólo le brotan recuerdos de jugadas, lamentos de goles fallados, alegrías de tantos consumados. La geometría del fútbol y su táctica -que también es riqueza intelectual y materia de reflexión- inhabilita durante horas el ejercicio de cualquier otra filosofía. 
Y así, desmadejado, veo, a trechos, entre medias de los infinitos partidos, Pusher II, la nueva aventura de mis queridos camellos de Copenhague, y nada nuevo se me ocurre que no haya dicho ya sobre las películas ultraviolentas y muy dicharacheras de Nicolas Winding Refn. Luego, con Pitufo, veo en dos horas robadas al balompié la primera entrega de Iron Man, ahora que nos ha dado por el revival de los superhéroes, y ninguna reflexión suculenta nace de mi postura como padre, o de mi escepticismo como espectador. Ninguna que no hubiera escrito la semana pasada sobre Los Vengadores y sus esquijamas. No tengo nada nuevo que aportar. El gusanillo de la conciencia anda muy revoltoso estos días, reconcomiéndome las neuronas, advirtiéndome de que me repito mucho en este diario. Basta, pues. Que reine el fútbol. Cuando cesen las competiciones será el momento de volver a escribir algo cinéfilo, y digno...




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Fausto 5.0

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Fausto 5.0 es la historia ininteligible de un cirujano medio vivo -o medio muerto, como el gatgo de Schrödinger- que va encontrándose en la Barcelona fantasmal con los medio muertos  -o medio vivos- que una vez fueron sus pacientes. Uno de ellos, el Mefistófeles de la función, es un superviviente de cáncer al que da vida este actor del que uno es rendido admirador, y creador de un club de fans acá en La Pedanía, Eduard Fernández. 

Fausto 5.0, que pretende ser una película de mucho terror y escalofrío, ya no asusta por sus escenarios de pesadilla, ni por su aura de fantasmas errantes, a medio camino entre el limbo y la tortura infernal. Uno ve esos hospitales abandonados en la periferia de la Barcelona, o visita ese hospital grimoso donde el protagonista practica sus escarnios, y no deja de pensar que lo apocalíptico ya está aquí, a la vuelta de la esquina. Los proletarios de América, que viven desde hace tiempo en la distopía de Fausto 5.0, no verían mayor pesadilla en esta película: un simple reflejo de la realidad sanitaria que ya impera en el Imperio. Aquí, en cambio, que hasta hace dos días éramos europeos y bienestantes, civilizados y distintos, que éramos atendidos en hospitales atestados pero limpios, esta realidad de la Clínica Delicatessen se nos viene encima como un asteroide implacable y catastrófico. Como un castigo de los dioses monetarios que nos envían al destierro medieval,  o al exilio africano. Una pesadilla aterradora que, como el Lord Voldemort de Harry Potter, va tomando cuerpo poco a poco, célula a célula, decreto a decreto. Y voto a voto, hasta formar una masa crítica de electores que nos joden la vida a los demás.  





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Tyrannosaur

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Venía muy aclamada esta película, Redención, que en el título original consta como Tyrannosaur, y que ha sido traducida de manera muy absurda para que piquen las almas sensibleras, o los clérigos confundidos con el vocablo teológico. Una estupidez de título; un spoiler en toda regla.

No es película desdeñable, Tyrannosaur. Pero nace, en mi caso, muerta del todo, como un parto de fatal desenlace. Ninguna simpatía, ninguna compasión, ninguna redención puede suscitarme un borrachuzo que en la primera escena, iracundo con los otros alcohólicos de la taberna, propina varias patadas a su propio perro hasta matarlo. La muerte de ese chucho, servicial y bonachón, se me clava en el alma como una daga, y aunque su amo se lamenta del arranque de ira, y llora la pérdida, desconsolado,  yo me cago en su puta madre, y en su puto padre, cada vez que asoma el jeto en las escenas, que son casi todas. 

Ni siquiera el trabajo ímprobo de Peter Mullan, que es un actorazo que lleva las cicatrices del espíritu marcadas en la cara, es capaz de convencerme del arrepentimiento de este cafre pateacanes. Me la sudan sus lloringueos y sus miradas profundas. Sus esfuerzos supremos por redimirse y mudar de personalidad. Me la pelan, sus sudores. Podría irse a Calcuta, con las monjitas, o al Brasil, con los teólogos de la liberación, a restañar el mal, ayudando a los pobres del mundo, y alcanzar así el equilibrio de su karma ennegrecido. Es igual: nada de lo que haga este matarife, a ojos de este espectador que ama a los perretes por encima de todas las cosas, podrá redimirlo del mayor pecado señalado por los dioses: el ensañamiento con el animal inocente. 




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Atún y chocolate

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La sonrisa y el tedio van alternándose en cabeza del pelotón para llevarme a la línea de meta de Atún y chocolate, situada en Barbate, capital del viejo reino de Chiquitistán. Cuando el empalago de lo previsible me tienta con el abandono, aparece un actor simpático de gracejo gaditano para animarme a pedalear un kilómetro más, a resistir otros diez minutos de esfuerzo televidente.

Aunque es una película de temática españolísima, con el paro y la trapisonda, la economía sumergida y la supervivencia cotidiana,  uno asiste a las andanzas de estos pescadores con la extrañeza de estar viendo un paisanaje extranjero, muy poco afín. Para un español de Invernalia, los españoles de la Tierra Austral son gentes muy alejadas y distintas. Atún y chocolate es el National Geographic de otra cultura europea sin abandonar las fronteras estatales. Uno se ve, pero no se reconoce. 

A los septentrionales y a los meridionales nos unen un puñado contado de eslabones: el idioma, por supuesto, aunque los acentos, cuando se cierran, nos vuelven letones o malayos para el entendimiento. Nos une el latrocinio desalmado de nuestros gobernantes, el mismo en todas las latitudes comprendidas entre el Cantábrico y el Mediterráneo. Nos une, quizá, vagamente, una gastronomía de sustentos básicos compartidos: el aceite, el ajo, la cebolla, la ensalada de tomate, pero no más de lo que nos une a los italianos, o a los griegos, o a los libaneses, usufructuarios todos del mismo sol. Nos une la misma mala educación, la misma algarabía de los bares, la misma entraña desalmada con los animales.  Nos une, por encima de todo, como ya dijo en su día Vázquez Montalbán, la liga de fútbol nacional. Ella es el verdadero pegamento de la patria. La cola fortísima que mantiene unidos los fascículos sueltos en el tomo común, en esta charanga balompédica que copa el tiempo de los noticiarios, y el espacio sagrado de los periódicos.  




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