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Cuarenta años contemplaban a Deborah Kerr cuando interpretó a esta institutriz chalada -¿o no?- que lleva la voz cantante en Suspense, clásico en blanco y negro sobre una casa encantada -¿o no?- poblada de lúbricos fantasmas.
Cuarenta años contemplaban a Deborah Kerr cuando interpretó a esta institutriz chalada -¿o no?- que lleva la voz cantante en Suspense, clásico en blanco y negro sobre una casa encantada -¿o no?- poblada de lúbricos fantasmas.
Suspense a veces aparece en las enciclopedias como The
Innocents, título original, y a veces como Otra vuelta
de tuerca, título de la novela decimonónica que
sirve de inspiración. Tal es el galimatías, y tal es mi incultura, que sólo hoy he
comprendido que los tres titulos eran en realidad la misma película,
como una santísima trinidad que se resumiera en un único dios
verdadero.
Cuarenta años, decía, tenía Deborah
Kerr en aquel rodaje. Cuarenta y uno tengo yo, a estas alturas de mi
propìa película, y sin embargo esta mujer me parece
mayorísima, carente de todo atractivo sexual. No era Deborah
Kerr, ni mucho menos, la actriz más guapa del momento, y los
vestidos victorianos de Suspense tampoco ayudan mucho a
resaltar sus méritos femeninos. Soy consciente de estas
limitaciones, pero no es ahí adónde voy. Quiero decir
que siendo yo coetáneo de las mujeres de cuarenta años,
Max, mi antropoide, que vive encerrado en mi interior, y dicta mis
deseos más inconfesables, ya las considera viejas, y
despojadas de todo interés. Es un querer pero no poder,
abocado a la desgracia y a la incomprensión. Quisiera
convencer a Max de su error, de su desfase cronológico. De su
apuesta perdedora por las más jovencitas del lugar, pero no
puedo. En estos asuntos del corazón él se ha hecho con
el mando a distancia, y controla las hormonas, y los instintos, y no
lo suelta ni dándole de hostias, como un mono juguetón. Es el síntoma inequívoco de que me he hecho
mayor. Muy mayor. Con la barba teñida de
blanco, y el alma tiznada de negro. Dicen que es el destino común,
la etapa obligatoria, el último gran deseo reproductor antes de que el antropoide se haga definitivamente viejo y se
retire a la copa de los árboles, a dormitar siestas, y a
zampar plátanos. Y a ver la tele. Será eso.