Supersalidos

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Que la vida social es una farsa ya lo sabían los antiguos griegos, y supongo que los antiguos sumerios también, como añadiría Javier Cansado. Desde que me levanto por la mañana hasta que llega la hora de la película, no dejo de interpretar este papel de cuarentón abrumado por la vida. Tengo, además, para mayor disimulo, unas sienes plateadas que los dioses me regalaron por un cumpleaños, y unas gafas de pasta que me hacen parecer más inteligente de lo que soy. Y este gesto adusto que algunos confunden con la profundidad de pensamiento, y que sólo es bostezo y ganas de salir pitando de la escena. Mis poses no provienen de  la maldad del narcisista, ni del cálculo del tramposo, sino del humilde anhelo de quien desea sobrevivir sin problemas, y que lo le dejen en paz el mayor tiempo posible. 




            Nunca salgo de casa sin llevar un juego completo de máscaras, porque cada contexto requiere de una farsa, de un papel concreto con unas líneas de guion determinadas. Las máscaras son un fastidio, y un esfuerzo, y no dejo de contar las horas que faltan para volver a guardarlas en el armario, junto a los calzoncillos y los calcetines. Sólo cuando llego al sofá nocturno puedo despojarme de ellas, y volver a ser el hombre de la expresión sincera y natural. En la soledad de la habitación nadie me observa ni me calcula. Sólo los dioses de Invernalia, a los que elevo de vez en cuando mis plegarias. A solas con mi película puedo volver a ser el imbécil genuino de toda la vida. El niño, el adolescente, el inmaduro, el mentecato. Me entrego a la función diaria con el alma limpia y el corazón en la mano, como se entregan las monjas a Jesucristo, o las chavalas al chico rubio del instituto. Mis reacciones ante lo que veo son las únicas sinceras de toda la jornada. Si alguien pudiera verme por el ojo de la cerradura, accedería de inmediato al sanctasanctórum de mis verdaderos pensamientos. Otros se muestran tal como son cuando follan, o cuando conducen, o cuando toman tres copas de más con los amigos. Yo sólo soy yo mismo con un mando a distancia en la mano, y unos auriculares bien calados en los orejones. 

Hoy, por ejemplo, si alguien hubiera escuchado mis carcajadas mientras veía Supersalidos, habría comprendido inmediatamente que el adulto de cuarenta y dos años vive fuera de la habitación, en el pasillo, o en la cocina, preparando la comida de mañana, holograma falsario de mi triste realidad, y que es el adolescente irreductible quien se lo está pasando bomba con los chistes de guarrerías y las caricaturas de los penes. Nada ha cambiado desde los tiempos de Porky's, de cuando iba con los amigos al videoclub para echar unas risas y ver alguna teta subrepticia. Supersalidos es un Porky's más trabajado, más ocurrente, pero en esencia sigue siendo el mismo humor simplón y deslenguado, colegial y cochinoso. Nadie cambia, nadie madura, nadie se mueve ni un centímetro de sus posiciones iniciales. Sólo aprendemos a fingir y a disimular, para que nadie se ría de nosotros. Eso también lo sabían los griegos, y los sumerios antes que ellos, apunta por aquí don Javier. 


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Lo mejor de Eva

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Una película que se titula Lo mejor de Eva, siendo Leonor Watling la actriz que encarna a la tal Eva, se presta a varios chistes que mejor me dejo en el tintero, no sea que caigan por aquí los pornógrafos de la 10ª Compañía Aerotransportada. No sé si Leonor Watling es realmente tan hermosa como la ven mis ojos, pero es que ella, en una coincidencia casi de realismo mágico, es el trasunto imposible de una chica a la que yo amé hace tiempo en el invierno adolescente de León. La primera vez que vi a Leonor Watling en una pantalla, comiéndose una naranja a la remanguillé en aquel camastro de Son de mar, llegué a pensar que era la misma chica, reencontrada al cabo de los años, que había dejado la provincia para hacer carrera de actriz en los madriles. Leonor y la señorita X  eran como dos gotas de agua, como dos hermanas gemelas. Al menos vestidas, porque luego, en el desnudo corporal, no me vi capacitado para comparar, ya que nunca tuve la suerte de ver a mi amada de tal guisa. Ella fue más platónica que aristotélica, más soñada que tangible. Tuve que investigar mucho en el internet cutrísimo de aquel año 2001 -sí, el de la odisea en el espacio- para comprobar que ambas no eran la misma mujer, y que yo no había estado a unas pocas dioptrías y a unas pocas tartamudeces de enrollarme con la mujer más interesante de España, y de parte del extranjero.




           Comprenderán ustedes, por tanto, que no puedo perderme ninguna película de Leonor Watling, aunque venga precedida de críticas terribles, de luces rojas de advertencia, como esta que hoy nos ocupa, que es un thriller prometedor que luego se despeña por los acantilados del erotismo más previsible y tontorrón. Curiosamente, mientras Leonor permanece embutida en su traje de jueza implacable, la película se hace más llevadera que cuando llega el desmelene y el despelote. En Lo mejor de Eva, para contradicción de mi deseo, es más seductora la maja vestida que la maja desnuda. Será que estoy muy colgado de esta mujer, y que mi afecto por ella va más allá de lo lúbrico y lo carnal. 

    Tanto la quiero, y tanto la respeto, que no voy a maldecir aquí su fallida película. Tengo todo el derecho del mundo a no declarar en contra de Leonor, como un marido suertudo que la acompañara de noche y de día. En lo que a mí respecta, Lo mejor de Eva, con todos sus defectos, es una puta obra maestra. Y que vengan a por mí, los puristas, que los voy a recibir a hostia limpia, como un Bud Spencer encorajinado. Al cinéfilo interior, que empezó a protestar cuando la película hacía aguas, lo tengo amordazado dentro del armario. Mañana lo dejaré suelto, para que siga escribiendo aquí sus intelectualidades que nada nos importan.


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El hombre de la tierra

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 El hombre de la tierra cuenta la historia de un profesor de universidad que tras diez años de docencia decide mudarse a otra ciudad. Mientras guarda sus pertenencias en las cajas de cartón, un grupo de compañeros se acerca a visitarlo para despedirlo como Dios manda, con una tertulia reposada y un whisky muy caro servido en vasos de plástico. Como son hombres y mujeres ilustrados, la conversación deriva hacia los terrenos de la biología, de la religión, de .las antiguas culturas de los hombres. Es ahí cuando nuestro protagonista, llevado por la gratitud y por la melancolía, decide confesar que lleva 14.000 años rondando por el mundo, siempre con el mismo aspecto juvenil, y que por eso ha de marcharse cada diez años de los lugares, para no levantar sospechas, porque su cuerpo posee una estructura genética única que le impide envejecer. 

    A la luz de la chimenea, John Oldman, cuyo apellido no es por supuesto casual, habla de sus orígenes en las cuevas de los cromañones, de sus experiencias militares con los sumerios, de sus viajes con Colón al Nuevo Mundo, de las conversaciones que mantuvo con Van Gogh mientras éste pintaba sus cuadros de campos y flores. Al principio sus amigos se lo toman a chunga, y creen que les está proponiendo un ejercicio intelectual, o que les pide su opinión para su próxima novela de ciencia ficción. Pero John describe, detalla, explica, y sus palabras suenan cada vez más verídicas y convincentes. Acribillado por mil preguntas que sólo un erudito inconcebible sabría responder, John se defiende con criterio, con conocimiento, con un punto de emoción en la voz que sólo puede corresponder a quien realmente estuvo allí y sobrevivió para contarlo.




            Uno podría pensar que este hombre tan longevo vive más feliz que unas castañuelas. De no mediar un accidente fatídico o una catástrofe natural, John podrá vivir otros 14.000 años más para conocer la resolución final de los temas que ahora nos ocupan. Viajará por el mundo, vivirá mil experiencias, se acostará con miles de mujeres sin tener que firmar un compromiso con ellas. Conocerá el final de las próximas 14.000 Ligas y Copas de Europa, cosa que a Luis Buñuel le parecía lo más trágico de morirse. Sin embargo, John Oldman se confiesa cansado y apesadumbrado, como esos vampiros condenados a persistir en la existencia. John ha vivido tantas cosas e interpretado tantos papeles que ha perdido la esencia de su yo. De sus orígenes en la cueva de los cromañones apenas queda nada, sólo recuerdos deshilachados que muchas veces confunde con los sueños. John es un ser humano, pero carece de identidad. Al carecer de muerte carece de propósito y de advertencia. Es una paradoja existencial...

Pero si no los quiere, que me los de a mí, sus próximos 14.000 años de vida. ¡Cinco millones de días! Con eso sí que tendría yo tiempo para repasar todas la filmografías, para seguir todas las series, para convertir este blog en el más veterano de toda la red.



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Kiss kiss bang bang

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Kiss kiss bang bang es una comedia de detectives que juro haber visto hace unos años, pero de la que no recordaba ni un solo argumento, ni un solo fotograma. Picado por el orgullo la he vuelto a ver esta noche, que ha sido, por añadidura, la primera noche del invierno, con el vaho en la ventana y la calefacción puesta a todo trapo. Una ocasión especial que otros años celebraba con una obra maestra, o con una película de postín, para darle la bienvenida a los pijamas gruesos y a las sopas calientes, que son el atrezo básico del buen cinéfilo apoltronado en el sofá. 

    Este año, sin embargo, el frío ha venido de improviso, indetectado por los telediarios, a eso de las nueve y media de la noche, como quien recibe la visita de un familiar que no nos anunció su llegada. He visto Kiss kiss bang bang sin ponerme las mejores galas, ni cocinarme el menú más apropiado, y eso ya me ha dejado algo descolocado. Al final, ha resultado ser una patochada con cierta gracia, nada más. Una de esas moderneces en las que el personaje principal habla directamente con el espectador para preguntarle qué tal le va, a ver si se va coscando de la trama.




            El narrador excéntrico es Robert Downey Jr., que es un tipo de expresividad peculiar que siempre cae bien en cualquier película. Por muy mala que sea la función, siempre está él, subiendo la nota, animando la fiesta, poniendo un mohín de ironía o de cachondeo. La chica de turno es Michelle Monaghan, y yo, incomprensiblemente, no la recordaba, porque mira que es guapa esta mujer. Michelle Monaghan casi me funde la pantalla cuando aparece por primera vez en Kiss kiss bang bang, porque mi televisor es HD, pero no Full HD, que todavía no se habían inventado cuando lo compré, o estaban carísimos por la época, y no tengo píxeles suficientes para recoger tanta hermosura y tanta sonrisa. Mi escuálido ejército de puntitos no daba abasto para configurar su piel y su carne, y por un momento la imagen tembló, y los píxeles titubearon, y Michelle Monaghan casi desapareció de mi vida, en una pérdida irremediable.  Demasiada mujer para tan cavernícola tecnología. 


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El consejero

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El consejero comienza con una escena de cama que parece suceder en el Cielo que nos aguarda. O que al menos aguarda a los fieles musulmanes de la yihad, con las vírgenes, y la gran orgía de las barbas y los velos, pero que nos han prohibido, ay, por haber nacido en estos pagos, a los que fuimos bautizados como católicos sin dar nuestro consentimiento. 

            Bajo unas sábanas blancas que parecen las nubes angélicas del feliz retozar, Michael Fassbender y Penélope Cruz se lamen los genitales arrancándose gemidos y promesas de amor eternas. No es, desde luego, el video amateur que alguien anónimo sube a los servidores del Youporn. Fassbender es un hombre viril y proporcionado, con pintaza de amante veterano y cumplidor. Y Penélope, como todos sabemos, es una mujer que anega los cuerpos cavernosos con sólo mirarla y verla sonreír. Quiero decir que el sexo inicial de El consejero es un softporn de muy alta calidad, muy bien rodado, casi como un HD de la misma página de Youporn, de esos que llaman Art Erótica o Passion Lovers, un clip muy estimulante que nos deja clavados en el sofá a ver si la cosa se repite. 


            Embriagado de amor, el personaje de Fassbender, que es el consejero que da título a la película, coge el primer vuelo hacia Ámsterdam para comprar un diamante que valga lo que valen esos orgasmos pletóricos. Un diamante de muchos quilates, purísimo, brillantísimo, pulido hasta la última micra detectable con el monóculo de los joyeros. Porque ella, Penélope, que lo vuelve loco en la cama, y es la envidia de los hombres en los restaurantes, se merece lo más selecto de la pedrería internacional. Pero el diamante, claro está, no lo regalan con las tapas de los yogures, y el consejero, que ejerce de chanchullero para un traficante del Río Grande, se deja enredar en un oscuro negocio para pagarse el caprichito. 

            Empieza bien, y tiene buena pinta, El consejero, pero sólo si le quitas el sonido, porque sus personajes, cuando abren la boca, pierden cualquier verosimilitud, y se convierten en recitadores de textos y prédicas que no vienen a cuento. Mientras follan, o disparan, o conducen los todoterrenos por el desierto, la cosa va bien, pero cuando hablan en las mansiones o en los aeropuertos se vuelven actores de teatro,  profesores de filosofía, curas subidos al púlpito. Parlotean como los personajes de las novelas, y el cine no es una novela. Existe una convención literaria y una convención cinematográfica, y el bueno del guionista las ha mezclado y confundido.  Los pocos diálogos que se entienden tienen sustancia, enjundia, un sentido gris de la existencia que a mí me seduce y me convence. Pero no pegan, no cuelan, están fuera de contexto. Lo del matarife recitando a Machado, o lo del joyero buscando la vida en el fondo de un diamante, da  un poco de cosa, un poco de repelús.




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American Graffiti


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Ahora que el niño duerme, voy a confesar que la mejor película de George Lucas no es La guerra de las galaxias, sino American Graffiti. Porque los cineastas, al igual que los escritores, suelen pergeñar sus mejores obras cuando escriben sobre lo que vivieron, en primera persona, aunque luego lo deformen en aras del drama, y le cambien el nombre a las personas reales. Uno no vivió los años sesenta en California, pero entiende que George Lucas está contando algo muy verdadero, muy personal, en estas aventuras nocturnas de los rapaciños al volante. American Graffiti es el retrato agridulce de su adolescencia, de cuando George rulaba por el villorrio buscando chicas para el magreo, y amigos para la cuchipanda, y hamburguesas para el body. De cuando dejaba atrás la felicidad despreocupada y encaraba la universidad, el futuro, el abismo. 

    Uno no tiene nada en común con estos americanos del rockabilly y los coches de James Dean. Nada salvo el gusto desmedido e insano por las hamburguesas bien grandes y grasientas. Uno creció en otro país, en otra época, casi en otro planeta, con los curas de León, sin coches que conducir, sin chicas que seducir, sin coleguis con los que emborracharse a los diecisiete años. Uno era más parecido a esos panolis que salen en El club de los poetas muertos, tan pulcros, tan estudiosos, tan presionados. Tan inmaduros. Pero uno, con esas salvedades, se reconoce en los personajes de George Lucas: el batiburrillo de hormonas, el miedo a crecer, la conciencia dolorosa del tiempo que se va. Hay temas universales que se comprenden en cualquier tiempo y en cualquier cultura. En esta galaxia y en otras muy lejanas, que luego imaginó George Lucas para convertirnos en frikis de por vida. 




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Todas las mujeres

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Hace cuatro años, en el canal de pago TNT, Mariano Barroso estrenó una serie titulada Todas las mujeres que solo vimos el Tato y yo. La serie era cojonuda, extraña, muy alejada de cualquier culebrón de los que copan el prime time. Un experimento ideal  para los paladares exquisitos de quienes apoquinamos un servicio. Pero la audiencia, al constatar que no había ni tiros ni persecuciones, ni psicópatas ni tías en bolas, decidió pasar del asunto. La serie pasó por TNT con más pena que gloria. Creo que luego la echaron por los canales convencionales, a altas horas de la madrugada, para hacerle la competencia a los adivinos tronados y a los anuncios del Whisper XL. El año pasado, en un intento de reflotar el invento, Mariano Barroso refundió los seis episodios en una película de estreno en salas comerciales. Le salió un largometraje de hora y media que ganó por fin varios premios y alabanzas, pero que se dejó en la sala de montaje otra hora y media de espectáculo actoral, y de diálogos impagables.


             Todas las mujeres cuenta las desventuras laborales y sexuales de Nacho, un veterinario que decide robarle cinco novillos a su suegro para venderlos de extranjis, y sacarse una pasta gansa para los vicios. Descubierto en el empeño, y antes de enfrentarse a la justicia de los picoletos, Nacho, que es un tipo solitario y sin amigos, tira de agenda para solicitar ayuda a las mujeres de su vida. Por su cabaña en el campo desfilarán esposa y amantes, madre y abogadas. Eduard Fernández se come las escenas a bocados, en una representación patética del cuarentón venido a menos, del macho hispánico que se descubre derrotado por la vida. Fernández es un actor bestial, brutal, de los que se vacía en cada película. De los que te crees a pies juntillas en cada gesto y en cada palabra. Yo he fundado un club de admiradores heterosexuales en este pueblo y de momento, conmigo, ya somos uno. 

    Las actrices que acompañan a Fernández en Todas las mujeres también le dan una réplica contundente. Hay entre ellas, además, para satisfacción del antropoide que ve conmigo la televisión, unos cuantos bellezones que alegran mucho la función. Aquí descubrí a Michelle Jenner teñida de morena antes de que las marujas interesadas en la Historia la conocieran teñida de rubia. Ahí conocí a esta actriz llamada Marta Larralde que siempre anda en series que no veo, y en películas que no descargo, como si los dioses de la cinefilia hubiesen decidido mantenernos en la distancia y en la incomprensión. Max, mi antropoide, al que muchos recordarán de otros romances anteriores, se lo ha pasado pipa con el espectáculo de Todas las mujeres. Al final de la función hemos aplaudido al unísono, pero creo que no hemos valorado las mismas cosas en la película de Barroso.




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La mujer invisible

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Charles Dickens tenía 46 años cuando una buena mañana entró sin llamar en los aposentos de su esposa Katherine y la descubrió desnuda en mitad de sus abluciones. No era costumbre, en la época victoriana, que los esposos se conocieran el cuerpo sin ropajes. Incluso los ayuntamientos carnales se hacían con los camisones puestos, interponiendo capas de lino entre las pieles pecadoras. Así que Dickens se quedó de piedra cuando descubrió aquellas lorzas desparramándose por los costados, unas sobre otras, como jardines grasientos de un zigurat babilónico. Katherine le había dado diez hijos en sus muchos años de matrimonio, y últimamente abusaba de las pastas y de los puddings en el té con las amigas. Esta Katherine descomunal se había comido a la dulce Katherine de los otros tiempos, de cuando eran jóvenes y se perseguían por los jardines; de cuando se rozaban las manos en la intimidad del dormitorio y un escalofrío de amor les obligaba a superponerse sobre el colchón para consumar el casto acto de la procreación. 

         No es que Dickens fuese precisamente un Adonis de las letras británicas, con esas barbas de orate y ese aspecto desaseado de los hombres decimonónicos, pero él era un hombre afamado al que sus lectoras agasajaban por doquier. Y así, de entre sus múltiples seguidoras, Dickens hizo pito pito gorgorito y convirtió en su amante a la joven Ellen Ternan, actriz de teatro aficionada que bebía los vientos por su literatura. En los retratos de la época, Ellen aparece como una mujer de rostro afilado, rasgos delicados y boca de fresa. No es una mujer fea. No, al menos, el monstruo que uno siempre espera en estos retratos del siglo XIX, con jóvenes que ya eran viejunas a los veinte años y maduritas que ya eran cadáveres antes de morir. Pero aquí, en La mujer invisible, que es la película que narra estas aventuras románticas de Charles Dickens, los productores prefirieron una belleza más rotunda, más moderna, que asegurase un mínimo en taquilla por si al final salía un muermazo de dormir a las ovejas. Como casi ocurrió... La actriz elegida para el papel se llama Felicity Jones, y no se parece en nada a la Ellen Ternan verdadera: sus gracias son los pomulazos, los ojazos, los labios voluptuosos. Véase que estoy hablando de una belleza superlativa, sobresaliente, de las de quedarte sin palabras en un blog. De las de quedarte, otra vez, enamorado de un holograma.




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