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30 monedas

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El Bien y el Mal no existen. Sólo, quizá, en los contextos escolares, cuando la seño corrige los exámenes o revisa los deberes. El bien y el mal -como metáfora de su relativismo, y de su cercanía- siempre se han escrito con el mismo bolígrafo de color rojo. O de color verde -como hacía una profesora mía de la  EGB- para que el examen corregido no pareciera una carnicería en la ausencia de saberes. El verde, definitivamente, era un color más ecológico y compasivo.

Lo otro, la pugna de la Luz contra la Oscuridad -que es el tema que anima a los buscadores de las 30 monedas - es un maniqueísmo tonto que ya no se sostiene, aunque sirva para hacer series tan entretenidas como ésta.  No existen ni Dios ni el Demonio. O, como aseguran los cainitas, el Demonio sólo es un funcionario al servicio del primero. Ya lo cantó Joaquín Sabina mucho antes que el padre Vergara: “Cómo decirte, que el cielo está en el suelo, que el bien es el espejo del mal / Cómo decirte, que el cuerpo está en el alma, que Dios le paga un sueldo a Satán.”

El Bien y el Mal se deciden por mayoría parlamentaria, por normalidad estadística, por consenso de la civilización, pero no son valores absolutos. Lo que ahora nos parece un crimen, hace siglos era el mandato de los dioses bondadosos. Puede que ahora nos sintamos orgullosos de algunas conductas que dentro de algún tiempo causen espanto en nuestros descendientes. Quién sabe. Para agarrarnos a una certeza ética que recorra todas las épocas, sólo tenemos una moral natural de andar por casa, que viene a ser más o menos la misma que heredamos de los monos: cuidar la prole, colaborar en comunidad y defender lo que es nuestro. El Bien y el Mal, como mucho -y quizá ya es bastante, todo un logro evolutivo- residen en el milagro empático de nuestras neuronas espejo. En un puñadico de bioquímica que cabe en la yema de un dedo.

30 monedas, la serie, empieza como un huracán divertidísimo. Todo es cachondo y terrorífico a partes iguales. Marca de la casa. Luego la cosa se estanca porque era imposible mantener un ritmo tan delirante. Para compensar, Álex y Jorge nos muestran el cuerpo desnudo y palpitante de Megan Montaner en varias escenas de sexo artístico, exigido por el guion, lo que anima -al menos a este espectador- a no desistir en el empeño. Por fin, en el último episodio, esperábamos asomarnos al Averno verdadero y sólo vimos a un Antipapa saludando desde un balcón de la provincia de Segovia. Bajonazo.





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Lo mejor de Eva

🌟🌟

Una película que se titula Lo mejor de Eva, siendo Leonor Watling la actriz que encarna a la tal Eva, se presta a varios chistes que mejor me dejo en el tintero, no sea que caigan por aquí los pornógrafos de la 10ª Compañía Aerotransportada. No sé si Leonor Watling es realmente tan hermosa como la ven mis ojos, pero es que ella, en una coincidencia casi de realismo mágico, es el trasunto imposible de una chica a la que yo amé hace tiempo en el invierno adolescente de León. La primera vez que vi a Leonor Watling en una pantalla, comiéndose una naranja a la remanguillé en aquel camastro de Son de mar, llegué a pensar que era la misma chica, reencontrada al cabo de los años, que había dejado la provincia para hacer carrera de actriz en los madriles. Leonor y la señorita X  eran como dos gotas de agua, como dos hermanas gemelas. Al menos vestidas, porque luego, en el desnudo corporal, no me vi capacitado para comparar, ya que nunca tuve la suerte de ver a mi amada de tal guisa. Ella fue más platónica que aristotélica, más soñada que tangible. Tuve que investigar mucho en el internet cutrísimo de aquel año 2001 -sí, el de la odisea en el espacio- para comprobar que ambas no eran la misma mujer, y que yo no había estado a unas pocas dioptrías y a unas pocas tartamudeces de enrollarme con la mujer más interesante de España, y de parte del extranjero.




           Comprenderán ustedes, por tanto, que no puedo perderme ninguna película de Leonor Watling, aunque venga precedida de críticas terribles, de luces rojas de advertencia, como esta que hoy nos ocupa, que es un thriller prometedor que luego se despeña por los acantilados del erotismo más previsible y tontorrón. Curiosamente, mientras Leonor permanece embutida en su traje de jueza implacable, la película se hace más llevadera que cuando llega el desmelene y el despelote. En Lo mejor de Eva, para contradicción de mi deseo, es más seductora la maja vestida que la maja desnuda. Será que estoy muy colgado de esta mujer, y que mi afecto por ella va más allá de lo lúbrico y lo carnal. 

    Tanto la quiero, y tanto la respeto, que no voy a maldecir aquí su fallida película. Tengo todo el derecho del mundo a no declarar en contra de Leonor, como un marido suertudo que la acompañara de noche y de día. En lo que a mí respecta, Lo mejor de Eva, con todos sus defectos, es una puta obra maestra. Y que vengan a por mí, los puristas, que los voy a recibir a hostia limpia, como un Bud Spencer encorajinado. Al cinéfilo interior, que empezó a protestar cuando la película hacía aguas, lo tengo amordazado dentro del armario. Mañana lo dejaré suelto, para que siga escribiendo aquí sus intelectualidades que nada nos importan.


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