Fuerza mayor


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En un episodio de Seinfeld, George Costanza acude a una fiesta de cumpleaños donde los niños no paran de gritar y molestar. George aguanta estoicamente las travesuras  porque quiere follar esa noche, y sabe que su pareja no le perdonará un mal gesto con la chavalería. Con el objetivo casi cumplido, se declara un pequeño fuego en el horno de la cocina, y él, que es el único hombre presente en la fiesta, es también el único que sale despavorido arrollándolo todo a su paso, sillas y prometidas, globos y niños. Aunque luego buscará mil excusas para justificar su espantada, su suerte sexual queda vista para sentencia.


            Algo así le sucede al protagonista de Fuerza mayor, un sueco muy atractivo que nada tiene en común con George Costanza. Thomas, el sueco, pasa las vacaciones en Les Arcs, en Francia, la misma estación de esquí donde Miguel Induráin sufrió la pájara descomunal. Thomas disfruta de la nieve acompañado de su bellísima esposa, Ebba, y de su pareja de retoños, niño y niña, escandinavos ideales que podrían anunciar cualquier marca de cereales. El hotel es de lujo, la nieve de primera calidad, la armonía familiar de cuento de hadas... Pero un mal día, sentados en la terraza del restaurante, un alud de nieve desciende por la ladera y amenaza con enterrar las instalaciones en pocos segundos. El susto es mayúsculo. Ebba agarra a sus dos hijos y busca refugio bajo una mesa. Pero Thomas, emulando a George Costanza, decide salir corriendo en dirección opuesta. Al final el alud se queda en poquita cosa, apenas una niebla que rápidamente se disipa. Thomas, casi silbando, regresará a la mesa como si tal cosa, pero su suerte sexual, que es la enjundia del resto de la película, quedará sometida a intensos y filosóficos debates.

            ¿Es Thomas un cobarde, un padre irresponsable, un hombre sin agallas? ¿ O es, simplemente, un ser humano que en décimas de segundo se ve preso del instinto de supervivencia? ¿De haber contado con más tiempo para la reflexión se hubiera quedado en la terraza, protegiendo a su familia? ¿Qué haríamos los padres del ancho mundo en tal tesitura? ¿Cómo reaccionaríamos si acompañados de nuestro hijo viéramos una maceta a dos metros de nuestras cabezas, o a un cazador trastornado que sale de la espesura? ¿Sacrificaríamos nuestro cuerpo para salvar la integridad de nuestro retoño? ¿O reaccionaríamos como Thomas, antropoides primarios y muy poco sofisticados? Las preguntas que plantea Fuerza mayor son muy jugosas; sus respuestas -crípticas, alargadas, plúmbeas en el sentido más nórdico de Bergman- ya no tanto. 



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It follows

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El planteamiento de It follows, la nueva película de terror que lo peta entre los adolescentes, y que se ha convertido en película de culto para las Nuevas Generaciones del PP, es el siguiente: como castigo por haber mantenido relaciones sexuales antes del matrimonio, un zombi indestructible te perseguirá doquiera que vayas; pero sólo lo verás tú, y el mundo entero pensará que estás como una cabra. El zombi nunca tendrá el mismo aspecto: puede ser cualquiera que camine pacíficamente por la calle, un niño, un abuelete, una gorda con gafas... Un político de izquierdas con coleta. El espectro te atosigará con paso cansino, casi desganado, pero nunca se detendrá. Con esa pachorra que Belcebú le ha dado, cogerá aviones, tomará ferrys, cabalgará monturas, y un mal día, seguramente a la hora de la siesta, que es la hora de todos los inoportunos , aporreará tu puerta para cobrarse el precio de tu alma. Podrás refugiarte en las Chimbambas, o en Siberia, o en el ático marbellí de Ignacio González, pero dara igual, porque tarde o temprano el bicho te alcanzará.



Si te coge, follará contigo como un salvaje y morirás en el acto tras el acto. Es de justicia que así sea, tras tu horrendo pecado de la carne. El único modo de escapar a esta maldición, a este mal de ojo de los curas, es acostarte con otro pecador o pecadora de la pradera. Si lo consigues, el zombi dejará de perseguirte, y aunque lo sigas viendo caminar, porque la mancha del pecado es indeleble, la tomará con tu compañero o compañera de cama y te dejará en paz. He ahí el dilema moral. He ahí, también, la oportunidad de vengarte de algún majadero –o majadera- que se ríe de ti, que no te deja en paz, que pone la música muy alta y no atiende a razones. Acércate, chaval, o chavala, que vamos a firmar las paces en mi cama… Una excusa de la hostia, el zombi, para practicar la justa venganza. Ya de arder en el infierno, arder a gusto, qué coño.




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Carros de fuego

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De Carros de fuego sólo nos han quedado los minutos bellísimos del inicio, con los atletas corriendo por la playa mientras suenan las notas melancólicas de Vangelis. Mira que dieron el coñazo en los Juegos Olímpicos de Londres, con la música de marras, pero ni aún así consiguieron que la odiáramos. Hay algo muy poético en ese pelotón que corre a cámara lenta mientras la banda sonora parece llevarlos en volandas, como acariciados por el viento, como bendecidos por los dioses. Una nostalgia de la juventud perdida, de los amigos fallecidos, de los tiempos gloriosos en los que el deporte no estaba corrompido por el dinero, y sólo se corría por el orgullo de pertenecer a Dios y al Reino Unido. La última carga de la brigada atlética en Balaclava.


            Dos horas después, Carros de fuego se cierra con la misma secuencia de la playa, ahora con el reparto de actores sobreimpresionado en pantalla. Esta vez, sin embargo, el efecto poético queda diluido en nuestro largo aburrimiento. Entre playa y playa nos han contado la historia de Eric Liddell y Harold Abrahams, los corredores que triunfaron en los Juegos Olímpicos de Paris. La historia daba para hacer un fresco histórico, un retrato de los distinguidos caballeros que inventaron los deportes que ahora consuelan nuestros domingos. Pero Carros de fuego, para nuestro disgusto, se nos ha quedado en una americanada de hombres que se hacen a sí mismos y superan todas las adversidades e incomprensiones de los malvados y bla bla bla...  Una britanada, mejor dicho, pues es la Union Jack la que palpita en los pechos. 

    En Carros de fuego no hay comunistas, ni musulmanes, ni coreanos de Kim Jong-il que metan drogas en los botellines o paguen prostitutas para despistar a los atletas. Pero sí hay franceses, ojo, que para los ingleses son como la bicha, tipos retorcidos y tontainas parecidos a Pierre Nodoyuna que hacen zancadillas en las carreras y no conocen el honor deportivo de los isleños. Los carros de fuego yo no los he visto por ningún lado, pero los autos locos casi se dejaban ver por las carreteras.




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Camino de la cruz

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Hace unos meses me sulfuré por culpa de I Origins, aquella película del científico darwinista que terminaba enredado en las creencias de la reencarnación. Y ahora, casi sin tiempo para sacudirme el azufre, me llega, recién cocida en Alemania, esta hostia sacramental que se titula Camino de la cruz. La película, en sus compases iniciales, es una cosa que da mucho miedo, con ese cura preconciliar que prepara a sus pupilos para la próxima Confirmación. Entre ellos está María, la niña mártir que se va tragando las enseñanzas como Lacasitos de chocolate. Una feligresa disciplinada que emprenderá su propio Via Crucis de sacrificio y salvación... 

    Uno quiere reírse del cura cuando suelta sus barbaridades sobre la vida y el ultramundo, pero el tono es tan crudo, y el plano es tan hierático, como de Michael Haneke o de Ulrich Seidl, que la risa se queda ahogada en la tráquea, y en su lugar asciende un regüeldo de la cena que sabe a hiel y a cosa fermentada. En la segunda escena descubrimos a la madre de María, una pirada que aún no ha salido del  Concilio de Trento y que lleva con mano férrea las riendas de su educación. Una mujer de gesto adusto que además, al reñir en alemán, multiplica por cien su efecto acojonativo, como una guardiana nazi de los campos de concentración. Uno siente compasión por María, la pobre tontaina embaucada, y una repugnancia infinita por esta pandilla de iluminados que no ven más allá de sus alucinaciones neuronales. Llevado por el laicismo militante, uno se cree envuelto en una cruzada como las que encabezaba Voltaire, y casi le grita al televisor "Écrasez l'Infâme", enardecido por tanta majadería. Pero ojo, repito, que esto es cine sibilino y untuoso, y al final, para dejarnos mudos a los ateos, Camino de la cruz esconde una sorpresa y un giro de cámara que hará las delicias de los católicos que ya abandonaban la sala derrotados, o se levantaban del sofá para tomarse un refrigerio de vino consagrado. Nuestro gozo, en un pozo. De perdición.



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Ratas a la carrera

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Mientras espero a un amigo para tertuliar sobre cine y mujeres, en la tele del bar están pasando una comedia de Rowan Atkinson y John Cleese. El título me es desconocido, pero luego, gracias a internet, sabré que se trata de Ratas a la carrera. Tiene pinta de ser una película mala, mala a rabiar, con persecuciones de coches, fulanos travestidos y muchos resbalones con mondas de plátano. Pero los cuatro parroquianos que están jugando al tute se parten el culo con las trapisondas. Tanto se ríen que al final, después de interrumpir la partida varias veces, deciden dejar los naipes sobre la mesa y entregarse a la carcajada sin soltar la copa de coñac. Se han perdido la mitad de la trama, y la tele, además, no tiene sonido, porque en este bar, como en tantos otros, sólo la ponen para gastar luz y atraer a los mosquitos. Pero los abueletes no se arredran ante estas insignificancias, tan propias de los señoritos de ciudad. Ellos se descojonan con los travestís, con los encontronazos, con las pechugas de las señoras. Cuando un personaje pone caras raras o se pega un leñazo, se congestionan de la risa y le pegan manotazos a la mesa. "¡Es cojonuda!", dice uno. "¡La hostia, qué peli!", le confirma el otro. Uno de ellos llega a afirmar, en voz alta, mientras se seca las lágrimas: “Es la mejor película que he visto en mucho tiempo. ¡La hostia, qué buena…"

            Y yo, que además carezco de tierras, de regadíos, de gallinas ponedoras..., ¿qué puedo tener en común con mis vecinos de pedanía? Nada, definitivamente. 




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Mr. Turner

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J.M.W. Turner fue el gran pintor de los amaneceres, de los atardeceres, de los barcos que transitaban lánguidamente el Támesis o se enfrentaban a los navíos franceses. En sus cuadros -que ahora, con la excusa de la película, cuestan un huevo más en las casas de subastas- los seres humanos son figuras diminutas que se adivinan en los muelles, en las bordas, en los campos de trigo, como hormigas que buscan el sustento mientras por encima sucede el gran milagro de la luz, que quita y pone las formas, las siluetas, los colores. 

    A Mr. Turner no le agradaba mucho la gente: tramitaba los asuntos imprescindibles del día -la comida, las pinturas, los escarceos sexuales con la criada- y luego, en las horas que su estudio se veía iluminado por el sol, pintaba paisajes donde los humanos sólo eran figuras decorativas como las piedras o los árboles. No los estimaba en su vida diaria, y no los estimaba tampoco en sus cuadros de paisajes bellísimos, o de naturalezas atroces.


            Un tipo difícil, el señor Turner, si nos atenemos a lo que cuenta Mike Leigh en su película. Una película de narrativa extraña, fragmentada, como si paseáramos por el museo biográfico del personaje y fuéramos contemplando, en cuadros separados, hechos cruciales o aclaratorios de su vida. No hay condenas morales, ni juicios de valor, en estas estampas coloridas del señor Turner. Ni se abuchean sus defectos ni se subrayan sus virtudes. Mike Leigh es un tipo demasiado inteligente, demasiado british, para caer en los retratos de brocha gorda que tanto gustan a los americanos. Los americanos habrían filmado un biopic de loosers y winners con esta vida huraña y genial del pintor: una cosa moralista, pastosa, de músicas grandilocuentes. Un despelote de medios para filmar el mismo guión simplón y torpón. Gracias, Mr. Leigh. Y gracias, también, Mr. Spall, al que Cannes reconoció y los Oscars olvidaron.




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Tristram Shandy

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Tristram Shandy es una película muy difícil de explicar, y de definir. Una comedia bizarra que despierta odios y entusiasmos, exabruptos y aplausos encendidos. Este humilde escribano la tiene por una de sus películas predilectas, tan atrevida, tan peculiar, tan a contracorriente de los usos habituales. Es el mismo cine libérrimo que ya practicara Winterbottom en 24 Hour Party People, otro clásico de su cinematografía  inclasificable.

            Tristram Shandy, la película, cuenta el accidentado rodaje de "Tristram Shandy", la película dentro de la película, que es la adaptación imposible de la novela homónima, un clásico de las letras británicas que carece de narrativa lineal. Una verborrea satírica de mil páginas reconcentrada en un guión de coherencia inabordable. Un imposible artístico que convierte el rodaje en una batalla diaria, en una frustración permanente. 

    Steve Coogan, actor por el que siento una irresistible simpatía no-sexual, interpreta tres papeles diferentes en esta locura de los planos superpuestos: el primero, el Steve Coogan ficticio, que es la estrella de "Tristram Shandy", con sus problemas personales, su ego artístico, su queja continua sobre la altura de los tacones o la emotividad nula de las escenas; el segundo, el propio Tristram Shandy, que en la película dentro de la película narra su propio nacimiento y las circunstancias extraordinarias que lo rodearon; y el tercero, porque el rodaje va escaso de recursos, y hay que ahorrarse dineros en los actores, el padre del propio Tristram, en las escenas atribuladas de su nacimiento. 

    Ya les dije que era un lío mayúsculo, una película inefable, un juego de realidades y ficciones que este diario no alcanza a resumir. Sólo a recomendar. La historia de una polla y un toro...

            Y alrededor de Steve Coogan, dando por culo todo el rato, la mosca cojonera de Rob Brydon, que también se interpreta a sí mismo fuera del rodaje, y que en el Tristram dentro del Tristram es el trastornado Tío Toby, héroe emasculado de la batalla de Namur. Coogan y Brydon, en los sets de rodaje, en las trastiendas del vestuario, en las habitaciones del hotel, protagonizan un duelo de egos simulado, un cachondeo competitivo que nace de su amistad real fuera de las ficciones. 


                                
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Kingsman: Servicio secreto

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Viajaba tan mareado en esta montaña rusa de peleas y matanzas que es Kingsman, tan abrumado por los efectos especiales y las cabezas que revientan como calabazas, que sólo al final, en los títulos de crédito, me doy cuenta de que Mark Hamill -Luke Skywalker, el redentor de la galaxia muy lejana- figura como Dr. Arnold en el reparto de esta locura juvenil. ¿Y quién coño era el Dr. Arnold, me pregunto yo, a las doce y pico de la noche, con un dolor de cabeza que sólo el paracetamol y la tertulia deportiva de la radio sanarán media hora más tarde?



            Tengo que regresar a este teclado para recordar que el Dr. Arnold era el tipo que secuestraban al principio de la película, un profesor con pajarita que anunciaba a sus alumnos de Oxford, o de Cambridge -tampoco lo recuerdo bien- la venganza definitiva del planeta Tierra contra sus parásitos humanos. Mark Hamill chupa sus buenos minutos de pantalla, con varias líneas de diálogo que lo fijan claramente en el objetivo, y no puedo decir, ahora que lo veo en las imágenes de Google, que salga muy deformado o maquillado. Es él, redivivo, el hijo de Anakin Skywalker, el caballero Jedi que devolvió el equilibrio a la galaxia, aunque aquí salga viejuno y con barbita, regordete y con cara de pánfilo. 

    Yo, en Kingsman, andaba en los subtítulos, en la tontería, en la fascinación idiota por estas peleas a cámara lenta donde los aprendices de James Bond clavan sus cuchillos, disparan a quemarropa, retuercen cuellos comunistas para salvar a la civilización occidental. Las películas preferidas de Esperanza Aguirre... Y así, engatusado por estas majaderías para adolescentes, me perdí el guiño, el homenaje, la aparición estelar del guardián de las estrellas. Así voy de perdido y de bobo, en estos primeros calores del año, que llueven como tormentas de fuego. Y lo que me rondarán, morena. 




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