Bienvenidos a la casa de muñecas
Timbuktú
Mad Max: Furia en la carretera
Bad Boys
Justi&Cia
True Detective. Temporada 2
Citizenfour
🌟🌟🌟
Calabria, mafia del sur
El marido de la peluquera
La vida de los hombres deslucidos es un largo desierto con
oasis sexuales muy distantes entre sí. Los hombres más impacientes curan su sed
en fuentes muy alejadas de la pureza, que al final son las que dan más sed, y
nunca terminan de romper el maleficio. Otros hombres, menos hormonados,
aguantan como pueden el reseco chaparrón, y se refugian en los sueños eróticos
de la gran pantalla, o en el voyerismo de la vecina del cuarto, inalcanzable y
guapísima en su espléndida madurez. O encuentran, una vez al mes, o cada dos,
según los presupuestos, a las peluqueras. A mí, por ejemplo, me pasa que en las
vacas flacas ellas son el único contacto sensual que ameniza la larga hambruna.
Las únicas mujeres que por exigencias del guion te acarician el cabello, te rozan
la nuca, colocan su pecho muy cerca de la piel requemada. Para nada un encuentro
sexual, ni un contacto cerdícola: solo el recuerdo de que una mujer, en la
cercanía, hace que el mundo parezca de otro color
Ignoro si
la vida sexual de Patrice Leconte sufría una travesía del desierto cuando rodó El
marido de la peluquera, su obra maestra incontestable. Pero si no fue él,
desde luego, fue un buen amigo quien le puso sobre la pista de esta sensualidad
atrapada en las peluquerías de caballeros, regentadas por mujeres que sin
pretenderlo se convierten en un bálsamo, en una invitación a cerrar los ojos y
dejarse llevar por el roce en la nuca, por el aliento en la oreja, por el pecho
en la espalda... El marido de la peluquera es un sueño erótico hecho
realidad: el que tuvo Antoine a los doce años, cuando supo, en una revelación
súbita, que sólo casado con una peluquera encontraría la paz de la vida
sencilla y la armonía sexual. Por qué vagar por el mundo incierto de las
mujeres y no acudir, directamente, al refugio de tanto rechazo y tanto
quebranto. Por qué volar de flor en
flor, de espina en espina, y no pedirle matrimonio a Mathilde, para que nos
deje vivir allí, en el propio establecimiento, sin más mundo que su visión, sin
más experiencia que sus manos, sin más amistades que los clientes que llegan y
rápidamente se van.
Viaje a Sils Maria
Madre e hijo
Mallrats
Persiguiendo a Amy
Juego de Tronos. Temporada 5
He tardado un mes y medio en ver las cinco temporadas completas de Juego de Tronos. Cuatro en compras legales y carísimas, y la quinta, la última, que todavía no está disponible en los Grandes Almacenes, en una razzia bucanera de mi loca impaciencia. Me cansé, finalmente, de que las amistades se cansaran de mí, por no poder hablar en mi presencia de los muertos y los vivos, de las teorías y los chismes. Mientras yo les acompañaba en la barra del bar o en la mesa de la terraza, ellos, los amigos, mordiéndose la lengua, cagándose en mi body, callaban los altos secretos de George R. R. Martin y los guionistas, y se conjuraban con señas para citarse después, en un local clandestino, donde los cretinos como yo, que iban retrasados con los capítulos y siempre chistaban al oír un amago de spoiler, no pudieran encontrarlos. Ahora, gracias a la delincuencia de los piratas, ya vivo en paz con mis semejantes, y me siento depositario de los arcanos, y opinante con criterio de la situación convulsa en los Siete Reinos.
Jimmy's Hall
Red Army
Black coal
Malditos Bastardos
Kill Bill. Volumen 2
Juego de Tronos. Temporada 4
Mira que mueren, a puñados, los personajes de Juego de Tronos, pero deberían morir muchos más. A cientos, y no a decenas, como soldados en una gran batalla. Como mendigos hambrientos en las calles de Desembarco del Rey. Los secundarios de Juego de Tronos se reproducen al ritmo de una infección bacteriana que amenaza con cargarse el cuerpo muy sano de esta intriga sin igual. Por cada personaje que la palma de un espadazo o de una caída al vacío, surgen tres nuevos que ocupan su lugar para soltar su confesión de marras, su soliloquio sin trascendencia. Su trauma personal, que nos despista de los centros neurálgicos de la trama, de los nudos gordianos que últimamente se han reducido a sólo cuatro: las hostias en el Muro, las magias en Rocadragón, los Lannister en la capital y la inconcebible belleza de Daenerys Targaryen liberando esclavos en el otro continente. Lo demás empieza a ser reiterativo, superfluo, minutaje prescindible que uno -lo confieso- ya ha empezado a saltarse con la tecla de avance, sin mayor menoscabo para la comprensión del enredo, o para el sentimiento de culpa, que ya no pincha ni muerde.
Kill Bill. Volumen 1
La primera vez que vi Kill Bill fue el 11 de marzo de 2004, el mismo día en que los terroristas islámicos reventaron aquellos trenes infaustos de Madrid. Fue en un cine de Invernalia, en la primera sesión de la tarde. Nos juntamos allí veinte o treinta personas que habíamos decidido ver una de Tarantino para limpiar con violencia de mentira la violencia de verdad que nos había dejado noqueados. Quien diga que la violencia de Kill Bill es nociva para el espíritu, e incita a cometer más violencias fuera de los cines, o de los salones de casa, no tiene ni puta idea de lo que dice. Quien asi habla no estuvo aquel día, en aquella sala, lavándose con sangre artificial, con coreografía de cómic, con gilipolladas de kung-fu, la sangre real que nos había saltado a la cara desde los reportajes del telediario.
La historia de Marie Heurtin
Airbag
El hijo
Juego de Tronos.Temporada 3
Menos mal que después de la primera temporada de Juego de Tronos, llevado por el entusiasmo de haber encontrado una familia donde ser adoptado, no fui, finalmente, al Registro Civil a cambiarme estos dos apellidos sin lustre y sin futuro, Rodríguez y Martínez, por el mucho más lustroso y promisorio de Stark, como hizo Homer Simpson cuando renegó de sus ancestros para rebautizarse como Max Power y entrar así, aunque fuera un paso efímero, en el mundo de la aclamación artística y el acercamiento de las gachíes. Stark era, y es, un apellido cojonudo, la verdad, porque tiene la fonética impetuosa de lo anglosajón, la brevedad eficiente de los bárbaros, la grandiosidad honorable de los Guardianes del Norte. Ese Norte de la ficción que tanto se parece al Norte ya reseco de mi infancia, donde antes del cambio climático siempre hacía frío, y nevaba, y uno paseaba protegido por un manto amoroso de nubes. Aunque el primo de Rajoy grazne como un cuervo de un solo ojo.