Asignatura pendiente

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Si hacemos caso de lo que cuentan las portadas de los periódicos y las tertulias de la radio, parecería que la gente está muy pendiente de la actualidad política, y de los vaivenes de la bolsa. Pero no es cierto. Estas cosas sólo interesan a los que viven del momio, o a los que invierten en valores. Al común de los mortales, aunque sigan los acontecimientos con curiosidad,  lo que les preocupa cada mañana al despertar es saber si van a follar o no. Saber si la novia aceptará, si la mujer estará de buenas, si aparecerá, por fin, una mujer en el horizonte. Todo lo demás sólo es contexto y divertimento.

En Asignatura pendiente, mientras el caudillo se muere en la cama y los demócratas afilan las leyes, y los nostálgicos los cuchillos, José y Elena, Elena y José, recuperan el tiempo perdido follando como macacos a espaldas de sus cónyuges. Al otro lado de la ventana se escuchan amenazas de muerte y gritos de libertad,  pero ellos, ensordecidos por la pasión, sólo escuchan el frufrús de las sábanas, y el respirar agitado de la pareja, que les sirve de guía para ascender las cordilleras.  Mientras saborean el cigarrillo postcoital les importa tres pimientos el momento histórico que están des-viviendo. Desnudos de cintura para arriba -lo que hizo de Asignatura pendiente un fenómeno pechológico allá en 1977- José y Elena conversan sobre su romance de juventud, allá en los veranos de la sierra, cuando él le cogía la mano en los senderos y le palpaba los pechos en las penumbras, siempre por encima de la rebequita, claro está, que no estaba el franquismo para bollos.

Así vivirán José y Elena las primeras semanas cruciales de la Transición, despachando con celeridad los asuntos de la oficina, o las meriendas de los niños, para arrejuntarse en la cama y olvidar el mundanal ruido de sables y altavoces.  Pero la rutina, ay, lo mismo carcome los matrimonios que los adulterios, porque es un insecto que no hace distingos con las maderas, y hasta los polvos, si vienen muy seguiditos, se convierten en obligaciones que hay que despachar con fastidio. Sólo entonces, en la calma de los instintos, volverán nuestros tórtolos a ser conscientes de la realidad. Ciudadanos lamados al deber de comportarse como demócratas, y como fieles esposos, cada uno en su redil.




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Las verdes praderas

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La crisis de los cuarenta es una neurosis que pertenece al mundo moderno y desarrollado. Antes de que Alexander Fleming se topara con el Penicillium notatum en su laboratorio, la gente, por lo común, se moría antes de llegar a los cuarenta, y los pocos que trascendían tenían cosas más importantes en qué pensar. Si los antepasados pudieran ver nuestras depresiones por un agujero espacio-temporal, nos tomarían por unos pusilánimes indignos de llevar los mismos genes, y los mismos apellidos. Sólo cuando uno tiene la barriga llena y la salud controlada se pone a lamentar las calvicies y las pitopausias. El tiempo perdido, y los sueños rotos. 



    Inmerso en mi propia cuarentanidad, voy topando por doquier con este subgénero cinematográfico de los hombres en caída libre. A veces lo hago a sabiendas, porque conozco al personaje, o lo intuyo, y sé que voy a extraer una sabiduría de sus andanzas. Otras veces, sin embargo, es el subconsciente quien me susurra un título sin advertirme que allí mora otro cuarentón en crisis, otro ejemplo de superación, o de hundimiento, que de todo hay en la viña del Señor.

    Esta noche, por ejemplo, ha aparecido en los canales de pago una película de José Luis Garci que yo nunca había visto, Las verdes praderas. Y como ahora ando reconciliado con él, y la película pertenece a su época pre-ridícula y pre-pepera, me he arrellanado en el sofá para consumir la última atención del día. Yo esperaba la típica película de españolitos en la Transición, con la movida política, la apertura de las costumbres, el despechamen de los escotes. Pero si hacemos caso omiso del Seat 131 Supermirafiori que conduce Alfredo Landa, y de algunas efemérides madridistas como la retirada de Pirri o los cabezazos de Santillana, Las verdes praderas podía ser una película rodada hoy en día, con su cuarentón deprimido, su trabajo aburrido, sus hijos mediocres, su esposa decepcionada. Porque la crisis de los cuarenta -esa depresión maldita que le debemos a la puta penicilina- es un mal que no distingue década ni lugar. Una bomba de relojería que se pone en marcha cuando se acortan los telómeros, y se van recortando al mismo tiempo las energías, y las alegrías.


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Harold y Maude

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Nueve de cada diez cinéfilos consultados recomiendan ver Harold y Maude, la comedia que Hal Ashby rodó en los tiempos del amor libre y de la relajación de las costumbres. Allá en América, claro, porque aquí, por un simple beso prematrimonial, o por una mirada bajo las faldas, todavía te corrían a porrazos por los callejones, y a hostiazos por las sacristías. 

    Harold es un primo lejano de la familia Addams que se entretiene fingiendo suicidios ante su madre, una fría millonaria que ya no le hace caso, y que busca, desesperadamente, una nuera que se lo lleve. Aficionado a comparecer en entierros que ni le van ni le vienen, Harold, en uno de los sepelios, conocerá a Maude, una mujer octogenaria que también vive fascinada por la muerte. Maude ha decidido disfrutar sus últimos años a cien por hora, hasta que el cuerpo aguante, y medio loca o medio lúcida, encuentra la adrenalina robando coches, visitando desguaces o posando sus arrugas denudas ante los artistas conceptuales.

    Dos pirados como Harold y Maude estaban, cómo no, destinados a entenderse y a compenetrarse. Y a penetrarse, incluso, en un amor loco que hace cuarenta años debió de provocar ascos y soponcios, pero que hoy en día, curados de espanto gracias a los programas del corazón, y a las categories de las páginas porno, ya casi vemos como una travesura, como una filia sexual de las muchas que pueblan el deseo. 

    A uno le han caído en gracia estos personajes enfrentados al qué dirán de las gentes, y al qué narices pondrán de las leyes. Pero la simpatía por Harold y Maude no es suficiente para que la película consiga levantarme el ánimo, ni distraerme de los quebraderos. Quizá fue el fin de semana, que vino atravesado, o quizá fue la propuesta experimental, que me cogió a contrapié. Sea como sea, me siento desautorizado para juzgar. Uno de cada diez cinéfilos consultados no recomienda ver Harold y Maude, pero yo, la verdad, no quisiera decir tanto. 



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Sherlock. La novia abominable

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Ahora que voy a releer las aventuras completas de Sherlock Holmes, ya no tendré que imaginarme a sus protagonistas como si estuviera en La vida privada de Sherlock Holmes, la gran película de Billy Wilder. Voy a echar de menos a Robert Stephens y a Colin Blakely, que me acompañaron en la primera lectura de juventud. Tipos sólidos, perfectamente británicos, que daban el pego y la medida. Pero desde que Mark Gatiss y Steven Moffat parieran su serie para la BBC, Benedict Cumberbatch y Martin Freeman se han ganado el primer puesto en el imaginario. Ellos serán a partir de ahora los rostros, los andares, los gestos de reflexión o de recochineo, aunque sus personajes vivan a un siglo de distancia de las andanzas originales.

    Enredando por internet, leo con pesar que Sherlock no tendrá una cuarta entrega hasta el año 2017. Debe de ser que estos dos actores tienen problemas de agenda, o que los guiones, tan enrevesados, necesitan varios meses de urdimbre. Ante nuestro desconsuelo, Gatiss y Moffat nos han hecho el regalo de La novia abominable, un caso de ultratumbas en el Londres victoriano de los orígenes literarios. La novia abominable se podía haber quedado en un simple divertimento, en un hueso de goma para entretener nuestro hambre canina. Pero Gatiss y Moffat son dos tipos generosos que nunca defraudan. Que saben, además, que nos hemos vuelto muy sibaritas, y muy pijos, y que no les íbamos a perdonar que La novia abominable fuera un episodio de relleno, o un aperitivo para glotones. Y pardiez que no lo ha sido. Entre los crímenes, las deducciones y los chistes socarrones, han vuelto a conseguir que me quedara clavado en el sofá. Que la realidad del día no se colara por ningún resquicio en la ficción. He vuelto a sentir esa gozosa presión en las meninges cuando trato de no perderme, de no quedarme atrás. De anticiparme a un desenlace que al final siempre me sorprende y me supera. Y bendita sea, mi cortedad, que me depara tales alegrías. 




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Carlos Pumares. Polvo de Estrellas

La muerte de Gaspar Rosety ha revuelto los recuerdos de mi desván. Buscando su voz cuando cantaba los goles del Madrid en las remontadas, o de la Selección Española en los Mundiales, he ido a topar con un archivo sonoro de Antena 3 Radio, aquel nido de alianzapopuleros que se decían independientes y montaraces. Estos hijos de mala madre, nostálgicos de una derecha que pusiera en vereda al rojerío campante, aprovechaban cualquier programa, político o no, para atizar al PSOE y clamar de paso contra el poder del Estado, que maniataba a los emprendedores, subía los impuestos y construía trenes innecesarios de alta velocidad.

    Carlos Pumares -que a eso venía- era uno de los locutores más vocingleros. Su programa de cine -que luego era de cualquier cosa- venía después de Supergarcía, y los adolescentes que ya trasnochábamos por los estudios, y por las ganas infinitas de vivir, nos quedábamos hasta las tantas de la madrugada oyendo sus monsergas de rancio conservador. Pero nos daba igual, su facherío. Nosotros estábamos a lo del cine, o la que surgiera, que podía ser una receta culinaria o la última crónica de una multa en carretera. Pumares, en aquel magacín encubierto, en aquel showtime de la madrugada, era mi pequeño dios de las ondas, un fulano tan cínico como divertido, tan faltón como seductor.

    Y eso que Pumares, cinéfilo de otra generación, odiaba a muchos cineastas que yo adoraba. Y no sólo los odiaba: se mofaba de ellos, los ponía a caldo, los ridiculizaba en antena si algún oyente se ponía pesado defendiéndolos. Pero yo me meaba de la risa, y me daba lo mismo no coincidir. Pumares era un fulano directo, vitriólico, que tenía muy pocos filtros en el paladar. Y una gracia de la hostia. Aunque sufría chifladuras de crítico arqueológico, Pumares me transmitió su pasión por el cine. Una pasión que yo traía de serie a su programa, pero que él mantuvo viva en los años idiotas de la adolescencia, cuando todo pudo haber sucedido. Pumares fue, aunque suene manido y resobado, mi maestro.

    Casi tres lustros después escucho de nuevo sus programas, en el ipod, mientras camino por los montes, y me sigo descojonando yo solo con sus paridas, con sus desplantes, con sus arranques de genialidad. Un personaje único.

Oyente: Pumares, es que mis amigos dicen que la película X es muy mala.
Pumares: Pues cambia de amigos


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Sesión continua

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Reconozco que a Luis José Garci le he dado mucha caña en este blog. Y más que le daré como siga por estos derroteros, morreando el bigote del Aznar, o la barba de Rajoy, que parece un fetichista de los vellos peperiles. 

    A quien yo tenía en mucha estima era a su hermano gemelo, el otro José Luis, el que en sus años mozos rodó varias películas que todavía aguantan el tirón -las mejores- o son un documento de la época -las menos afortunadas. Luego, por desgracia, a José Luis le dio un ictus, o se fue de misionero al Amazonas, y sus películas, aunque venían firmadas con su nombre, ya estaba claro que no le pertenecían: cursis, relamidas, aburridas a más no poder. Ahora sabemos que fue su hermano Luis José el que perpetró tales desmanes, un tipo ramplón, almibarado, que se hizo habitual en las tertulias de la radio, y en las fiestorras de la Moncloa, bailando chotis con la Botella.

    Pero hace unas semanas, cuando todo el mundo rellenaba su quiniela para los Óscar, regresó José Luis del exilio, o de la enfermedad, y proclamó que Mad Max: Fury Road era su película favorita. José Luis, el cineasta con criterio, había vuelto de las sombras... Y yo, para darle la bienvenida, decidí poner en el reproductor Sesión continua, una película suya de los viejos tiempos. Una rareza que con sus imperfecciones sigue siendo un canto de amor por el cine. Adolfo Marsillach y Jesús Puente hablan de sus vidas, de su amistad, de su fracaso como padres y de su nulidad como maridos. De sus sueños casi amortizados. Me deprimo despacio, que es la película dentro de la película, sólo es el mcguffin que utilizan para dar rienda suelta a sus cinefilias. La vida misma es para ellos un mcguffin, una excusa cojonuda para hablar de cine hasta la madrugada. José Manuel Varela y Federico Alcántara son dos alineados que me resultan muy familiares. Dos desertores de la realidad que encontraron la vida lejos de sí, en las pantallas.



Marsillach [borracho, pero lúcido]: ¿Tú sabes por qué nos hemos hecho mayores sin darnos cuenta?
Puente [más borracho aún]: No me acuerdo
Marsillach: Pues por una cosa muy sencilla. Porque nosotros no hemos vivido.
Puente: ¿Ah, no?
Marsillach: No. Nos han vivido. Siempre hemos vivido vidas que no eran nuestras vidas, porque en nuestras vidas sólo hay historias...
Puente: ¿Tú estás seguro... tú estás seguro de eso?
Marsillach: Completamente, Federico. Somos irreales. Vivimos en estado de película.



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Los sueños de Akira Kurosawa

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A otras personas el sueño se les va en un suspiro, en un fundido negro que enlaza con el día siguiente. A mí, en cambio, los sueños me cunden como vigilias. Me canso, literalmente, de soñar. Me duermo y me lanzo a los caminos hasta que suena el despertador. Hace años que no tengo un sueño reparador. Todas las mañanas me levanto exhausto porque en los sueños no paro de caminar. Mi cansancio es físico, no mental, porque en los sueños no sufro gozos ni pesadillas. Las mías son aventuras tontas, baladíes, como de comedia de enredos. Lo que me fatiga es el ejercicio de perseguirme por los escenarios, que son mucho y distantes. Un ejercicio literal, y no metafórico. Lo primero que me duele al despertar son las piernas, endurecidas y cargadas. Envejezco muy deprisa porque en el soñar no encuentro la paz de espíritu. No reparo una sola célula, ni ordeno un solo pensamiento. No descanso. Ni me olvido.


    Los sueños de Akira Kurosawa es una película que veo con mucha frecuencia porque es bellísima, y porque me reconozco en las imágenes. Me aburro mucho con otros cineastas que exponen sus onirismos porque sueñan de un modo diferente. Kurosawa, en cambio, soñaba como sueño yo: en largas caminatas que lo llevaban de aquí para allá. El personaje de Los sueños es un caminante de gorra y mochila que lo mismo aparece en el Fujiyama, hablando con un demonio, que en Auvers-sur-Oise, departiendo con Van Gogh. Un turista que sube montañas, desciende valles, recorre campos de trigo... Sólo en el último sueño, en La Aldea de los Molinos de Agua, él encontrará el descanso junto al arroyo. Quién no querría vivir en un pueblo así, con esas gentes sencillas que encaran la vida con humildad, y la muerte con alegría, si uno ha vivido bien y lo suficiente. Quién pudiera quedarse allí para siempre, para no soñar más. Para no vivir más, en la realidad que aguarda al despertar. 



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Calvary

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Llevo ya media hora de calvario, viendo Calvary, cuando empiezo a creer que me he confundido de película. Sí, el actor es Brendan Gleeson, y sí, sale disfrazado de cura, pero ésta no parece la obra maestra de la que hablaban por ahí. ¿Cuántas probabilidades hay de que exista otra película con Brendan Gleeson repartiendo hostias consagradas, y que también se titule Calvary, o algo parecido, Calgary, o Albany?
    Así que mientras en la pantalla se siguen sucediendo los despropósitos, cojo la tablet para repasar las referencias y confirmo que ésta es, en efecto, la película que tanto elogiaban en los foros, y tanto piropeaban en la prensa especializada. Se ve que es un problema mío, por tanto, y no una disfunción del universo entero. Que soy yo el que no pillo la gracia, el que no aprecio los méritos. En fin. Apecharé.


    El padre James, al que interpreta el bueno de Gleeson, es un cura de vocación tardía que escuchó muy tarde la llamada de Dios. Quizá por eso, porque su fe es sospechosa, y sobrevenida, el obispo le ha enviado a este pueblecito irlandés donde el director de la película, el pedante e insufrible John Michael McDonagh, ha querido embutir Sodoma y Gomorra en un pub rodeado de cuatro casas y cuatro prados. En este Innisfree vuelto del revés tenemos adúlteros, viciosas, renegados, fornicadores, ladrones, asesinos en serie, ricos asquerosos que jamás pasarán por el ojo de una aguja. Sodomitas también, propiamente dichos, que le hablan sin tapujos al señor cura sobre el semen que les cae chorreando por el culo (sic). En fin... Este es el nivel de los diálogos, que quieren escandalizarnos, y llevarnos las manos a la cabeza, a nosotros, los chicos del barrio de León, que con estas provocaciones no teníamos ni para desayunar...



    Y sin embargo no me levanto. Ni pulso el mando a distancia para buscar un ratico de fútbol, o de risas, en otro canal, antes de dar el día por perdido. Me quedó en el sofá, desmadejado, atraído por la incongruencia, por la grandilocuencia, por la supina gilipollez.  Es la fascinación por lo mal hecho, que a veces es más poderosa que el enfado, y que la decepción. Hay tanta pedantería boba, tanto exceso gratuito, tanta filosofía barata en Calvary, que yo quería dar testimonio ante los cuatro gatos del callejón. Para advertirles, o para animarles, que ya no sé.  



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