Caballero sin espada

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Desde Cicerón de Roma a Rita de Valencia, la institución del Senado lleva siglos cumpliendo fielmente su función: defender los intereses de las clases acaudaladas. Durante casi dos milenios, los senadores no tuvieron que disimular su cometido: ellos representaban a otros señores -banqueros y mercaderes, inversores y fabricantes- que no tenían tiempo ni ganas de comparecer ante los medios. 

Pero luego, hará poco más de un siglo, llegó la revolución de los obreros que pronosticara Carlos Marx, y las gentes empezaron a mirar mal a quienes chanchullaban en los grandes edificios con frontispicios y columnas. Las leyes que beneficiaban a unos pocos y perjudicaban a unos muchos ya no podían aprobarse sin que estallara la protesta o la revolución. Para no ceder los privilegios, los padres de la patria probaron con el fascismo, con las dictaduras, con las guerras patrióticas, pero desbordados por las consecuencias tuvieron que inventarse la democracia de la urna, con la que siguen haciendo lo que les viene en gana, pero ahora con una obra teatral de por medio. Es el gran avance de nuestro sistema: ver a estos señores haciendo el ridículo cada cuatro años, haciendo gracietas y malabarismos, cucamonas y juegos verbales. Luego tienen cuatro años para desquitarse...

     En Caballero sin espada, gracias a los recovecos de la Constitución, y al guión bastante tramposo de los muchachos de Frank Capra, un tontalán con el rostro de James Stewart es elegido senador interino en Washington, en los tiempos de la Gran Depresión. Convencido de la bondad inherente del sistema, de la honestidad laboriosa de sus compañeros, el senador Jimmy se pegará una hostia de campeonato cuando descubra que allí todo el mundo obedece a tipos oscuros que permanecen en la sombra, inalcanzables para el electorado. Cualquier otro hubiera gritado un "¡Váyanse a la mierda!" tan rotundo y sincero como aquél que grito nuestro gran Labordeta cuando se reían de él los engominados con la corbata azul, y hubiera vuelto a su tierra natal para denunciar el estado de la Unión y continuar con sus labores. Pero el afortunado Jimmy, cuando está a punto de arrojar la toalla y gritar un fuck you! inconcebible para la época, descubre el amor en la bellísima y rubísima Jean Arthur, y aupado ya más por el deseo sexual que por el ardor democrático, reta al mismísimo Senado de los Estados Unidos para enmendar doscientos años de trampeos, en lo particular, y otros dos mil, en lo universal. 

    La ciencia-ficción, como se ve, no es asunto exclusivo de naves espaciales y científicos locos. Frank Capra, con sus buenas intenciones subvencionadas por el New Deal, rayó a la altura de los grandes maestros del género.  




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Manhattan Sur

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Al tercer o cuarto bostezo de esta tarde canicular, con Manhattan Sur transcurriendo sin pena ni gloria por la pantalla achicharrada, comprendí que los panegíricos habían vuelto a liarme con su adjetivación generosa. Cuando hace unas semanas murió Michael Cimino, los articulistas escribieron encendidas loas al artista: que si fue un genio incomprendido, que si sus películas se adelantaron a su tiempo, que si es de justicia revisar con alegría sus obras menores... Cosas así. El manual del obituario. Uno ya debería saber que estas cosas se escriben por compromiso, y que quien no conoció las películas de Cimino inflama la prosa hasta quedar bien con los aficionados, y que quien sí vio la obra del difunto, y guardaba dudas razonables sobre ella, tal vez ahora, llevado por la nostalgia, y por la pena del cuerpo presente, la ve estimable y hasta recomendable para los lectores.  


    Ya digo que uno, más por experiencia que por astucia, debería estar prevenido contra estas palabrerías, y juzgar por sí mismo si merece la pena regresar a Michael Cimino y su torturada filmografía. La puerta del cielo fue un homenaje casi obligado, pues uno nunca había visto la versión extendida, y cabía el beneficio de la duda, y la expectativa de una maravilla. Pero Manhattan Sur ya era harina de otro costal. Por muy pesados que se pusieran los panegiristas, la imagen de Mickey Rourke repartiendo hostias en los bajos fondos del barrio chino movía más a la renuncia que a la promesa. Mi sexto sentido -ése que vive amordazado por mis complejos de cinéfilo aficionado, de diletante sin criterio ni sensibilidad-, me decía que no, que vade retro, que mejor ver una comedia ochentera de Fernando Colomo o de Pedro Almodóvar. 

Pero no. Cedí a la tentación de Manhattan Sur, y Manhattan Sur, la verdad sea dicha, se ha quedado viejuna, y está mal contada, y tiene una banda sonora intrusiva e insufrible. Curiosamente, Mickey Rourke no es lo peor de la función, y su cólera de policía más chulo del barrio sostiene a duras penas el andamiaje. Los malos vienen, los buenos van, y uno nunca acierta a entender por qué unos mueren y otros no, y por qué no murieron antes, o no murieron después. La lógica brilla por su ausencia, y sólo de vez en cuando, para nuestro solaz, viene la amante china de Mickey Rourke a regalarnos su belleza, que es muy de estimar cuando está vestida, y mucho más cuando comparece desnuda.




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Isla bonita

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El primer impulso que uno siente al terminar de ver Isla bonita es coger los bártulos y viajar cuanto antes a Menorca, que es la isla piropeada en el título. Y al parecer no sólo bonita, sino también acogedora, poco masificada, de ritmo lento y peculiar. De gentes abiertas y costumbres liberales. Un paraíso de convivencia en el que caben los jóvenes marchosos de la ruta del bacalao, y también los ancianos que buscan un club Diógenes a orillas del Mediterráneo. Un remanso de silencio donde enfrascarse tranquilamente en la lectura, en la reflexión, en el olvido, sin que ningún plasta peninsular venga a joder la marrana. 

    Esa es, al menos, la versión idílica de Menorca que nos cuenta Fernando Colomo. Porque él es, a fin de cuentas, un tío con pedigrí que conoce a gentes ilustres de chalet con piscina, y habría que ver cómo es la Menorca de la clase turista, con la pensión Manoli, el chiringuito Pepe, los borrachuzos a las tres de la mañana tocando los collons bajo la ventana.

    Sea como sea, visitándola en clase business o en clase morralla, Menorca le vendría a uno de perlas para olvidar su ecosistema mesetario, y su tribulación anubarrada. Menorca es un territorio coqueto, manejable, como una ínsula Barataria de Sancho Panza, recorrible a pie o en bicicleta para ir de cala en cala, y de sueca en sueca, desde la distancia admirativa. Una tentación cálida y salada que está ahí, a sólo unos clics en el ordenador, a sólo unas pocas consultas en la agencia de viaje. Y sin embargo, en el momento en que apago la tele y preparo el café, me puede una pereza infinita, un nihilismo enraizado. Un hartazgo de mi mismo. El heterónimo de Fernando Pessoa que vive en mi interior recuerda aquellas lecturas del Libro del Desasosiego, y de pronto se desanima, y se dice a sí mismo que para qué, que ya habrá ocasiones mejores, y compañías mejores, tal vez en otro verano que nunca llegará.

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    "¿Qué es viajar, y para qué sirve viajar? Cualquier ocaso es el ocaso; no es menester ir a verlo a Constantinopla. ¿La sensación de liberación que nace de los viajes? Puedo sentirla saliendo de Lisboa hacia Benfica, y sentirla más intensamente que quien va de Lisboa a la China, porque si la liberación no está en mí, no está, para mí, en ninguna parte. «Cualquier carretera -ha dicho Carlyle-, hasta esta carretera de Entepfuhl, te lleva hasta el fin del mundo.» Pero la carretera de Entepfuhl, si se la sigue toda, hasta el final, vuelve a Entepfuhl; de modo que el Entepfuhl, donde ya estábamos, es ese mismo fin del mundo que íbamos a buscar". 


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Remake

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En su novela Ampliación del campo de batalla, Michel Houellebecq explicaba que el liberalismo no sólo ha resultado nocivo en el terreno económico, haciendo a los ricos más ricos y a los pobres más pobres. También en lo sexual ha terminado por ser una catástrofe humanitaria. Una conquista muy cuestionable. 

Del mismo modo que en las economías planificadas todo el mundo encontraba su puesto de trabajo, y vivía humildemente pero con dignidad, en las vidas sexuales que planificaba la costumbre o el temor de Dios todo el mundo encontraba su matrimonio, o su cama de acogida, y follaba cuando llegaba el sábado sabadete o alguna fiesta de guardar. Luego estaban los insatisfechos, los rebeldes, los hippies como estos de la película Remake, que vuelven a reunirse veinte años después en la masía donde antaño follaron a lo grande, a veces en parejas y a veces todos reunidos, como en los juegos Geyper. Fueron ellos, los excesivos, los vanguardistas, los que no vivían contentos con la monogamia ancestral, los que enarbolaron la bandera de la libertad sexual pensando que cambiaban el mundo para mejor. Pero se equivocaron. Con su ejemplo y con su tesón, crearon una jungla sexual que ha devenido hambre y escasez: un laissez faire de las camas donde un puñado de guapos y guapas se ponen las botas cada fin de semana y una mayoría de feos e insulsas, de tímidos e infortunadas, han de refugiarse en la masturbación y en la soledad.

    En Remake, en esa masía montañesa que conoció tiempos mejores y cuerpos mejores, los exhippies tienen que escuchar, boquiabiertos, los reproches de sus hijos. No es sólo que su generación, maltratada por el socialismo humillado, tenga que sobrevivir con empleos de mierda, malpagados, sin futuro a la vista; es que además, gracias a sus padres tan enrollados, ahora follan poco, o nada, o a destiempo. A estos hijos del liberalismo económico y de la apertura sexual la vida se les ha vuelto incierta, azarosa, deprimente. Una angustia, más que una experiencia. Tienen casi treinta años y lo único que tienen es libertad. Pero la libertad sólo es cojonuda si va acompañada de dones naturales: de belleza, de talento, de falta de escrúpulos. Sólo así, con este armamento tan caro, se puede salir al mundo a elegir, a optar, a abrirse camino. Sin esas suertes, la libertad sólo es una llave que no abre ninguna puerta; una antorcha que alumbra caminos erráticos; un juguete que dispara esperanzas de fogueo. 



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París-Tombuctú

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Ayer mismo, con los amigotes, después de ampliar nuestra barriga con setas y salsas variadas, conocí un pueblo zamorano que tiene un casco histórico de piedras y blasones. Un castillo enriscado y señorial desde el que se divisa, a lo lejos, el culo del mundo. Subido en las almenas, mientras los amigos se reían de los males del mundo y de las pitopausias del cuerpo, yo me fijaba en el curso del río, en el temblor de la alameda, en la vida sencilla de aquel pueblo con farmacia y panadería. Hacía frío, incluso, en el ocaso del sol veraniego, y uno sintió por primera vez en semanas el vello erizado, y el repelús del refrescar. Y de pronto se sintió reconfortado y agradecido. Y ahí, en ese temblor que era físico pero también filosófico, tuve la certeza de que ya sólo podría ser feliz en un sitio así, lejos de todo lo conocido, y de todos los conocidos. Recibir unas visitas al cabo del año -algunas de protocolo y otras de cariño- y el resto del tiempo soledad, anonimato, sosegado olvido. Desaparecer poco a poco.




    Pocas horas después, traicionado una vez más por el subconsciente que elige las películas, veo el testamento cinematográfico de Luis García Berlanga, París-Tombuctú, una película atropellada, irregular, a ratos indigna y a ratos divertida, que quiere ser resumen de todo y se queda en parodia de nada. En París-Tombuctú, Michel Piccoli es un cirujano plástico harto de su vida y de su trabajo. En un arranque de lucidez decide dejarlo todo colgado, subirse a la bicicleta de carreras y emprender el camino de Tombuctú, provincia de Mali, para comprarse un chamizo, ponerse un turbante y perderse en la tormentas de arena y en los oasis esporádicos. El Tombuctú de la película es como mi pueblo zamorano: su última esperanza, su última frontera. Está tan determinado, en su aventura, que sólo unas tetas poderosas -cincuentonas, pero aún enérgicas- serán capaces de hacerle dudar, allá en el imaginario Calabuch donde cualquier cosa es posible, y cualquier tentación es ofrecida.  

    Entre el deseo por Tombuctú y el deseo por Concha Velasco, Piccoli va de aquí para allá rellenando minutos de metraje, deshojando margaritas del Mediterráneo mientras a su alrededor transcurre la España chapucera y cañí. Tiran más un par de tetas que cien carretas, y que cien sueños de aislamiento y lejanía. 



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Vive como quieras

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En Estados Unidos hubo un tiempo en que a los ricachones se les miraba mal en las películas. Incluso en aquellas que recibían premios y contaban con el beneplácito de los espectadores, y de los gobernantes. Películas donde el tipo malo era un banquero con puro, o un industrial con chistera, y la platea proletaria se ponía en pie para abuchear sus intervenciones. Fue mucho antes, por supuesto, de que Gordon Gekko declarara en Wall Street que la avaricia era buena, y que el cine americano empezara su cruzada contra los pobres y los vagos, los rojos y los insatisfechos.

    Ese tiempo feliz en el que un personaje adinerado era tomado al instante por un villano fue la presidencia de Franklin Delano Roosevelt, al que nosotros, en clase de historia, con un respeto reverencial por el único socialdemócrata que gobernó aquellos destinos, llamábamos señor Delculo. Roosevelt sabía -como los nazis o los soviéticos de la época- que el cine era un arma de convicción masiva, y que deslizando su mensaje gubernamental en las películas se ahorraba un pico en discursos, y un presupuesto en viajes de propaganda. Delculo no tuvo mejor colaborador en sus afanes que Frank Capra, el director que encontró en el New Deal un telón de fondo económico y moral donde proyectar sus comedias de vodevil, y sus dramones de esperanza. Capra, que rodó sus grandes películas en la resaca de la Gran Depresión, se metía con los ricos por insolidarios y avariciosos, pero por si acaso, por si no terminaba de convencerlos, animaba a los pobres a ser felices a pesar de las apreturas, alejándolos de las tentaciones del dinero y del bienestar.

    En Vive como quieras, el malo de la película es el orondo señor Kirby, un industrial del armamento que ha olido los vientos de guerra en Europa y prepara un monopolio balístico que lo hará millonario hasta quedar enterrado en oro, como el tío Gilito. Sin embargo, por esas cosas de los guiones, todo su emporio vive pendiente de que una familia de trastornados le venda la casa donde viven: un chamizo con sótano donde los Sycamore, sustentados al parecer por los ángeles, o por una tía rica de Missouri, se pasan el día entero haciendo el indio. No trabajan en nada productivo, no pagan impuestos, invitan a comer a todo el que pasa por allí... Son unos anarquistas bonachones e irresponsables que tienen la inmensa fortuna, o la tremenda desgracia, de tener una moza guapísima en edad casadera, Jean Arthur, que será pretendida por el mismísimo hijo del señor Kirby, heredero in pectore del fortunón por venir. 

Y así, con el amor imposible pero férreo entre dos alejados sociales, casi dos extraterrestres en la misma ciudad, comienzan las risas y las reflexiones, los encontronazos y las puyas. Vive como quieras, tan alocada y tan anacrónica, sigue estando, de un modo difícil de explicar, tan fresca y cachonda como el primer día. Y esa es, que yo sepa, la definición reglamentaria de un clásico. 


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La puerta del cielo

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Hace algún tiempo, en el buzón de sugerencias de este blog, apareció la inquietud de un lector que me recomendaba la versión de tres horas y media de La puerta del cielo que acababa de emerger en los mares del pirateo. Tantos adjetivos le colgó, y tan sinceros salían de su escritura, que apenas tardé unos minutos en fletar el barco y ponerme manos a la obra. La he tenido en las bodegas durante meses, La puerta del cielo, porque tres horas y media no se las salta ni un gitano cinéfilo, y había que buscar la tarde propicia, veraniega y lánguida, después de la siesta del Tour del Francia, con un paréntesis de avituallamiento a la hora de cenar. Un día entero, vamos, dedicado a la memoria de Michael Cimino, que por esas cosas del destino se nos ha muerto justo cuando yo barajaba fechas para la función.

    Hace años vi la versión comercial de La puerta del cielo, aquella que los productores dejaron en dos horas y media en lugar de las cinco horas largas que el bueno de Cimino -que a dónde iba con semejante extensometraje- había propuesto como corte original. La película cercenada era muy bonita, de cielos espléndidos, montañas colosales, pastos inmensos acunados por el viento. Pero a la trama, como no podía ser de otro modo, le faltaban motivos, ilaciones, y los personajes iban y venían por Wyoming como pecadores de la pradera, y siete caballos venían de Bonanza. Había un tipo bueno que era Kris Kristofferson, uno malo con gorro que dirigía a los matones y un tipo de moral ambigua que era Christopher Walken caracterizado muy raro, como maquillado, o resucitado. Y John Hurt, que siempre salía borracho en medio de las discusiones, lanzando gracietas sin mojarse en los asuntos, como un político paniaguado del Congreso. La chica a la que todos querían calzarse sin descalzarse las botas era una pelirroja preciosa de acento europeo que sólo hoy, en esta desmemoria mía tan vergonzosa, he recobrado como Isabelle Huppert, la mujer que yo ya conocí como gran dama del cine francés, siempre con la mirada torva, y los labios fruncidos. Y la mirada indescifrable.

    Qué quieren que les diga: la versión de tres horas y pico añade muy poco a este esquema tan esquemático. Las conversaciones se estiran, los romanticismos se alargan, los jinetes tardan más minutos en llegar a los puntos de conflicto. Y poco más. Hay algo errático, indefinido, a veces contradictorio, que no termina de solucionarse por más minutos que Cimino eche por encima. El continente, ya sin remedio, se comió al contenido. De La puerta del cielo van a quedarnos los fotogramas, pero no la película.



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Ocho apellidos catalanes

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No tenía intención de ver Ocho apellidos catalanes, y eso que hace semanas que la anuncian a bombo y platillo en el Movistar Plus, a todas horas, como la película imprescindible de nuestras vidas. O casi. Y cuanto más porfiaban ellos, más tozudo me ponía yo. Pero varias amistades de apellidos notables, y de cinefilias contrastadas, me aseguraron que la secuela no era tan mala como la pintaban, y que además salía Berto Romero dando mucho risa. Y me lo decían a la segunda o tercera cerveza, cuando todavía son de criterio fiable, y de memoria fidedigna. Y uno, por los amigos, y por Berto Romero, se presta a lo que haga falta. A Berto le debo muchas risas: él es el señorito Francis del consultorio televisivo, el humorista radiofónico que al lado de Buenafuente filosofa sobre la vida, lanza teorías locas y diserta sobre la mecánica cuántica en la Península Ibérica y alrededores. Berto se merecía, por lo menos, el beneficio de mi duda.


    Y así, con el gancho de don Romero haciendo de hípster catalán,  he vencido el sueño mortificante de la siesta tropical, y a veces entretenido, a ratos descojonándome, y gran parte del tiempo mirando el reloj, he visto Ocho apellidos catalanes con la sensación de estar cometiendo un pecado venial: una pequeña traición a mi yo cultureta, y un pequeño homenaje a mi yo por culturizar. He llegado al final -que guardaba el mejor chiste de la película -jurando no ver esa tercera parte que ya apuntan los guionistas, los Ocho apellidos gallegos. Y no porque yo tenga nada contra los galaicos, sino porque este chicle ya no admite más estiramientos, y porque hacer humor con los gallegos, además, se me antoja una labor titánica, casi sobrehumana, a la que Borja Cobeaga y sus muchachos no podrían sobrevivir. Algunos humoristas han querido hacer carrera a costa de Mariano Rajoy y ahora son carteros, o empleados de Prosegur. 

Otra cosa sería que Cobeaga y compañía centraran sus esfuerzos en la cuarta república contestataria que nadie menciona en los periódicos, el Chiquitistán, donde sigue gobernando por aclamación Lucas Grijander. Ocho apellidos chiquitistaníes sí que sería una gran película, por la gloria de mi madre, con Clara Lago secuestrada por Chiquito de la Calzada en un castillo de Barbate, se da usté cuen, aunque ahora mismo, así de corrido, para volver a hacer el chiste de los apellidos, sólo me salgan Klander, Gromenauer y el consabido Grijander. Podríamos meter Fistro, y Diodenal, y tal vez Augenthaler, si forzamos un poco la cosa, que era aquel defensa central del Bayern de Munich que siempre le jodía al Madrid en las batallas europeas, dando patadas, o marcando goles desde Casadiós.


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