Gravity

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Siempre he pensado que los astronautas, o los aspirantes a astronautas, son los grandes misántropos de nuestros tiempos. En los siglos pasados, el misántropo se iba de eremita al desierto, o a las montañas, a poner distancia con el género humano. Le bastaba con echar a caminar para sustituir las voces y la estupidez incesante, por el susurro de los árboles y el canto de los pájaros. Pero luego vino la civilización, la superpoblación, el aprovechamiento industrial de cualquier remoto ecosistema, y el silencio se fue convirtiendo en un artículo de lujo, en una aspiración reservada solo para los más ricos o los más refinados. 

    En la Inglaterra industrial del siglo XIX, los caballeros más exquisitos, hartos del bullicio de las calles y del estrépito de las fábricas, se refugiaron en el Club Diógenes que inventara sir Arthur Conan Doyle para leer la prensa sin ser molestados y poder abandonarse a sus propios pensamientos. Hoy mismo, en las rutas del AVE, muchos usuarios optan por viajar en el "vagón del silencio" para disfrutar del paisaje, de la lectura, del sopor del traqueteo, sin que ningún merluzo  relate en voz el alta el estado de su intestino o el dolor de su desamor.

    El silencio se ha convertido en un afán casi imposible en este mundo superpoblado de gente, de radios, de teléfonos móviles. Vas al Everest y te encuentras una cordada de millonarios; navegas por el Ártico y te cruzas una expedición que sondea bolsas de petróleo; te pierdes en el Amazonas y te topas con un etnólogo que busca el rastro perdido de El Dorado... Quedan muy pocos refugios para encontrar el silencio soñado, y uno de ellos, poco accesible, pero perfecto, es el espacio exterior. El vacío absoluto al que sólo pueden acceder superhombres y supermujeres muy inteligentes, y sanísimos, resistentes a casi todo, Verdaderos semidioses que nos contemplan desde lo alto. Lo dicen al principio de Gravity: desde ahí arriba las vistas son maravillosas, y la sensación de ingravidez tiene algo de lisérgico y de adictivo. Un colocón sideral. Pero también dicen que lo más bello, lo primero que echarán de menos nada más regresar a la Tierra -el que llegue, claro- es el silencio. La majestuosidad muda del espacio infinito. Hasta que un pesado de Houston vuelve a soltar instrucciones por las ubicuas ondas hertzianas.



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Ghost Dog, el camino del samurái


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Hasta 1999, los únicos mafiosos que conocíamos por las películas eran los gángsters de Chicago armados con la ametralladora Thompson, o los italianos de Nueva York que rendían pleitesía al padrino Corleone. Sólo Scorsese nos había presentado a otros italianos que medraban en los bajos fondos de la ciudad, o que habían emigrado a Nevada para hacer fortuna dirigiendo casinos y prostíbulos. 

    Nadie se había ocupado de los mafiosos que chanchullaban en New Jersey, que al parecer son multitud, hasta que un domingo por la noche, después del fútbol en Canal +, vimos a un tipo que conducía por las autopistas que dejaban atrás la Gran Manzana y se adentraban en los suburbios industriales del estado vecino. El tipo estaba gordo, se fumaba un puro como un señor en el fútbol, y llevaba una sintonía en el radiocasete que se nos ha quedado grabada para siempre. Tony Soprano nos introdujo a los gángsters con menos glamour de la historia televisiva: italianos fofos, decadentes, que sólo se alimentaban de espaguetis y de bocadillos de pastrami. Que subían una cuesta y se sofocaban; que echaban un polvo y desfallecían; que mantenían un pequeño imperio sólo porque eran unos psicópatas sin escrúpulos que no dudaban un segundo en disparar.

    1999 debió de ser el Año Internacional del Mafioso de New Jersey, porque Jim Jarmusch, en Ghost Dog, también eligió a estos tipos morcillones para convertirlos en los enemigos de un samurái de raza negra tan pasado de kilos como ellos. Una lucha justa, de igual a igual, de grasa a grasa. Forest Whitaker es un asesino a sueldo bastante hábil, ducho con las pistolas, certero con el rifle; pero allá en su ático, rodeado de cagadas de palomas mensajeras, la única gimnasia que practica es el taichí oriental que da los buenos días al sol naciente. Poca cosa, para un tipo que debería estar en plena forma, huyendo de los peligros cotidianos. 

    Supongo que en los códigos del samurái deben constar recomendaciones sobre la mens sana in corpore sano. Algo relacionado con la salud, con el vigor, con la flexibilidad de los músculos... El samurái que tan fielmente ha de servir a su señor no puede abandonarse así, a la molicie del sofá, a la gula del tragaldabas. No se entiende muy bien, la verdad. Ghost Dog, la película, no es que esté rodada con ritmo cansino y reflexivo: es que sus matarifes no pueden moverse a mayor velocidad cuando persiguen y asesinan.


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La reconquista

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En La reconquista, Manuela y Olmo son dos treintañeros que se reencuentran en la noche de Madrid tras quince años sin verse. De adolescentes fueron novios, o novietes, y caminaban de la mano por los parques del barrio, alelados y felices. Cuando no podían estar juntos se juraban amor eterno en cartas de papel cuadriculado que escribían con el boli de cuatro colores.

    Pero la eternidad, ay, duró lo que Manuela decidió que durara, ansiosa por conocer otros chicos, otras vidas, otros mundos que no constriñeran su curiosidad. Ella vive ahora en Buenos Aires, en el exilio laboral, y aprovechando unos días de asueto ha regresado a Madrid para ajustar cuentas sexuales con su pasado. Pero Olmo es un chico algo parado, con cara de panoli, que acude a la cita más curioso que excitado, y terminará convirtiendo lo que iba a ser un lance erótico en un repaso melancólico del amor que compartieron.


    Mis ojos han resbalado por La reconquista sin comprenderla del todo. El guión es críptico, la realización austera, los personajes hieráticos y sosainas. Se supone que hay un volcán interior a punto de reventarlos mientras ellos guardan las formas y se ponen a filosofar. Pero yo no soy capaz de sentir su ímpetu, su calor. El mismo título de la película tiene algo de equívoco, porque aquí nadie trata de reconquistar a nadie: sólo echar un polvo, como mucho, si la noche se vuelve loca, y recordar luego, recostados en la cama, su amor primerizo y despistado. La supuesta reconquista se va a quedar como mucho en una batalla fugaz en la cueva de Covadonga. 

Me falta perspicacia e interés para seguir sus devaneos. Y sobre todo, me falta esa experiencia del amor adolescente que yo nunca tuve. Les entiendo, pero no les siento. Aquí dentro tengo un boquete, un déficit, un buen mordisco perdido en el calendario. La reconquista es una película que no termino de entender, pero que me ha puesto muy triste, al borde del llanto. Son malos tiempos para la lírica.



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1984

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En 1936, cargado de ideales y de cuadernos de escritura, George Orwell desembarcó en Barcelona para combatir al ejército de Franco en la Guerra Civil. Como otros intelectuales, Orwell sabía que nuestro conflicto sólo era el preámbulo de una guerra mayor que asolaría Europa poco después. El fascismo armado que hacía la guerra en España, con sus tanques blindados y sus bombardeos sobre la población civil, sólo estaba dando sus primeros zarpazos.

    Más socialista que comunista, Orwell combatió en las filas del POUM, que era un partido trotskista muy alejado de la órbita de Moscú. Un año después, con la guerra casi perdida, las izquierdas decidieron ajustar cuentas entre ellas y el Partido Comunista sometió a todas las demás por las buenas del mitin o por las malas del disparo. Orwell, desencantado, herido de guerra, amenazado de muerte por quienes habían sido sus compañeros de trinchera, comprendió que el nazismo y el sovietismo sólo eran aplicaciones distintas de un mismo empeño malsano. Es por eso que años después, cuando escribió 1984, imaginó un futuro distópico en el que las democracias occidentales volvían a sucumbir y una suerte de dictaduras nazisoviéticas, o sovienazis, dividían el globo en áreas de influencia para sostener una guerra interminable cuyo único objetivo era la guerra en sí misma.

    Cuando llegó el año real de 1984, mientras Maceda marcaba aquel gol histórico contra la RFA de Harald Schumacher y Carl Lewis volaba sobre la pista de Los Ángeles sin comunistas en lontananza, los politólogos, reunidos en sus ateneos y en sus claustros universitarios, proclamaron que Orwell había triunfado como novelista, pero fallado como futurólogo. Al menos a este lado del Telón de Acero. A diferencia de lo que auguraba la novela, las gentes de 1984 caminaban libres por las calles, follaban alegremente si tenían ocasión y aún no tenían al Gran Hermano en la programación nocturna de Tele 5. Había guerras, sí, pero en selvas muy lejanas, o en montañas muy desérticas, y siempre justificadas en los telediarios independientes. 1984, la película, rodada en el mismo año como homenaje a la novela, parecía una historia muy alejada en el tiempo: a veces del pasado muy remoto; a veces del futuro muy poco probable. Terrorífica pero inane. Una fábula moral como mucho. Nada que pudiera hacernos temer por nuestro modo de vida consolidado.


    Pero estos sabios, por supuesto, se equivocaban. El único pecado de Orwell es que no acertó con el tono de los tiempos, ni con el ladino camuflaje de las dictaduras. 




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La guerra de Charlie Wilson

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    Después de muchos siglos viviendo en la Edad Media, en Afganistán, a finales de los años setenta, llegó al poder un gobierno de corte progresista que prohibió la usura, promovió la alfabetización y separó la religión del Estado. Una pandilla de reformistas que aprovecharon el impulso para perseguir el cultivo del opio, legalizar los sindicatos y establecer un salario mínimo para los trabajadores. Comunismo puro.

    Finalmente, para terminar la faena, porque estos tipos parecían tan peligrosos como insaciables, promovieron la igualdad de derechos para las mujeres, que llevaban viviendo en el ostracismo agropecuario desde los tiempos de Alejandro Magno y su esposa Roxana -la mujer afgana más famosa de la historia hasta que apareció aquella muchacha en la portada del National Geographic. Luego aprobaron leyes tan alarmantes para la mujer como la no obligatoriedad de usar el velo, el derecho a conducir libremente un vehículo o facilitar su acceso al mercado laboral y a los estudios universitarios. Unos rojos de mierda, ya digo.

    A los conservadores de dentro, y a los demócratas de fuera, no les pareció nada bien que este ejemplo reformista cuajara en Afganistán, así que hubo un contragolpe de Estado: tiros y arrestos, cárceles y venganzas, hasta que la Unión Soviética decidió intervenir en el asunto. Y se metió en el avispero. Los soldados de Brezhnev venían a poner orden en un país amigo, sí, pero también aprovecharon la refriega para avanzar posiciones geoestratégicas hacia el Golfo Pérsico. Una pandilla de pastores armados de kalashnikovs nada podían hacer contra el Ejército Rojo y sus vehículos blindados, así que la guerra parecía un paseo militar para los malos de la película. 

    A los americanos, este pifostio les pilló armando contrarrevolucionarios en las selvas de Centroamérica, donde sus muchachos asesinaban a cualquiera que pronunciara la expresión "reforma agraria" o  "justicia para los pobres". Y ahí, en ese pasmo, en esa duda militar, empieza La guerra de Charlie Wilson, que cuenta cómo un congresista mujeriego, vividor, sólo pendiente de los cabildeos de Washington y de los asuntos locales de su Texas natal, se cayó un día del caballo camino de Kabul y dedicó su fe democrática a dotar de armamento pesado a los muyahidines que resistían en las montañas.


    La película, por supuesto, es un pastiche propagandístico pensado para el pueblo norteamericano. El planteamiento del guión -irreconocible en Aaron Sorkin- es tan infantil, tan esquemático, que sonroja a cualquier espectador medianamente informado. Es todo tan estúpido y tan maniqueo que al final de la película, con los soviéticos ya en retirada, ningún personaje se para a pensar qué van a hacer ahora con los fanáticos muyahidines armados hasta los dientes. Es como si la realidad, tozuda, fuera por un lado, y la película, aunque basada en hechos reales, pareciera colgada de una nube de algodón.



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Anomalisa

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La Anomalisa del título es Lisa, la chica simpática y rellenita con una marca en la cara que le impide mirar de frente a los hombres por miedo al rechazo. 

    La anomalía de Lisa es que esa noche, después de ocho años sin haber probado el sexo, por fin va a compartir un lecho desnuda, piel con piel, aliento con aliento. Ella había venido a Cincinnati a conocer a Michael Stone, pero no carnalmente, sino intelectualmente, porque Michael es un ejecutivo que da conferencias muy estimulantes sobre las argucias exitosas del markéting, y ella se gana la vida vendiendo productos por teléfono. Michael es un cuarentón que ya peina canas, de voz profunda, gesto seguro, parco en palabras. Muchas mujeres que acuden a la conferencia se pirran por sus huesos. Alguna, incluso, sueña con llevárselo al huerto tras una sesuda conversación sobre estrategias y balances comerciales. Lo que pocas sospechan es que Michael está disponible, sexualmente avizor, y que bastaría un sólo gesto, una sola insinuación, para tenerlo de profesor particular en la habitación mullida del hotel.


    El matrimonio de Michael se tambalea, su sexualidad fogosa se marchita, y aprovechando su viaje de negocios, decide engañar a su mujer con una antigua novia del lugar. Pero la antigua novia, aunque acude a la cita, no está por la labor de reverdecer viejos laureles en la cama. La escena terminará con gritos, reproches, un vete a tomar por el culo muy sonoro. Michael decide lamerse las heridas en su habitación del hotel, y olvidarse de la fallida aventura extramatrimonial. Pero la erección sigue allí, alegre, empecinada, como si la frustración no fuera con ella Así que Michael vuelve a probar suerte entre las huéspedes menos selectas, y así descubrirá a Lisa, que lo reconoce, y lo admira, y se deja llevar por su elocuencia viril de las tantas de la madrugada. 

    Aunque él lo vista de romanticismo, de flechazo instantáneo, de mujer única encontrada entre la multitud sin sustancia, su deseo por Lisa es simplemente un polvo fácil, un desahogo casi asegurado para sobrellevar la pena y la soledad. Ella, tan feúcha, tan necesitada, no va a decir que no. De hecho no dice que no. Pero Lisa no es una mujer estúpida: sabe cuál es su papel, y lo interpreta a la perfección. 


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Guardianes de la Galaxia

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No puedo resistirme al embrujo de las naves espaciales. Otros tipos de mi generación se rinden a cualquier película que contenga patadas voladoras, coches que se persiguen, revólveres de Clint Eastwood que ejercen justicia de plomo contra los maleantes... A mí estas cosas también me van, lo reconozco, porque también calenté aquellas butacas en mi cinefilia desordenada y algún poso vergonzante quedó de todo aquello. Pero lo mío, lo que me hipnotiza, lo que me deja turulato ante la pantalla, es el espacio intergaláctico -o intragaláctico incluso- surcado por una nave que construyen los terrícolas o que imaginan los extraterrestres camino de la paz o de la guerra, del recurso minero o del heroico rescate. 

    Desde que aquella tarde de mis cinco años, en la pantalla enorme del cine de León, la nave consular de la princesa Leia cruzara el espacio perseguida por un destructor imperial, he quedado comprometido con cualquier película que saque a pasear cacharros de mundos lejanos. Es una fijación infantil, un acto reflejo. Me quedo petado delante del televisor como arrebatado por un pasmo, como abducido por esa misma nave espacial que se aventura en la negrura de las estrellas titilantes. 




    Arrastrado por esta pasión irrefrenable, muchas veces me llevo una desilusión cinéfila del copón, porque las películas del género suelen salir rancias, si proceden del tiempo viejuno, o alborotadas, si las han cocinado hace poco en Hollywood. Hoy en día, con tanta persecución, tanto porrazo, tanto efecto especial que llena los rincones de la pantalla, a los espectadores veteranos, de cuarenta años para arriba, que hemos nacido con un procesador mental de los tiempos del Commodore, nos cuesta horrores mantenernos sobrios siguiendo los vaivenes y los hostiazos. Guardianes de la Galaxia tenía todas las papeletas para provocarme el vértigo y el hastío; el vómito ácido que iba a llenar de improperios la página en blanco de este blog. Pero los responsables de la aventura -cuarentones que comprenden bien el hartazgo de sus coetáneos- han introducido cachondeos, músicas, referencias cinéfilas. Nos han guiñado el ojo para que no nos sintiéramos abandonados en este páramo de lo moderno y lo vertiginoso. Mientras los adolescentes se lo pasaban pipa en el tráfago de las peleas, nosotros, los adultos, habitualmente sobrepasados por estos experimentos, nos lo hemos pasado casi tan bien como ellos. Por una vez, en los últimos tiempos.

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Her

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Los colaboradores de Spike Jonze exponen sus propias ideas sobre el amor en uno de los extras que aparecen en la edición en Blu-ray. Uno de ellos, quizá el más inteligente, o el más sincero, afirma que el amor es un concepto tan escurridizo que se enreda en la lengua al tratar de describirlo. Que tiene su origen en las entrañas, y que lo que ahí sucede es tan primordial, tan instintivo, que el lenguaje, que es un atributo propio de seres evolucionados, no acierta a traducirlo en palabras. Un perrete, con sus ladridos, sería capaz de comunicar mucho mejor su sentimiento.

    Este hombre no acierta a definir muy bien lo que es el amor -como casi todos- pero sí tiene muy claro que su sentimiento contrario, su reverso negativo, es el miedo. Y es entonces, después de haber visto la película, y de haber meditado mucho sobre su moraleja, cuando comprendo que Her no es una película sobre gente que se enamora y se desenamora, sino una película sobrel el miedo a la soledad. Porque Theodore, cuando le conocemos, está solo en su apartamento, y eso es lo que genera su parálisis y su miedo. Theodore ya ha superado la ruptura del amor, que duele como el chasquido de un hueso, o como el retortijón de un intestino. Pero ahora está enfrentando la peor fase de su enfermedad: la soledad, que es un sumidero abierto en las entrañas por el que se va la vida y la ilusión. La autoestima y las ganas de perseverar. 

    La soledad no duele: aunque muerde y desgarra, horada y destroza, actúa sobre un cuerpo que ya está insensible y abandonado. Un organismo que funciona con el piloto automático del instinto, esperando quizá un milagro, una aparición, al otro lado del largo desierto que empieza a atravesarse.

    Tan solitario y triste anda Theodore con su mal, que se aferrará a la compañía de un sistema operativo para no caer definitivamente en la desesperación. No hay tal historia de amor entre Theodore y Samantha: sólo la ilusión de no estar solo en ese apartamento con vistas a la ciudad. Mejor perder la chaveta que soportar una noche más sin conversación, un desayuno más sin buenos días, un regreso a casa sin nadie esperando en el sofá.



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