Ronin

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Ronin es una película de acción pura y dura, todo músculo y sin hueso. 0% de materia grasa. Tan simple como un pirulí, y tan enredosa como cualquier guion de David Mamet. Va de unos ex sicarios de las democracias que se enfrentan a sus ex colegas del comunismo por la posesión de un maletín. Un mcguffin que lo mismo puede contener un código nuclear, que un secreto desestabilizador o un trozo de kriptonita caído de los cielos. Ellos no lo saben, y lo mismo les da en realidad, porque su contenido sólo es una excusa que anima su codicia y justifica sus tiroteos. El viejo don Alfredo suspiraría de gusto al ver Ronin desde su tumba.

    De estos ronin que se han quedado sin trabajo tras el derrumbe del Muro de Berlín, y que vagan por el mundo sin amo y sin honor, como los samuráis caídos en desgracia, sólo conocemos su destreza con las armas o su pericia con los explosivos. Nada más. Que son implacables y muy hijos de puta, y que por un fajo de billetes se venden a cualquiera que proponga un buen negocio. Y si ese cualquiera, además, tiene la belleza irresistible de Natascha McElhone, y en el tiempo muerto de las vigilancias se adivina un polvo mayúsculo en lontananza, más todavía. 

    Del resto, de sus vidas personales, de sus traumas del pasado, nada se nos cuenta en la película. Qué nos importa, además, el hijo que juega al béisbol sin que papá lo vea desde la grada, o la ex mujer que se caga en sus muertos porque nunca llega la pensión. Frankenheimer y Mamet decidieron que Ronin fuera una película de tiros y hostias, persecuciones y bombazos. Y nada más, y nada menos. Una película de diálogos que van al grano, muy de expertos en la materia asesina. Casi de germanía. Lances verbales entre machos con mucha testosterona que presumen de currículum y de inteligencia, como venados que entrechocaran su cornamenta. Veteranos de la Guerra Fría que ya no creen ni en la democracia ni en el comunismo, pero sí, todavía, en la ideología inquebrantable de sus pelotas. Unos auténticos profesionales, como diría el inolvidable Pazos de Airbag. Y menudas "submachigáns" que se gastan, además.



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Déjame salir (Get Out)

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(Contiene spoilers morrocotudos...)

A Chris, un muchacho tan afable como tímido, le ha tocado en la lotería del amor una novia guapísima, sexy, irresistible. Que ella sea blanca y él negro no es impedimento para que el amor se les desborde en cada mirada y en cada beso. 

    Varios meses después de conocerse, ella le propone ir a conocer a sus padres, que son gente de mucho dinero que vive a orillas de un lago, en una casa de ensueño. Chris, nervioso, mientras su novia conduce a través de los bosques, recuerda aquella película titulada Adivina quién viene esta noche y la cara contrariada que puso aquel matrimonio al descubrir que el novio de la nenita era un hombre de color, y por tanto sospechosos, por muchos títulos universitarios que pudiera plantarles en los morros. Chris se consuela pensando que aquello era otra época, y otro racismo más descarnado. Su novia, además, que se descojona de la risa con sus resquemores, jura y perjura que sus padres son gente 0% materia grasa en esas cuestiones. Pero Chris no las tiene todas consigo...


    A llegar a la mansión todo es afabilidad y buen rollo con sus futuros suegros. Los Armitage son una familia moderna, desprejuiciada, votantes de Barack Obama que lamentan la ley que limita a dos sus mandatos presidenciales. Son tan guays, tan abiertos, tan absolutamente encantadores, que a Chris se le disparan los viejos recelos: trescientos años de esclavitud han forjado en él una desconfianza innata hacia los hombres blancos que sonríen demasiado. Tanta demostración liberal  le escama más que un recibimiento gélido e incluso hostil. Para esto venía preparado; para lo otro, no. Es como una película de terror en la que todo el mundo esconde sus intenciones tras una máscara sonriente del Joker. 

    Y Get Out, efectivamente, que al principio es una comedia romántica, y luego un remake inquietante de Adivina quién viene esta noche, se convertirá en una película de terror con todas las de la ley.



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El dictador

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El dictador, aunque vaya dedicada con recochineo al difunto Kim Jong-il, es en realidad la parodia de un déspota africano muy parecido a Muamar el Gadafi. Un retrato parido en la mente demenciada, sumamente particular, de Sacha Baron Cohen. Un humorista británico que jamás cultivó el humor inglés. 

    Por su picadora de carne, puesta a mil revoluciones, pasa el racismo, el machismo, el terrorismo... todos los ismos perseguidos por la fiscalía y denunciados por los colectivos sin sentido del humor. Y sí: yo soy de los que se ríe mucho con sus provocaciones, con sus chistes al filo de lo denunciable. Qué le vamos a hacer: soy un hombre a medio civilizar, mitad macaco y mitad literato. Me conmueve hasta la lágrima ese humor tan arcaico y tan grosero. Son las cosas de haberse criado en un arrabal, entre gente muy poco recomendable. De haber frecuentado malas lecturas y malas películas en los años decisivos de la formación. Y de ser uno como es.

    Pero Sacha Baron Cohen, por supuesto, no es un ningún imbécil que desconozca el objetivo último de sus excesos. Lo que en apariencia es una sucesión de sketches desordenados sobre cacas y culos, pedos y pises, al final es un misil de punta afilada sobre nuestra idea muy equivocada de lo que es una democracia verdadera, y sobre la escasa diferencia que en realidad separa nuestras dictaduras económicas de aquellas dictaduras militares. Cuando Aladeen de Wadiya, en la asamblea de la ONU, rompe en mil pedazos la que iba a ser la primera Constitución de su país, los asistentes, indignados, demócratas bien trajeados de piel blanca y alma impoluta, le abuchean y le hacen puñetas sin disimulo. Pero Aladeen, más chulo que nadie, no se echa atrás en su determinación de seguir manteniendo la satrapía:

   “¡Oh, cállense! ¿Por qué son ustedes tan antidictadores? Imagínense que América fuera una dictadura. Podrían hacer que el 1% de la población tuviese todas las riquezas de la nación... Podrían ayudar a que sus amigos ricos lo fueran aún más reduciendo sus impuestos y sacándoles del apuro cuando apostaran y perdieran. Podrían ignorar las necesidades de los pobres en salud y educación. La prensa parecería libre pero estaría controlada en secreto por una persona y su familia. Podrían pinchar teléfonos, torturar prisioneros extranjeros... Podrían manipular las elecciones, podrían mentir sobre por qué van a una guerra. Podrían llenar sus cárceles de un grupo racial en particular y nadie se quejaría. Podrían usar los medios de comunicación para asustar a la gente y hacer que apoyen las políticas que van en contra de sus intereses. Sé que para los americanos resulta difícil de imaginar, pero por favor, inténtelo”.



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Gravity

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Siempre he pensado que los astronautas, o los aspirantes a astronautas, son los grandes misántropos de nuestros tiempos. En los siglos pasados, el misántropo se iba de eremita al desierto, o a las montañas, a poner distancia con el género humano. Le bastaba con echar a caminar para sustituir las voces y la estupidez incesante, por el susurro de los árboles y el canto de los pájaros. Pero luego vino la civilización, la superpoblación, el aprovechamiento industrial de cualquier remoto ecosistema, y el silencio se fue convirtiendo en un artículo de lujo, en una aspiración reservada solo para los más ricos o los más refinados. 

    En la Inglaterra industrial del siglo XIX, los caballeros más exquisitos, hartos del bullicio de las calles y del estrépito de las fábricas, se refugiaron en el Club Diógenes que inventara sir Arthur Conan Doyle para leer la prensa sin ser molestados y poder abandonarse a sus propios pensamientos. Hoy mismo, en las rutas del AVE, muchos usuarios optan por viajar en el "vagón del silencio" para disfrutar del paisaje, de la lectura, del sopor del traqueteo, sin que ningún merluzo  relate en voz el alta el estado de su intestino o el dolor de su desamor.

    El silencio se ha convertido en un afán casi imposible en este mundo superpoblado de gente, de radios, de teléfonos móviles. Vas al Everest y te encuentras una cordada de millonarios; navegas por el Ártico y te cruzas una expedición que sondea bolsas de petróleo; te pierdes en el Amazonas y te topas con un etnólogo que busca el rastro perdido de El Dorado... Quedan muy pocos refugios para encontrar el silencio soñado, y uno de ellos, poco accesible, pero perfecto, es el espacio exterior. El vacío absoluto al que sólo pueden acceder superhombres y supermujeres muy inteligentes, y sanísimos, resistentes a casi todo, Verdaderos semidioses que nos contemplan desde lo alto. Lo dicen al principio de Gravity: desde ahí arriba las vistas son maravillosas, y la sensación de ingravidez tiene algo de lisérgico y de adictivo. Un colocón sideral. Pero también dicen que lo más bello, lo primero que echarán de menos nada más regresar a la Tierra -el que llegue, claro- es el silencio. La majestuosidad muda del espacio infinito. Hasta que un pesado de Houston vuelve a soltar instrucciones por las ubicuas ondas hertzianas.



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Ghost Dog, el camino del samurái


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Hasta 1999, los únicos mafiosos que conocíamos por las películas eran los gángsters de Chicago armados con la ametralladora Thompson, o los italianos de Nueva York que rendían pleitesía al padrino Corleone. Sólo Scorsese nos había presentado a otros italianos que medraban en los bajos fondos de la ciudad, o que habían emigrado a Nevada para hacer fortuna dirigiendo casinos y prostíbulos. 

    Nadie se había ocupado de los mafiosos que chanchullaban en New Jersey, que al parecer son multitud, hasta que un domingo por la noche, después del fútbol en Canal +, vimos a un tipo que conducía por las autopistas que dejaban atrás la Gran Manzana y se adentraban en los suburbios industriales del estado vecino. El tipo estaba gordo, se fumaba un puro como un señor en el fútbol, y llevaba una sintonía en el radiocasete que se nos ha quedado grabada para siempre. Tony Soprano nos introdujo a los gángsters con menos glamour de la historia televisiva: italianos fofos, decadentes, que sólo se alimentaban de espaguetis y de bocadillos de pastrami. Que subían una cuesta y se sofocaban; que echaban un polvo y desfallecían; que mantenían un pequeño imperio sólo porque eran unos psicópatas sin escrúpulos que no dudaban un segundo en disparar.

    1999 debió de ser el Año Internacional del Mafioso de New Jersey, porque Jim Jarmusch, en Ghost Dog, también eligió a estos tipos morcillones para convertirlos en los enemigos de un samurái de raza negra tan pasado de kilos como ellos. Una lucha justa, de igual a igual, de grasa a grasa. Forest Whitaker es un asesino a sueldo bastante hábil, ducho con las pistolas, certero con el rifle; pero allá en su ático, rodeado de cagadas de palomas mensajeras, la única gimnasia que practica es el taichí oriental que da los buenos días al sol naciente. Poca cosa, para un tipo que debería estar en plena forma, huyendo de los peligros cotidianos. 

    Supongo que en los códigos del samurái deben constar recomendaciones sobre la mens sana in corpore sano. Algo relacionado con la salud, con el vigor, con la flexibilidad de los músculos... El samurái que tan fielmente ha de servir a su señor no puede abandonarse así, a la molicie del sofá, a la gula del tragaldabas. No se entiende muy bien, la verdad. Ghost Dog, la película, no es que esté rodada con ritmo cansino y reflexivo: es que sus matarifes no pueden moverse a mayor velocidad cuando persiguen y asesinan.


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La reconquista

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En La reconquista, Manuela y Olmo son dos treintañeros que se reencuentran en la noche de Madrid tras quince años sin verse. De adolescentes fueron novios, o novietes, y caminaban de la mano por los parques del barrio, alelados y felices. Cuando no podían estar juntos se juraban amor eterno en cartas de papel cuadriculado que escribían con el boli de cuatro colores.

    Pero la eternidad, ay, duró lo que Manuela decidió que durara, ansiosa por conocer otros chicos, otras vidas, otros mundos que no constriñeran su curiosidad. Ella vive ahora en Buenos Aires, en el exilio laboral, y aprovechando unos días de asueto ha regresado a Madrid para ajustar cuentas sexuales con su pasado. Pero Olmo es un chico algo parado, con cara de panoli, que acude a la cita más curioso que excitado, y terminará convirtiendo lo que iba a ser un lance erótico en un repaso melancólico del amor que compartieron.


    Mis ojos han resbalado por La reconquista sin comprenderla del todo. El guión es críptico, la realización austera, los personajes hieráticos y sosainas. Se supone que hay un volcán interior a punto de reventarlos mientras ellos guardan las formas y se ponen a filosofar. Pero yo no soy capaz de sentir su ímpetu, su calor. El mismo título de la película tiene algo de equívoco, porque aquí nadie trata de reconquistar a nadie: sólo echar un polvo, como mucho, si la noche se vuelve loca, y recordar luego, recostados en la cama, su amor primerizo y despistado. La supuesta reconquista se va a quedar como mucho en una batalla fugaz en la cueva de Covadonga. 

Me falta perspicacia e interés para seguir sus devaneos. Y sobre todo, me falta esa experiencia del amor adolescente que yo nunca tuve. Les entiendo, pero no les siento. Aquí dentro tengo un boquete, un déficit, un buen mordisco perdido en el calendario. La reconquista es una película que no termino de entender, pero que me ha puesto muy triste, al borde del llanto. Son malos tiempos para la lírica.



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1984

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En 1936, cargado de ideales y de cuadernos de escritura, George Orwell desembarcó en Barcelona para combatir al ejército de Franco en la Guerra Civil. Como otros intelectuales, Orwell sabía que nuestro conflicto sólo era el preámbulo de una guerra mayor que asolaría Europa poco después. El fascismo armado que hacía la guerra en España, con sus tanques blindados y sus bombardeos sobre la población civil, sólo estaba dando sus primeros zarpazos.

    Más socialista que comunista, Orwell combatió en las filas del POUM, que era un partido trotskista muy alejado de la órbita de Moscú. Un año después, con la guerra casi perdida, las izquierdas decidieron ajustar cuentas entre ellas y el Partido Comunista sometió a todas las demás por las buenas del mitin o por las malas del disparo. Orwell, desencantado, herido de guerra, amenazado de muerte por quienes habían sido sus compañeros de trinchera, comprendió que el nazismo y el sovietismo sólo eran aplicaciones distintas de un mismo empeño malsano. Es por eso que años después, cuando escribió 1984, imaginó un futuro distópico en el que las democracias occidentales volvían a sucumbir y una suerte de dictaduras nazisoviéticas, o sovienazis, dividían el globo en áreas de influencia para sostener una guerra interminable cuyo único objetivo era la guerra en sí misma.

    Cuando llegó el año real de 1984, mientras Maceda marcaba aquel gol histórico contra la RFA de Harald Schumacher y Carl Lewis volaba sobre la pista de Los Ángeles sin comunistas en lontananza, los politólogos, reunidos en sus ateneos y en sus claustros universitarios, proclamaron que Orwell había triunfado como novelista, pero fallado como futurólogo. Al menos a este lado del Telón de Acero. A diferencia de lo que auguraba la novela, las gentes de 1984 caminaban libres por las calles, follaban alegremente si tenían ocasión y aún no tenían al Gran Hermano en la programación nocturna de Tele 5. Había guerras, sí, pero en selvas muy lejanas, o en montañas muy desérticas, y siempre justificadas en los telediarios independientes. 1984, la película, rodada en el mismo año como homenaje a la novela, parecía una historia muy alejada en el tiempo: a veces del pasado muy remoto; a veces del futuro muy poco probable. Terrorífica pero inane. Una fábula moral como mucho. Nada que pudiera hacernos temer por nuestro modo de vida consolidado.


    Pero estos sabios, por supuesto, se equivocaban. El único pecado de Orwell es que no acertó con el tono de los tiempos, ni con el ladino camuflaje de las dictaduras. 




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La guerra de Charlie Wilson

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    Después de muchos siglos viviendo en la Edad Media, en Afganistán, a finales de los años setenta, llegó al poder un gobierno de corte progresista que prohibió la usura, promovió la alfabetización y separó la religión del Estado. Una pandilla de reformistas que aprovecharon el impulso para perseguir el cultivo del opio, legalizar los sindicatos y establecer un salario mínimo para los trabajadores. Comunismo puro.

    Finalmente, para terminar la faena, porque estos tipos parecían tan peligrosos como insaciables, promovieron la igualdad de derechos para las mujeres, que llevaban viviendo en el ostracismo agropecuario desde los tiempos de Alejandro Magno y su esposa Roxana -la mujer afgana más famosa de la historia hasta que apareció aquella muchacha en la portada del National Geographic. Luego aprobaron leyes tan alarmantes para la mujer como la no obligatoriedad de usar el velo, el derecho a conducir libremente un vehículo o facilitar su acceso al mercado laboral y a los estudios universitarios. Unos rojos de mierda, ya digo.

    A los conservadores de dentro, y a los demócratas de fuera, no les pareció nada bien que este ejemplo reformista cuajara en Afganistán, así que hubo un contragolpe de Estado: tiros y arrestos, cárceles y venganzas, hasta que la Unión Soviética decidió intervenir en el asunto. Y se metió en el avispero. Los soldados de Brezhnev venían a poner orden en un país amigo, sí, pero también aprovecharon la refriega para avanzar posiciones geoestratégicas hacia el Golfo Pérsico. Una pandilla de pastores armados de kalashnikovs nada podían hacer contra el Ejército Rojo y sus vehículos blindados, así que la guerra parecía un paseo militar para los malos de la película. 

    A los americanos, este pifostio les pilló armando contrarrevolucionarios en las selvas de Centroamérica, donde sus muchachos asesinaban a cualquiera que pronunciara la expresión "reforma agraria" o  "justicia para los pobres". Y ahí, en ese pasmo, en esa duda militar, empieza La guerra de Charlie Wilson, que cuenta cómo un congresista mujeriego, vividor, sólo pendiente de los cabildeos de Washington y de los asuntos locales de su Texas natal, se cayó un día del caballo camino de Kabul y dedicó su fe democrática a dotar de armamento pesado a los muyahidines que resistían en las montañas.


    La película, por supuesto, es un pastiche propagandístico pensado para el pueblo norteamericano. El planteamiento del guión -irreconocible en Aaron Sorkin- es tan infantil, tan esquemático, que sonroja a cualquier espectador medianamente informado. Es todo tan estúpido y tan maniqueo que al final de la película, con los soviéticos ya en retirada, ningún personaje se para a pensar qué van a hacer ahora con los fanáticos muyahidines armados hasta los dientes. Es como si la realidad, tozuda, fuera por un lado, y la película, aunque basada en hechos reales, pareciera colgada de una nube de algodón.



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