Weekend

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Hay amores de fin de mi vida y de fin de semana, como cantaba Javier Krahe. Y a veces, es curioso, los del fin de semana dejan una huella más profunda que los primeros. El amor no se mide en meses o en años, sino en centímetros cúbicos, que es el escombro que queda cuando se apaga. A veces el rescoldo de los amores eternos cabe en un simple recogedor de andar por casa, mientras que el amor fugaz puede dejar un volcán majestuoso tras su erupción. Donde antes sólo existía la placidez de las aguas y el aburrimiento de los peces nadando, de pronto, del fondo del mar, surge una isla que se queda para siempre en la geografía, y en la biografía.

    Hay amores, como éste que se cuenta en Weekend, que son imborrables aunque uno de los amantes tenga que partir al cabo de dos días. Como en el cuento de Cenicienta, pero sin zapatitos de cristal que concedan una segunda oportunidad. La putada, para Russell y para Glen, es que ellos lo sabían de antemano, y habían decidido, con buen tino, citarse solo para echar unos polvos y sobrellevar otro fin de semana aburrido en la lluviosa Nottingham. Pero tras el primer polvo surge la primera conversación, la primera intimidad, y quizá es en la tercera sonrisa, o en la cuarta complicidad, cuando comprenden que la han cagado de verdad, porque se han enamorado, y su amor nace con una esperanza de vida ridícula.

    Lo juicioso hubiera sido saltar de la cama en ese momento exacto de lucidez, vestirse a toda hostia y despedirse casi a la francesa. Cerrar los ojos y hacer todo lo posible por olvidar el rostro y el cuerpo. Abrir las ventanas de par en par para disipar los olores entremezclados. Que nada se fije en la memoria, que nada perdure. Pero Russell y Glen han nacido con la maldición de los hombres románticos, y en lugar de olvidarse el uno del otro, deciden conocerse mejor. Alargar la conversación, confesar nuevas intimidades, sondear más profundamente los recovecos de la anatomía. Deciden equivocarse.





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Todos los hombres del presidente

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Todos los hombres del presidente es una obra maestra. Pero no estoy seguro de que sea exactamente una película. Woodward y Bernstein son dos personajes sin contexto. Les conocemos aporreando la máquina de escribir y les despedimos mientras siguen aporreando la máquina de escribir. Nunca van a casa. Nunca toman un café para hablar sobre deportes o sobre mujeres. Nadie nos presenta a sus parejas, a sus hijos, a sus cuñados que votan al Partido Republicano... No sabemos dónde viven, qué estudiaron, cómo llegaron a la redacción del Washington Post.

     A Todos los hombres del presidente se la soplan tales minucias. Su guión va a saco, sin cuartel, la meollo de la investigación. Y todo lo demás es estorbo y despiste. La película es el relato implacable de una persecución, de una caza. Un documental, en definitiva. Un episodio de El hombre y la tierra en el que dos lobos de instinto afilado deciden colaborar para seguir el rastro de un tal Howard Hunt que aparece en las agendas de los intrusos del Watergate. Dos lobos ambiciosos, infatigables, todavía jóvenes, que poseen una jeta de hormigón armado que lo mismo les sirve para dar el coñazo al redactor jefe que para sonsacar información a las mujeres que les abren tímidamente la puerta. Dos tipos metódicos que huelen la sangre de los políticos y de sus fontaneros a kilómetros de distancia, y que no se conforman con las piezas de menor importancia, sino que prefieren beber litros y litros de café a la espera de que caiga el ejemplar más nutritivo de la manada, un ciervo alfa llamado Richard Nixon que pace muy confiado en los jardines de la Casa Blanca.



    Uno se imagina la película narrada por la voz en off de Félix Rodríguez de la Fuente en un audiocomentario del DVD y la cosa no parece muy disparatada. Washington como un bosque del ecosistema ibérico donde tiene lugar la caza silenciosa del presidente de los Estados Unidos. Y el propio Félix, o alguno de su colaboradores, haciendo el papel de Garganta Profunda, guiando a los lobos por el bosque cuando parecen haber perdido la pista, y se quedan confusos ante el arroyo, o ante la tierra removida.




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Nader y Simin, una separación

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"Nader y Simin" podría haber sido la versión iraní de una película de Azcona y Berlanga. Aquí todo el mundo también va a lo suyo, a su rollo... Los personajes no paran de dar po’l culo para defender sus razones, sus intereses, sus pequeñas o grandes mezquindades. Hasta la puesta en escena tiene un cierto parecido con la de Berlanga: cuando unos personajes se tiran los trastos en primer término, otros, impacientes, siguen con sus monsergas en segundo plano, dando su opinión, lanzando su pedrada, defendiendo su libro, que es a lo que todo el mundo ha venido a esta película. Unos a divorciarse, otros a impedir el divorcio, otros a sacar tajada y otros a purificarse el alma en los textos del Corán.

    Al fin y al cabo, sabemos que esto es Teherán porque las mujeres no se apean el pañuelo, y porque los hombres lucen una perilla al estilo Jerjes. Pero por lo demás, el piso de Nader y Simin podría haber sido una corrala de Lavapiés, o un quinto sin ascensor de Moratalaz. Y en esos ambientes tan castizos, tan de vecinas en la escalera y de parados de larga duración, con esas comisarías atestadas y esos hospitales que huelen a lejía, Azcona y Berlanga habrían hecho maravillas costumbristas, descojonatorias, cargadas de un humor vitriólico y también algo misántropo. 

    Farhadi, en cambio, que se gasta otra mala baba, ha optado por el drama y ha rodado una obra maestra en las antípodas de lo azconaberlanguiano. No hay buenos ni malos en su película: sólo gente que busca una vida mejor, una salvaguarda para el honor, una justicia para la ofensa recibida. No hay maniqueísmos. No puedes tomar partido. El espectador, poco acostumbrado a estos desafíos, no encuentra ningún personaje al que poder insultar para quedarse a gusto. Ninguno del que poder reírse para aliviar la tensión. Nada. Farhadi no construye ningún refugio, ninguna escapatoria. No puedes juzgar, pero no puedes dejar de mirar. Y la desazón te va anegando poco a poco las entrañas.


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En realidad, nunca estuviste aquí

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El que nunca estuvo allí, en la película insoportable, fui yo, el espectador. Sí estuvo mi cuerpo, repantigado en el sofá, pero no mi espíritu, ingrávido y protestón, que a los pocos minutos de metraje emprendió un viaje astral hacia el infinito y más allá, harto de intentar comprender las andanzas justicieras de este émulo de Thor.

    Así escindido, he ido viendo sin ver, como esos ciegos de la neurología. Quien se quedó a ver la película fue mi becario neuronal, mi yo interino, mi piloto automático. El suplente al que pago un buen dinero para que el sofá no se quede vacío, como en la gala de los Oscar, cuando una superestrella se levanta para entregar un premio o vaciar la vejiga. Y yo, al menos en este reino de mi salón, soy la superestrella que abandona mentalmente el sofá cuando una película insufrible, incognoscible, se cuela entre las recomendaciones que tanto miro y remiro. 

Podría, por supueso, dejar la peli a medias, poner otra, olvidarme de que una vez fuimos presentados. Pero como soy un cinéfilo obtuso y cabezón, insisto en ella y me doy de hostias contra el muro, como si cumpliera penitencia por el pecado gordísimo de haberme dejado liar, o de haber entendido mal las críticas de los expertos. Luego me fallan las fuerzas, maldigo mi suerte, y al final llamo al doble que dormitaba su sueño debajo de mi cama, en la vaina alienígena. Y yo, felizmente suplantado, me piro por esos mundos virtuales a dormitar sueños y a hacer cábalas sobre mi vida.

    Dos horas más tarde, con cuatro cosas que el becario me cuenta, me pongo a escribir estas críticas que suelen salirse –a la fuerza- por la tangente, para disimular mi deserción y mi bostezo. Que no entran en el meollo de la película porque la película, en realidad, tampoco tiene meollo alguno. Sólo una sarta de imágenes violentas que pretenden epatar al espectador moderno, cuando el espectador moderno ya está hasta los huevos de estos cosquilleos, de estos jugueteos de la adolescencia, y sólo desea que le cuenten algo coherente, bien construido, al estilo de los viejos y denostados clásicos.



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El hombre de Alcatraz

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“Una vida entera leyendo habría colmado todos mis deseos”.

    En el trasiego de sus viajes laborales, o de sus ocios vacacionales, el protagonista de Ampliación del campo de batalla echaba de menos una vida entregada a la lectura, lejos del ruido y de las gentes. Yo estoy con él, a ratos, a rachas, en los momentos más bajos del espíritu. ¿Pero quién tiene tiempo, hoy en día, para leer? Y cuando digo leer, digo leer de verdad, profundizar en las tramas y en los conocimientos. Ahondar, abismarse, sumergirse, y no esto que hacemos la mayoría de nosotros cuando se acerca la noche, que es pasear los ojos entre las líneas, un breve rato, pensativos de otras cosas, hasta que el cansancio nos rinde, y el sueño nos releva. Leer se ha convertido en un ocio de lujo, como jugar al golf o navegar en el yate.

   Se nos va la vida en trabajar, en acarrear niños, en buscar aparcamientos. Hay que cocinar, que comer, que fregar los platos. Hacer colas, rellenar papeles, clasificar la basura. Soportar a mucha gente que preferiríamos no ver o ver más espaciadamente. Apenas queda tiempo para leer. Sólo los barones en sus castillos, o las duquesas en sus palacios, tienen tiempo para eso. O los presos, sí, en sus horas de celda, o de biblioteca, apartados del mundanal ruido por imperativo de la ley. Sólo ellos, en su desgracia, gozan del privilegio de la despreocupación. 

    Superada la depresión de los primeros meses, en los que quizá sólo fijaban la mirada en los barrotes, o en los desconchones de la pared, deciden transformar las horas muertas en horas vivas, productivas. Lectoras. Los hay que se sacan carreras, que retoman vocaciones, que se zambullen en las obras completas de Agatha Christie. Los hay, también, como Robert Sproud, el birdman de Alcatraz, que se convierten en ornitólogos reconocidos en el mundo entero. Para cuidar al pobre gorrión que se cayó del árbol, Sproud consultó libros, amplió conocimientos, se convirtió poco a poco en un experto en la materia. Se zambulló en la investigación y en la lectura. Montó su pajarería, su clínica veterinaria, su centro de peregrinación, todo ello sin salir de la celda. Escribió sus libros. Encontró el camino. No le envidio la suerte -54 años en una celda de aislamiento- pero en algún momento de la película pienso que Robert Sproud encontró al menos un placer que aquí fuera ya no se consigue. El  tiempo infinito, diáfano, imperturbado, de la lectura.




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No habrá paz para los malvados

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José Luis Torrente dejaba de tomar chupitos de whisky DYC justo antes de entrar en servicio. Santos Trinidad no. A Santos Trinidad se la soplan las convenciones alcohólicas del Cuerpo de Policía. Él necesita el cubata con dos dedos de Coca-Cola para seguir funcionando en las labores de la noche. Y también en las del día. Le pasa como a Romario -otro rebelde de pelo ensortijado, otro artista de la ejecución en los metros finales- que necesitaba acostarse con mujeres la noche anterior a un partido trascendental. Lo que a otros les incapacita para su trabajo, a otros, como a Santos Trinidad, les aporta la energía. Y también la anestesia, y la perrería, y el punto final de mala hostia que le protege de cualquier arrepentimiento. Su mismo apellido, Trinidad, tan caribeño, tan de sol y de playa, nos hace pensar que Santos y el ron, el ron y Santos, forman una unidad indisoluble en lo policial. Litros de alcohol corren por sus venas, como cantaba Ramoncín, y eso es lo que todavía le mantiene en pie, y ojo avizor.

    A José Luis Torrente le movían altos ideales en su apatrulle de la ciudad -acojonar a los negratas, amedrentar a las prostitutas, atropellar a los rojos- y el alcohol en sangre, si superaba cierta densidad crítica, le impedía concentrarse en tan nostálgica y patriótica labor. A Santos Trinidad, en cambio, se la soplan los ideales, si es que alguna vez los tuvo. No se ve ninguna bandera de España en ese Citroën con el que apatrulla sus propias venganzas. Ningún pin rojigualda adorna la solapa de su chupa barriobajera. El alcohol no le impide consagrarse a tareas santificadas por Dios, o por los hombres. En tiempos mejores, Santos Trinidad fue un policía eficiente y condecorado, capacitado para prestar servicios muy exclusivos al Estado que le paga. Pero ahora –no sabemos si el alcohol fue la gallina o el huevo de su decadencia- se dedica a husmear el rastro de chicas desaparecidas, y para esa sabuesa labor lleva el cubata colgado del cuello como un perro San Bernardo acarrea su barrilete.


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El escándalo de Larry Flynt

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El padre de mi amigo, que era un pornógrafo muy exigente, escondía las revistas Hustler en el altillo del armario empotrado, allá en su dormitorio matrimonial. A veces, en el revoltijo, cuando nos subíamos a la banqueta para usufructuar temporalmente el tesoro de los adultos, aparecía alguna Penthouse, o alguna Playboy, que también era pornografía de tronío, intelectual, tetas envueltas en artículos de opinión, de investigación incluso, mens sana in corpore sano, una paja para la ansiedad y una lectura para la sabiduría.

    Hustler no tenía nada que ver con la revista Lib -la de la pera mordida, tan parecida a la manzana de Apple. Lib era el contrabando habitual en nuestras aulas del bachillerato, tan simplona como excitante, sucia y aspiracional, pero con mujeres que estaban a años luz de la belleza que exhibían las modelos de Hustler, que eran todas anglosajonas bien alimentadas, sanísimas, hijas del maíz de Wisconsin o de la ternera de Illinois. Mujeronas de tentetieso que además parecían todas con estudios, de universitarias para arriba, porque tenían una cara de listas que  a veces nos abrumaban un poquitín, y nos cortaban el progreso de la erección, como si fuéramos indignos de tratar con aquellas señoras que tanto valían y tan buenorras se mostraban.

    Nosotros, por supuesto, no sabíamos nada de Larry Flynt, que era el dueño de aquel emporio de la masturbación masculina. Nunca nos dio por mirar la página de los créditos, tan ávidos e impacientes como íbamos al asunto. Por aquel entonces, mientras nosotros nos hacíamos las pajas, el pobre Larry, que era como el Jesucristo que se había inmolado para que nosotros siguiéramos pecando, languidecía en su silla de ruedas después del intento de asesinato que lo dejó paralítico y enganchado a las drogas. Fue la época en la que tambièn perdió a su amada Althea, y en la que tuvo que comparecer varias veces ante los tribunales, ya medio turulato, con la boca torcida, la bipolaridad disparada y el exceso en la verborrea. Pero eso sí: con las ideas muy claras sobre los límites de la libertad de expresión. Que son como los límites del universo: finitos, pero muy lejanos -a tomar por el culo, dado el contexto -si hablamos en años-luz de distancia.  El escándalo de Larry Flynt es el mismo escándalo que hoy en día persigue a nuestros tuiteros, nuestros humoristas, nuestros raperos. No hemos avanzado una mierda. Más bien lo contrario. La historia se muerde su propia cola, que era otro sueño prometido en las revistas pornográficas.


 

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R.A.F. Facción del Ejército Rojo

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El personaje más interesante de la Fracción del Ejército Rojo es sin duda Ulrike Meinhof. Sus compañeros de armas, los fundadores del grupo terrorista, eran unos guerrilleros vocacionales, casi diría que genéticos, que tomaron las armas sin pensárselo dos veces. Ya les conocemos de otras películas y de otras movidas. Los actores están muy bien escogidos porque ya tienen algo de partisanos en el gesto hosco y en la mirada desafiante. Su expresión resuelta está más allá de la democracia de las urnas, de la pintada callejera, de la soflama en las octavillas. Son hombres y mujeres de acción. Unos rojos muy combativos que sólo esperaban el chispazo de una reyerta para entrar en combustión, y que la encontraron en 1967, en el asesinato de un manifestante que protestaba contra la visita del Sah de Persia. El grupo primigenio de Baader y Esslin cogió el petate, se echó al monte simbólico de Alemania –pues quitando los Alpes de Baviera hay poca orografía donde esconderse- y empezó su campaña contra todo lo que oliera a presencia norteamericana, a juez encastillado, a empresario con sombrero de copa y puro de Montecristo.

    Pero Ulrike Meinhof, al menos en teoría, estaba hecha de otra pasta. Ella era una persona “respetable”, madre de dos hijas, y periodista de prestigio. Roja, muy roja, pero de prestigio. Tanto, que hoy solo podría escribir en alguna gacetilla perdida de internet, sujeta a la amenaza continua de la fiscalía, y de la policía. Pero en aquellos tiempos -más libres y democráticos que los de ahora- Ulrike sí podía escribir artículos incendiarios, protestones, provocativos incluso, como los que ahora perpetra Jiménez Losantos al otro lado de las trincheras. Ulrike era imprescindible en la refriega de las ideas, en la esgrima de las razones. En esas labores de inteligencia que son necesarias para ganar cualquier guerra de las importantes. 

Ulrike no necesitaba un kalashnikov para ser partícipe de la movida, pero le pudo el ideal romántico, como al Che Guevara. O quizá sintió un prurito de vergüenza al ver cómo otros tomaban las armas mientras ella se parapetaba tras la máquina de escribir. Pero las máquinas de escribir también son necesarias para derrotar al enemigo de clase. Lo sabían bien los primeros bolcheviques, y antes que ellos, los primeros marxistas. Ulrike equivocó el camino, subestimó su papel, y murió, o la mataron, donde menos falta nos hacía.





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