Loving Vincent

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Your loving Vincent... Así es como terminaban las cartas que Vincent Van Gogh le enviaba a su hermano Theo para contarle sus progresos, sus estancamientos, el estado general de su pintura y también de su maltrecha salud. 

    Theo van Gogh era el mecenas que le proveía de todo lo necesario para seguir pintando sus impresionismos en los exilios artísticos por Francia: los alimentos, los lienzos, los médicos que le curaban las orejas cortadas y los raptos de locura. Y en los últimos tiempos, el alojamiento en la modesta pensión de Auvers-sur-Oise, que es el pueblecito donde el pintor terminó sus días, o le terminaron, de un disparo en el estómago, que ése es el meollo de la película. Una de detectives, finalmente, más que de artistas que se afanan en encontrar la luz exacta.

    En este pueblo del norte de Francia, Vincent pintó como nunca, desaforado, maravillado por los colores del paisaje: el azul de cielo, el amarillo de los campos, el negro nocturno veteado de estrellas. Pero entre cuadro y cuadro juraba en hebrero, gruñía a los vecinos, se enamoraba locamente de damas inalcanzables. Más vivo y más alterado que nunca, algunos pensaron que era lógico que Van Gogh terminara pegándose un tiro en el estómago en chapucero suicidio; mientras que otros, que dejaron testimonio de su duda, se rascaron la cabeza pensando que un suicida en ciernes no se levanta todas las mañanas con la loca alegría de pintar, lanzado hacia los campos como por un resorte de la vida.

    Loving Vincent, rodada de un modo convencional, con actores de carne y hueso, no hubiera dado para tanta publicidad, ni para tanto aplauso de la crítica. Pero decidieron hacerla así, como una de dibujos animados a la antigua usanza, fotograma a fotograma, en una sucesión de impresiones y cuadros del propio Van Gogh. Un trabajo de chinos realizado por artistas y pintores de todo el mundo. Un recurso precioso, de mucho mérito, impresionista al mismo tiempo que impresionante, pero cuyo efecto se evapora a medio metraje para dar paso a pequeñas impaciencias del espectador, pequeños bostezos avergonzados. Es tan bonito lo que se ve y tan aburrido lo que se cuenta, o la forma de contarlo...




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El infinito

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Uno de los efectos colaterales de la física moderna (que en apenas un siglo ha parido la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica y la sinfonía de cuerdas que vibran en diez dimensiones del espacio-tiempo), es que al menos una vez al año hay que enfrentarse con una película generalmente americana, pergeñada por chicos jóvenes y con estudios, que propone una paradoja temporal de las que te ponen la cabeza loca y al final nunca terminas de comprender, por muchos libros que hayas leído sobre el tema.

 Al final siempre hay que acudir a Internet para que algún enterado -generalmente universitario, con estudios de física superior o de matemáticas complicadísimas- haga una explicación más o menos inteligible de lo sucedido en la trama: a veces con dibujitos, o con diagramas, para que los más lerdos tengamos un apoyo visual y sepamos quién ligaba con quién, o quién asesinaba a su rival, y en qué dimensión, y en qué momento de la flecha temporal, y en qué parcela del campo de Higgs prevista en las ecuaciones.


    El infinito empieza siendo una película sobre sectas religiosas, de esas que crecen en los campos de Estados Unidos como champiñones y marcan la vida de los que están y de los que un día se escaparon: cuatro que llegan, aparcan las caravanas, montan un vallado en el secarral y predican la palabra del Señor o del Alienígena armados hasta los dientes y con las mujeres esclavizadas en la cocina o en la cama. El giro inesperado, molón, que da pie a la pesadilla de los protagonistas, y al laberinto físico-teórico del espectador, es que estos abducidos de El infinito tienen más razón que unos santos, y viven verdaderamente subyugados por la influencia maligna de un demonio que bajó de los cielos. Un cuento de Lovecraft sobre la secta de los davidianos, podríamos resumir. 


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El hombre más buscado

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Sé que dentro de unos meses, antes incluso de que termine el año, se me habrán olvidado los juegos de espías que enhebraban El hombre más buscado. Quién era el bueno y el malo, el idealista y el pragmático. El que tenía cara de listo y el que hacía de primo en la partida. Se me olvidará todo este enredo del checheno, del banquero, del agente obsesionado con abrillantar su currículum maltrecho. Sólo me acordaré del bendito frío de Hamburgo que le sonrosaba los mofletes a  Rachel McAdams. El resto se me irá por el sumidero de la memoria, ay, y será como si esta tarde de verano nunca hubiese existido. 
    Y eso que la peli es cojonuda: un John LeCarré bien adaptado que te mantiene atornillado al respaldo de la cama. Pero soy yo, en este caso, el que no está, el que mira sin ver, el que procesa sin asimilar. El que está a la película con un ojo y tiene el otro puesto en Babia, en el laberinto de sus enredos. El que antes amaba a Robin Wright con automatismo platónico y hoy, al descubrirla disfrazada de agente de la CIA, con unos ojazos que brillaban como una llama de butano, invernales y maléficos, sólo ha sentido palpitar media aurícula y un cuarto y mitad de su ventrículo. 

       Cuando caigan las primeras nieves del invierno -es un decir, con el cambio climático, que aborta los copos antes de nacer- confundiré El hombre más buscado con otras mil películas de espías que siguen recorriendo los paisajes de Centroeuropa, tan grises y tan gélidos, tan propicios a la gabardina y a las volutas de los cigarros. Pero dejando aparte los mofletes de Rachel y los ojos de Robin, también sé que perdurará en el recuerdo (porque está perfecto y conmovedor, y aquí nos regala su último gran personaje, y uno siente pena cuando lo contempla semanas antes de morir, o de matarse)  Philip Seymour Hoffman. Este tipo movía una ceja o pronunciaba una palabra y te dejaba helado, o emocionado, según lo que tocara en el momento. Y ese privilegio de la sencillez sólo la alcanzan los grandes actores. Los que no necesitan gritar, ni moverse, ni sobreactuar: ellos saben que en la musculatura fina y en el ademán pausado reside el secreto de la convicción. Hoffman se nos fue y todavía no hemos caído en la cuenta de lo mucho que perdimos. 



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Lean on Pete

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Ahora que estoy de turné por mi ciudad natal y que tomo cafés con los viejos conocidos, constato que somos muchos los que recordamos nuestra adolescencia como un período melancólico y tristón. Con alguna anécdota para celebrar, eso sí, cuando algún cura del colegio metía la pata, o algún compañero soltaba una ocurrencia, o nos invadía la risa tonta y contagiosa de la camaradería. Momentos de felicidad incontestables, pero más una cosa de risotadas en la quijada que de plenitud en las entrañas. Fiestas puntuales que no elevan la nota global de aquellos años que en cierto modo todavía transitamos, afectados todavía por los complejos adquiridos, por las ecuaciones del carácter que nunca se resolvieron. Como si la adolescencia hubiera sido una enfermedad de la que todavía renqueamos y arrastramos sus secuelas. 

    De hecho aquí seguimos, fiados a la masturbación, soñando con el futuro, viendo películas a todas horas..., solo que ahora trabajamos, y disponemos de dinero, y hasta tenemos hijos que ya tienen nuestra misma edad de entonces, y a los que entendemos perfectamente en sus cuitas, casi más hermanos que progenitores, más colegas que responsables.


    Pero es un recuerdo falaz -distorsionado por la falta de sexo, por el fracaso continuado con las chicas- el que hace que veamos nuestra adolescencia tan desaprovechada y anubarrada. La prueba está en que todos los que ligaron mucho, o ligaron bien, no tienen la misma percepción de tiempo malgastado y amargado. Y tienen razón. Enfocándola con lucidez, nuestra adolescencia fue una edad privilegiada, casi de niños mimados, quizá no espléndida, ni festejable, pero un paraíso terrenal en comparación con ésta que vive, por ejemplo, el desdichado Charley en Lean on Pete. A nosotros nunca nos faltó un plato en la mesa, una ropa en el armario, una calefacción en invierno. Teníamos unos padres que por regla general permanecían unidos en el infortunio conyugal, y sacrificaban la posibilidad de un amor quizá más provechoso. Nosotros fuimos a colegios decentes, a institutos, a universidades que más o menos nos prepararon para la vida, aunque luego la vida no precisara ninguno de aquellos aprendizajes. 

    Charley es un rubiales que tal vez se las lleva a todas de calle, pero duerme en un camastro, come cuando puede, tiene un padre nada ejemplar, una madre ausente, y un futuro poco halagüeño. Y unas heridas en el alma como costurones. Pero tiene un caballo, eso sí, al que confiesa sus penas y sus dudas. Y que no le impone ninguna penitencia, como hacían los curas con nosotros. El confiable Pete.


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La última bandera

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Si mi hijo (que ahora tiene diecinueve años y vive feliz su noviazgo y su despertar a la vida), fuera reclutado para defender la democracia y los valores occidentales en las estepas de Bielorrusia (o sea, las inversiones y las comisiones, los negocios y las putas de lujo, el gas natural y la puta que los parió), y al cabo de unas semanas me lo devolvieran muerto, no como está ahora, alegre y risueño, vivito y coleando, sino muerto, inmóvil y desalmado para siempre, con un tiro en la nuca del bielorruso invadido que lo vio pasar, y regresara dentro de un ataúd precintado para que no podamos ver los destrozos de la bala, y los encargados de estos menesteres me entregaran el cuerpo, o el ex cuerpo, hablándome de su heroísmo, de su patriotismo, de su conducta ejemplar dentro y fuera de los campos de combate, el soldado Rodríguez, ¡el cabo Rodríguez!, con todos los honores y las fanfarrias, las medallas ya colgadas en la pechera del cadáver, la bandera de los borbones envolviendo la carnicería como un papel de estraza donde van los filetes y los mondongos en el supermercado... 

    No sé. No sé lo que haría si sucediera algo así. No me liaría a tiros con la recortada porque no tengo recortada, ni sabría cómo utilizarla. Simplemente me moriría en vida, anegado en pena, ahogado en un odio infinito, oscuro, maloliente, dirigido hacia toda esa gentuza que alentó y promovió su muerte estúpida y prescindible. Si ahora, sin guerra, con mi hijo a salvo de una leva o de una locura colectiva, ya siento repelús por esta maquinaria de la retórica patriotera, en su muerte imaginada, en su asesinato político-mercantil, supongo que acabaría por tirarme al monte y organizar una partida de partisanos con la que dar un poco pol culo por aquí y por allá antes de morirme dignamente. No sé... Locuras.

    Cualquier cosa menos lo que hace el personaje de Steve Carell en La última bandera, una película menor, tostona, impropia de Richard Linklater, por mucho que Bryan Craston anime el cotarro y se marque otro personaje para recordar. Da igual. No hay nada más aburrido que tres excompañeros de la mili -o tres excombatientes de Vietnam en este caso- recordando sus viejas películas del cuartel y la trinchera, el prostíbulo y la cocina. Una road movie infumable, a ratos ridícula, con alguna cosa salvable en un mar de verborrea. Una verborrea que juega a ser molona, transgrerosa, antibélica incluso, para al final guardar silencio ante la bandera omnipresente.





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Disobedience

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Disobedience es un remake encubierto de Los Puentes de Madison. Aquí ya no estamos en el condado de Madison, en Iowa, sino con los ortodoxos judíos, en Londres, pero el amor, el sexo, la posibilidad de un giro pasional que pondrá la vida patas arriba y dejará a los vecinos turulatos y ahítos de chismorreos, también se presenta en forma de fotógrafo que pasaba por allí. O de fotógrafa, en este caso.


    Si Francesca Johnson, en la película de Eastwood, cantaba aquello de “Hace tiempo que ya no siento nada al hacerlo contigo”cuando escuchaba los discos de Rocío Jurado, y pensaba en el señor Johnson como en un buen marido ya amortizado, no es muy distinto lo que canta la desdichada Esti Kuperman cuando sintoniza los 40 Principales en su casa de Londres. Esti es la mujer del rabino Kuperman, esposa ejemplar que todavía busca el primer hijo que consolidará su matrimonio. O mejor dicho, que terminará de clavarla a la cruz de su sacrificio, atravesando con felicidad, pero también con dolor, sus pies y su vientre. 

    Esti se siente atrapada en una cárcel, en un destino que no es el suyo, pero le falta valor para romper los barrotes. Los polvos del viernes viernesete -que al parecer es el día escogido por los judíos ortodoxos para cumplir el débito conyugal, como lo era el sábado sabadete para los católicos ejemplares- no la satisfacen. No encienden la menor llama en su cuerpo. Primero porque el rabino, temeroso de Dios, estricto cumplidor de la ley talmúdica, apenas se detiene en el solaz de los preámbulos, en el jugueteo de los gentiles. Él se posiciona, insemina, y se levanta del lecho para cumplir otras obligaciones. Y segundo porque Esti, en sus entrañas, en la verdad pecadora de su alma, desea que el cuerpo del hombre sea sustituido por el cuerpo de una mujer. Y no de una mujer cualquiera, además, al contrario de Francesca Johnson, que soñaba con un hombre indeterminado que llamara a la puerta de su granja. Esti sigue amando a una mujer muy concreta: Ronit, la hija del gran Rabino, que decidió exiliarse cuando sintió que se ahogaba, en un arranque de valentía, y decidió irse a Nueva York para dar rienda suelta a su verdad.

    



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Tierra firme

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Ahora que las mujeres se enfrentan a las arañas y pueden abrir tarros de conservas sin nuestra ayuda, los hombres nos hemos quedado en meros surtidores de semen. Mangueras en una gasolinera. Robustos, y serviciales, a pie firme en el camino, pero nada más. Las mujeres ya sólo nos necesitan para ser madres. Y dentro de poco ni eso. En ese futuro sin pollas de la inseminación artificial, las mujeres se amarán entre ellas sin tanto miedo, y sin tanta brutalidad. Lo harán más bellamente, con caricias de cuento de hadas, con paciencias de monjas de Katmandú, y nosotros nos mataremos a pajas en penitencia por nuestra fealdad, y por el daño cometido.

    Tanto músculo, tanta egolatría, tanta poesía en los folios y tanto sudor en los gimnasios, y al final  hemos olvidado que no somos más que un émbolo que bombea espermatozoides. Los hombres somos excrecencias del pasado evolutivo. El desarrollo tecnológico nos condenará a la irrelevancia biológica, y seremos como el apéndice del intestino, o como la muela del juicio. La inseminación artificial -y la jeringuilla de Tierra firme es un ejemplo tragicómico de ello- es el fin de la humanidad tal como la conocemos. La jeringuilla es un invento tan decisivo que parece inspirado por el monolito de Stanley Kubrick. Un salto cualitativo que alumbra el nuevo orden de la especie. A corto plazo, sólo los sementales de ADN muy cualificado pintarán algo en el ecosistema. Pero a medio plazo ni siquiera ellos sobrevivirán al ERE evolutivo, cuando se invente el ADN sintético que volverá a todos los retoños listísimos y de ojos azules. Los hombres nos extinguiremos en unas cuantas generaciones, y dejaremos a nuestra espalda un reguero de mierda y destrucción. Y billones de pajas que serán como billones de lamentos. 

    Cinco millones de años más tarde, de la rama del homo sapiens brotará una nueva especie compuesta sólo por mujeres, que mejorará la Tierra y la hará más habitable y bondadosa. Se amarán con pasión, se odiarán con generosidad, y cuando sientan el prurito de perpetuarse, se inseminarán camino del trabajo o de la panadería. El amor será otra cosa y tendrá otra función. Habrá hombres mendigando por las calles, a la puerta de los supermercados y de las iglesias, pidiendo sexo como ahora se pide dinero o un bocadillo para comer. Hasta que desaparezcamos de la faz de la Tierra seremos una molestia cotidiana, insoslayable, de las que se olvidan en cinco segundos.





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¿Qué fue de Brad?

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No es la primera vez que la ficción se solapa con mi realidad. Que una experiencia propia se ve reflejada al día siguiente, o a veces el mismo día, en una película de la que a priori desconozco la trama. Puede ser la casualidad, obviamente, de tantas películas como veo al cabo del año. Pero puede ser, también, y ése es mi sospechoso principal, el inconsciente traidor, que guía mis búsquedas con referencias que yo mismo desconozco. Esto sería muy freudiano, y yo soy muy seguidor del abuelo Sigmund. Así que es posible que haya dos cinéfilos conviviendo dentro de mí: el que elige las películas para escapar de la realidad -del que soy consciente y brazo ejecutor- y el que busca en ellas una explicación a mis inquietudes sin que yo haya concedido tal prerrogativa.


   Ayer mismo, en León, como Brad Sloan en Massachusetts, me encontré con un viejo amigo del bachillerato al que veo cada año para contrastar nuestros respectivos avatares, que ya no son los hijos, ni los trabajos, ni los proyectos vitales, pues la suerte está más o menos echada. Ultimamente nos centramos en las canas que nos van saliendo en la barba, y poco a poco en el alma, yo muchas más que él, claro, que le saco unos cuantos meses, y unos cuantos reveses. En la terraza de la cafetería, mientras él hablaba de los viejos compañeros a los que hace treinta años que no veo, yo era un poco como el Brad Sloan de la película: un hombre de 46 años que escucha el relato de cómo sus compañeros de aula fueron triunfando en la vida, obteniendo puestos muy codiciados en la empresa privada, o sillones muy confortables en la función pública, mientras que uno, que era mejor estudiante que ellos, que estaba llamado a ser un don Alguien de la vida, que leía de todo y sabía de todo y era el pasmo de sus profesores y tutores, se ha quedado relegado en su rincón del noroeste, con sus extraños alumnos, con sus chavalicos del fútbol, con su blog de cine que nadie lee. Perdido en un laberinto muy peculiar de proyectos locos y depresiones de fosa Mariana.

    Sin embargo, al contrario que Brad Sloan -que es un poco panoli de la vida, el papel de toda la vida de Ben Stiller- uno sabe que la felicidad no reside en el estatus, ni en la comparativa, ni en el sentimiento de superioridad del macho que escala la pirámide. Que la sensación de estar a buenas con el mundo se siente o no se siente, se tiene o no se tiene, y que tiene muy poco que ver con la cuenta bancaria o con la envidia de los demás. En eso soy muy poco Sloan, muy poco Stiller. 





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