Niñato

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Hubo una época en la que quise ser escritor y fracasé sin ninguna gloria. Escribía mal, mal de cojones, arrítmico y empalagoso, y además no tenía grandes cosas que contar: ni amores de película ni excursiones al Himalaya. Una impostura de intelectual que afortunadamente sólo aguantó dos miradas ante el espejo. Cuando me di cuenta de que estaba haciendo el ridículo supino, por el mundillo provincial ya se traficaba con mi novela infumable e ilegible. A veces, en mitad de la noche, me despertaba una pesadilla recurrente: la humanidad quedaba arrasada en un holocausto nuclear, y todos los libros del mundo ardían o se volatilizaban menos el mío, que sobrevivía, de chiripa, en algún rincón de un almacén, para que la civilización extraterrestre que lo encontrara se formara una opinión todavía más lamentable de los seres humanos.

    Sin embargo, en aquel mundillo de los escritores provincianos, conocí a gente que todavía escribía peor que yo: literatos pedantes, insufribles, que contaban unos rollos cebolléticos sobre sus recuerdos de la Guerra Civil o sobre el abuelo que les regalaba los Werther's Original... Unos plastas de padre y muy señor mío que sin embargo triunfaban, y publicaban, y vendían, porque conocían a Fulano, o a Mengano, que era su cuñado, o tenían a un panegirista en el periódico local con el que luego se tomaban los chatos y las rabas de calamar. Y al revés: también conocí escritores maravillosos, deslumbrantes, de morirte de la pura envidia, pero que jamás salían en las reseñas porque no tenían padrinos ni mecenas, y se quedaban ahí, atorados en sus oficios de bancarios o de maestros, anónimos para el mundo de la literatura.

    Me he acordado de todo esto mientras veía Niñato, que todavía no sé si es una película, un documental, o un experimento fílmico. En cualquier caso, el invento de alguien que sin duda está bien apadrinado, que ha conseguido colar su historia en las reseñas de las revistas. Luego te pones a verla y ni siquiera se entiende bien, ni la trama, ni los diálogos, ni la intención última del empeño. Algo sobre la educación de los niños, sobre cómo maduran y tal. No sé...

    ¿Y si Niñato es la única película que sobrevive al holocausto nuclear, junto a mi libro ya descatalogado, y los extraterrestres nunca llegan a saber que existió El hombre tranquilo, ni El Padrino II, ni Los ensayos de Montaigne...?





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Arde Madrid

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En aquella España de Arde Madrid el sexo fuera del matrimonio era una práctica clandestina que sólo se practicaba en lugares muy apartados, o en sótanos muy profundos, a escondidas del Triángulo que todo lo ve. Pero es que luego, el sexo dentro del matrimonio, que era el único consentido por el Concilio de Trento, era una actividad sospechosa que cuando no iba encaminada a la reproducción retrataba a los hombres como cerdos, y a las mujeres como casquivanas. 

El sexo fue la gran frustración de la Patria única, grande y libre. La fuente primordial de su neurosis. Mucho más que la ausencia de democracia, o que los mostachos malencarados de la Guardia Civil. La gente que folla es feliz y no se preocupa mucho por el régimen político que la gobierna. Esto es así, aunque los politólogos no estén de acuerdo. Y la gente, en aquella España donde Ava Gardner irrumpió como una súcuba de Tasmania, follaba muy poco y además follaba muy mal, y a destiempo, y con mucho sentimiento de culpa. Al final fue esa grieta, y no otra, la que derrumbó al Reich Hispano que iba a durar mil años y lo que rondaría la morena.

    Nada se movió en este país hasta que los españolitos descubrieron a la extranjeras paseándose en las playas, con aquellos bikinis que dejaban muy poco margen a la imaginación. Y cuando supieron que más allá de los Pirineos el sexo era una práctica jovial desprovista de tabúes, una alegría más de la vida que tonificaba los músculos y endulzaba las pesadumbres, decidieron que ellos también querían una democracia como aquella. Con un rey de los borbones que la encabezara, si no había otro remedio... 

    La Transición, al contrario de lo que enseñaba Victoria Prego en los documentales, no empezó con una toma de conciencia política, sino con un calentón en la entrepierna. Y Ava Gardner fue la primera misionera que vino a subir la temperatura. Si Cristobal Colón desembarcó en América para aguarles la fiesta a los indios con taparrabos, Ava, en un viaje inverso, generosa y borracha, desembarcó en los Madriles para devolvernos la alegría de follar.




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22 de julio

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Enfrentado a las grandes tragedias de nuestro tiempo, este blog prefiere deslizarse por el comentario irónico y al chascarrillo tontorrón. Un ejercicio cínico ante las cosas del mundo, como si me las diera de ermitaño en la montaña, o de Montaigne en su castillo. O de Diógenes en su tonel. Un tipo de vuelta de todo, sabio y jocoso en el otoño de la edad. El resultado, claro, suele ser más bien patético, de vérsele a uno la impostura y la falta de oficio. Porque a fin de cuentas, uno, de la vida, sólo ha visto las sombras proyectadas en la cueva de Platón. 

    Pero ése es mi registro, qué le vamos a hacer: mi tono habitual, lo que me sale de la entraña cuando cojo la pluma y pincho con ella en las teclas del ordenador. Mi oficio es hacer comedia de las tragedias sumadas al tiempo, como formuló Woody Allen en su famosísima ecuación. Al igual que E=mc2, C=T+t, es otra igualdad que sostiene la estructura básica de nuestro universo, y que yo tengo puesta en un cartel que está siempre a la vista, aquí donde escribo.

    Y claro: llegan películas como 22 de julio y me quedo paralizado, con la escritura amordazada, jugando al solitario o al Apalabrados en el ordenador, haciendo tiempo a ver qué sale de las meninges contrariadas. De la matanza perpetrada por Anders Breivik en la isla de Utoya -y unas horas antes en el complejo gubernamental- poca ironía puede hacerse. Ninguna, la verdad. La locura de Breivik, el "caballero templario", es el terror en estado puro. Imaginarse a ese fulano disparando sobre un grupo de adolescentes como quien mata conejos en su finca ya es difícil de tragar. Verlo, ahora, representado en pantalla, ejecutando sus "crímenes políticos" ante la cámara temblorosa y puñetera de Paul Greengrass -que ya parece, por cierto, un director especializado en masacres contemporáneas-, le amarga a uno la digestión de la cena, y le crea, además, un sentimiento de culpabilidad, por haberse prestado a este juego malsano como espectador.

     El primer tercio de 22 de julio es asqueroso, pero es una obra maestra, no sé si se entenderá; los dos tercios restantes sostienen un discurso optimista, reparador, pero son tan aburridos como un telefilm de Antena 3 en la sobremesa. Es una jodida contradicción.


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Sicario: El día del soldado

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El problema de tener que escribir un comentario después de cada película que veo, o de cada serie que termino, en esta obligación autoimpuesta para ejercitar las neuronas, es que a veces te encuentras con películas como Sicario: El día del soldado y no sabes qué narices contar a los parroquianos. Que mola, que está bien hecha, que Brolin y Benicio tienen dos jetos impresionantes... Cosas así. Y que la droga es muy mala, claro. Y también el tráfico de personas a través de las fronteras. Que el guion hace aguas por varios agujeros, pero que nosotros, los espectadores, nos dejamos llevar como tontainas, engatusados por la acción... Poca chicha, como se ve. 

    Estos asuntos analíticos ya se cuentan en otros blogs con más enjundia, de cinéfilos de verdad, que están más al día de la actualidad y destripan los intríngulis con reflexiones sesudas y tecnicismos de germanía. Porque este blog mío, queridos lectores y queridas lectoras, que os asomáis por primera vez en incauta curiosidad, es un diario camuflado en el que yo vengo a contar mis neuras, mis movidas, mis mierdas personales, y las películas sólo son la excusa a la que me agarro para hacer excursiones por los cerros de mi Úbeda. Aquí no se critica la trama de la película, ni se alaba la fotografía crepuscular, ni se cuentan anécdotas sobre el rodaje. A lo sumo, para dar a entender que he visto la película de verdad, y que no soy un farsante al cien por cien, alabo la belleza de alguna actriz que me ha enamorado con su sonrisa, pero rápidamente recojo velas, y pongo un punto y aparte para pasar a un tema menos espinoso, porque las feministas me recriminan que hable de la belleza de la señora, o de la señorita, y no de su talento, de su oficio, como sí hago con los hombres, y como sé que en realidad tienen más razón que unas santas, siento un poco de vergüenza y salgo del jardín como puedo, aunque ya algo embarrado.

    Aquí, en Sicario: el día del soldado, salvo la aparición puntual de Katherine Keener, que es una actriz inquietante, bellísima a pesar de los años, todos los protagonistas son machos con mucha testosterona, así que mira: ese problema, al menos por hoy, no lo tengo.





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Basada en hechos reales

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Que un espectador de inteligencia poco afilada como la mía se dé cuenta, desde el primer instante, del "enorme misterio" que rodea la aparición de Eva Green en la trama, dice muy poco de Basada en hechos reales, la última película de Roman Polanski. O mejor dicho, del último estreno de Roman Polanski, porque película, lo que se dice película, y además una obra maestra, de las de Polanski de toda la vida,  fue Un dios salvaje, el retrato inmisericorde las vanidades que emanan de la paternidad. Y de la maternidad también, claro. Pero de aquel "acontecimiento histórico planetario" -que hubiera dicho Leire Pajín- nos separan ya siete años, que es casi como decir una vida entera. La de cosas que le han pasado a uno en siete años, que han sido casi como siete vidas, como una existencia gatuna que ya casi finalizo sin resuello. De aquel Álvaro que vio al último Polanski en plena forma ya sólo quedan las gafas y el madridismo irreductible. Hasta los pelos negros de la barba se han ido perdiendo por el lavabo, talados por la afeitadora, para no rebrotar jamás.




    Y mientras tanto, en su exilio de París, octogenario perdido, Polanski ha ido perdiendo fuelle, y frecuencia de paso, y ya sólo se anima a coger la cámara para exhibir a su señora Emmanuelle en películas hechas como al descuido, como mal planificadas. Porque aquello de La venus de las pieles no había por donde agarrarlo, y ésta última, que aquí nos convoca, aunque a veces parece que arranca, y el motor hace como un ruidito prometedor, finalmente se queda en un bluf, en un soufflé relleno de aire y efectismo, tan francés y tan vacío. Así que al final, para rellenar lo que me queda de entrada, uno se ve tentado a glorificar la belleza de Eva Green, que siempre ha sido una actriz de registro peculiar, y de hermosura inquietante, de las que te seducen y te alertan al mismo tiempo, con un algo reptiliano en esos ojos verdes que no anuncia nada bueno, y al mismo tiempo promete emociones únicas... En fin: que cese ya la tonta poesía.




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Armas de mujer

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Ser una mujer como Melanie Griffith en Armas de mujer no tiene que ser nada sencillo. Ella se mira al espejo y se sabe inteligente, incisiva, capacitada para ascender dentro de los cotarros profesionales. Sin embargo, cuando lanza su gran idea en la reunión, o su gran ocurrencia en la fiesta de la empresa, comprueba que los hombres se quedan obnubilados en su pechamen, indomable bajo los ropas, o en el culamen, que no tiene cráneo que lo contenga. Es entonces cuando vuelve a asumir la desgracia irresoluble de las mujeres hermosas: que su inteligencia viene secuestrada en una carcasa ósea y no es evidente a primera vista, y que esos tipos hipnotizados apenas han comprendido nada de lo que ha dicho. Ellos carraspean incómodos cuando les interroga con la mirada: "Repetidme lo que he dicho...".

     La transición del simio que babea al hombre que escucha aún no está perfeccionada por la evolución, y en esos trances se nos ve el plumero, el pelo de la dehesa, el vello del orangután...

        Es triste, sí, pero es real, indisimulable. Lo primero que vemos los hombres en una mujer es la belleza, la simetría, la proporción de las formas. Es un escaneo involuntario que los hombres más civilizados finiquitamos (me incluyo) en cuestión de décimas de segundo, antes de recomponer el gesto y mostrarnos interesados en la conversación. Sin embargo, los hombres más apegados al pasado evolutivo tardan mucho tiempo en procesar, y son como un procesador pentium de los antiguos, que se queda ahí, rulando, haciendo ruido, atorado en una única tarea. Al final, la única diferencia entre el caballero y el cerdo sólo es la velocidad de procesamiento. Una cuestión tecnológica. Cuantitativa, pero no cualitativa.

 De hecho, en la película, el personaje de Harrison Ford primero es bonobo de la selva, ensordecido por el deseo, y ya luego, con el instinto reposado, y la dignidad restablecida, un amante ejemplar que ha cumplido la transición canónica del macho al hombre, del gorrino al civilizado. La aspiración íntima de las mujeres enamoradas.




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Western

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El laboratorio donde Walter White cocinaba su metanfetamina lo construyeron unos obreros alemanes altamente cualificados que en su tiempo contrató Gustavo Frings en el mayor de los secretos. Al no ser, precisamente, una obra pública, los alemanes que dirigía el ingeniero Werner vivían confinados en una nave industrial donde tenían de todo para entretenerse: grifos de cerveza, cancha de baloncesto y de fútbol sala, futbolines y pimpones, salchichas de Baviera y juegos para la Playstation. De todo, sí, menos mujeres, porque las respectivas se habían quedado en Alemania para salvaguardar el secreto, y, en los apretones de los instintos, no era cuestión de trasladarse en camiones a un prostíbulo de Albuquerque, ni de traer a las mahomas a la montaña, que daría mucho que hablar en el vecindario. Un tema irresoluble que tal vez Gustavo Frings confió a la masturbación cotidiana, o a la homosexualidad de consuelo, como aquellas que brotaban entre los tripulantes de las largas travesías oceánicas. Pero la obra se alargó más de lo previsto, los apretones no encontraron una válvula de escape, y al final, como era previsible, hubo que lamentar una tragedia...


    Pocos meses después, en mi televisor, me encuentro con otra cuadrilla de obreros alemanes que han salido de su patria para trabajar. El lebensraum de los obreros, debe de ser... Western transcurre es en Bulgaria, al aire libre, en la represa de un río que al parecer requiere grandes movimientos de grava. Es una película aburridísima, de ésas que sólo valoran los críticos profesionales, y las almas más cultivadas de internet. Estos alemanes de Western no se parecen en nada a los que contrató Gustavo Frings con tanto cuidado: estos trabajan con la pachorra de unos currantes latinos, beben cervezas y tintorros a deshora, y sus instintos sexuales no van a tardar mucho tiempo en desbordarse. Así que a las primeras de cambio, en el primer contacto con la civilización nativa, tientan de mala manera a unas mujeres que iban al río a bañarse, y se desatan las hostilidades entre los indios búlgaros y los colonos germanos.

    He leído en alguna entrevista que ni siquiera su directora sabe explicarla muy bien. Íbamos improvisando y tal, a ver qué salía (sic)... Así que qué les voy a explicar yo, sobre esta película.






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Forever

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Cameron Crowe: ¿Cree que existe un más allá, en el que quizá vuelva a ver a alguien como Izzy?
Billy Wilder: Espero que no, porque me he encontrado con mucha mierda en mi vida, y no me gustaría volverlos a ver. Sí, gente despreciable. Y me digo, ¡Dios Todopoderoso, menos mal que no tengo que volver a ver a ese tipo!

    De esto va, grosso modo, Forever. De la existencia de un más allá en el que te encuentras con gente que ya habías decidido olvidar. Es lo que le pasa a June, la pobre, cuando muere atragantada por una nuez de macadamia y en ese muermo de Cielo que es tan parecido a un extrarradio de Kansas City se topa con su marido muerto, el mismo que se pegó una hostia contra el árbol en su primera clase de esquí, tan sólo doce meses atrás.

    June, todavía viva, le lloraba desconsoladamente, incapacitada de pronto para la vida y para la alegría. Pero después de un año relanzando las industrias del kleenex y de la patata frita, de la chocolatina y de la novela de desamor, se redescubre a sí misma mujer libre y liberada, cuarentona que asciende en el escalafón de la empresa y se liga a tíos mucho más interesantes que su ex. Y lo más importante de todo: dueña plenipotenciaria de su casa para vendérsela a unos japoneses sonrientes y no poner el pie en ella nunca jamás, salvo en las pesadillas que traen las fiebres de la gripe. Adiós a los mosquitos, a las humedades, a las truchas y salmones que el difunto Oscar cocinaba con tanto amor como sosería.

    June se acuerda cada vez menos de Oscar, y cuando lo hace, piensa con íntimo alivio que tardará cuarenta años en reencontrarlo. Y que en caso de coincidir -porque él era un santurrón, pero ella un poco pendona- tal vez allí las cosas sean distintas. Porque es el Cielo, coño, el Cielo, y en tal lugar no sería admisible pasar la eternidad con la misma persona, sino ir alternándola con lo más granado del lugar, en excitantes y tiernas aventuras fuera del matrimonio: salir una noche con Mozart, o pegarse un polvazo con Paul Newman, o pasar una velada con el mismísimo George Washington. Quién sabe si probar el sexo con mujeres, o en grupo, o simplemente dejarse llevar por lo que ofrezca la cornucopia de la concupiscencia... Ese es el Cielo que June imagina para dentro de muchos años, más allá de la cama en el asilo, tan poco parecido a éste que de pronto se ve obligada a transitar, tan joven y tan poco preparada, con Oscar, el ubicuo Oscar, el inmortal Oscar, recibiéndola con su sonrisa bobalicona... 

    Ahí termina, por ir resumiendo, el segundo episodio de Forever. La cosa promete, va incluso para serie de culto, pero lo que sucede en los seis episodios restantes ya sólo es chalaneo, estiramiento, historia sin rumbo ni final. Que otros adictos a la series más preclaros os iluminen.



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