El reverendo

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Que un sacerdote pierda la fe en Dios y siga ejerciendo su oficio no es un fenómeno tan extraño. El cardenal Martini le dijo una vez a Umberto Eco, o se lo hizo entender en un circunloquio, que en el Vaticano había muchos hombres que continuaban con sus carreras como un modus vivendi en el que Dios ya no era imprescindible. La Llamada del Señor les había puesto en camino, pero una vez desvanecida, el camino continuaba. 

    Quizá, en secreto, albergaban la esperanza de volver a escucharla al final de sus vidas, como una señal de radio felizmente recuperada. Tal vez, en sus celdas, consumidos por la duda y por la culpa, se dieron varios golpes en la cabeza cuando dejaron de sintonizar, como se hacía antiguamente con los televisores de culo gordo. Y una vez asumida la pérdida, optaron por dejarlo todo intacto, los hábitos y los votos, a la espera de novedades caídas del Cielo. El sacerdocio, después de todo, es un oficio como otro cualquiera, que da de comer y permite viajar si se emprende una próspera carrera. También existen maestros que han perdido la fe en la educación, y psicólogos que ya no creen en sus propias monsergas. Políticos -estos muchos- que se descojonan de su propio rebaño de votantes. No es una cuestión de cinismo, sino de supervivencia.

    A estos curas sin vocación yo ya les había conocido alguna vez en esta larga cinefilia. El padre Thomas de Los comulgantes, o el mismísimo padre Karras, de El exorcista. Incluso Antonio Ozores, en Los Bingueros, era un cura que ya sólo creía en el brazo incorrupto de San Nepomuceno, y en sus mágicas influencias sobre las bolas que salían del bombo. Pero sacerdotes que perdían la fe en la humanidad sin perder la fe en Dios -que seguramente es un problema todavía más grave- yo, al menos, hasta hoy, no había visto ninguno. Este reverendo al que interpreta Ethan Hawke no ha perdido la señal con el Más Allá, pero el Más Acá de los seres humanos le produce náuseas que ya no sabe cómo gestionar. Incluso el contacto con la mujer que lo ama se vuelve repulsivo y problemático. Al reverendo le domina el asco de un planeta contaminado, de unos empresarios avariciosos, de una Iglesia que admite a estos pecadores en su seno y encima les da palmaditas en la espalda, para recibir las donaciones.



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Operation Finale

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Dicen que mi abuela, en el año 64, en la televisión del vecino rico, cuando vio saltar a los futbolistas soviéticos al césped del Santiago Bernabéu para jugar la final de la Eurocopa, exclamó, sorprendida: “¡Pero estos hombres... no tienen rabo ni cuernos!” Ella, aunque nacida en una meseta esteparia, no había visto un ruso en su vida, y los imaginaba como de otra raza, amoral y perversa, con apéndices de Belcebú y llamaradas saliendo por el cogote, como los describía en la radio la propaganda oficial.

    Tres años antes, en Jerusalén, los asistentes al juicio de Adolf Eichmann debieron de pensar algo parecido a lo de mi abuela, cuando apareció aquel tipo bajito custodiado por los guardias. “¿Y este es el nazi peligrosísimo que el Mossad fue a buscar a Buenos Aires en una odisea casi propia de James Bond...?” Cuando vieron a aquel hombre calvorota, apocado, con gafas de lente gruesa, tan poco ario y tan poco feroz, que encima hablaba con parsimonia, sin rencor, explicando su papel en la guerra como si estuviera declarando ante un tribunal de oposiciones, los israelíes debieron de sufrir una disonancia cognitiva que tal vez les perturbó en las primeras sesiones, pero que rápidamente apartaron de sus mentes. Aquel hijo de puta podía disimular todo lo que quisiera pero en realidad era un monstruo sanguinario que había gestionado los asuntos más escabrosos del Holocausto con una eficacia prusiana que helaba la sangre de cualquiera.

    Pero Hannah Arendt, que estaba allí presente como reportera para la revista The New Yorker, prefirió ahondar en la disonancia. Y poco después del proceso, en el libro que la hizo famosa, formuló el principio de la banalidad del mal que tanto ha dado que hablar en los simposios de las universidades. Eichmann no era un monstruo, ni un psicópata, ni un renglón torcido de Dios... Eichmann ni siquiera odiaba a los judíos. Él sólo era un funcionario que obedecía órdenes, sumiso y cumplidor. Los jerarcas nazis sí eran una pandilla de sociópatas chalados, pero Eichmann, para frustración del periodismo sensacionalista, sólo era un chupatintas intachable que coordinó el tráfico de los trenes de la muerte. 

    A Hannah Arendt, por supuesto, le cayeron palos por todos los lados, como si estuviera relativizando de algún modo las atrocidades cometidas por Eichmann. Mientras tanto, en la Universidad de Yale, Stanley Milgram demostraba en su histórico experimento que todos llevamos a un Adolf Eichmann en nuestro interior...




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Un método peligroso

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El abuelo Sigmund, allá en su consulta de Viena, fue el primero en comprender que el sexo era el gran tema de nuestras vidas. La fuente de todos los conflictos interiores que volvían tarumbas a sus pacientes. Lo que Freud descubrió en sus mentes neuróticas debió de dejarle boquiabierto, abochornado, como un niño curioso que irrumpe en el dormitorio de sus padres mientras hacen el amor. Pero lejos de arredarse, el abuelo tiró para delante con sus teorías. Corrió el riesgo de perder el abono en la Ópera de Viena, y sólo evitó la deportación a Madagascar porque sus libros, en realidad, los leían cuatro gatos enterados del movimiento psicoanalítico, que quizá se los tomaban como un compendio de relatos eróticos, divertidos y guarros al mismo tiempo, y no como teorías sesudas sobre el légamo de nuestro alma.

    Freud metió el telescopio de Galileo por las fosas nasales y descubrió que en el laberinto del cerebro siempre había un bonobo dando paseos, aburrido, que preguntaba a todas horas por el  momento de darse un alegrón. El bonobo era el que provocaba el ruido, el conflicto que volvía locos a sus pacientes. El vecino de arriba que no paraba de dar golpes y de tocar los cojones. La gente de Viena, como la de todas las partes del mundo, sólo era feliz si daba rienda suelta a su bonobo y follaba sin parar. O si lograba amordazarlo  en un cuarto muy oscuro y sólo de vez en cuando le oía quejarse en la oscuridad. Las soluciones intermedias, no resueltas, provocaban neurosis, psicosis, trastornos sin fin... Si Darwin afirmó que éramos monos recién bajados del árbol, Freud confirmó que todos llevamos dentro, a modo de souvenir, un simio interior que protesta por pasar vestidos la mayor parte del tiempo. Un argumento que Carl G. Jung, el discípulo amado, terminó por repudiar, asqueado, porque le parecía demasiado grosero, demasiado “anti-humano”, muy poco sofisticado en términos espirituales, y prefirió irse con su bonobo por los cerros de Úbeda, como el niño Marco con Amedio, a explorar territorios místicos que explicaran la dificultad del ser humano para ser feliz.





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Los Increíbles 2

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La vida moderna es un programa de humor que te convalida varias asignaturas de la carrera de Sociología. En ella, el catedrático Quequé tiene una sección habitual que se titula “Cómo hemos cambiado”, y que es un canto a los avances cívicos de nuestra sociedad. De todos modos, es evidente que los bárbaros todavía no han sido domesticados del todo. Todos los días, en este país, se insulta a un negro, se explota a una mujer, se humilla a un homosexual, se echa a un deficiente de un bar porque da mala imagen al negocio... Los bárbaros siguen siendo la mayoría silenciosa en este país, descendientes muy poco mestizados de los vándalos que entraron a saco tras las legiones romanas y esparcieron por la Península su semilla poderosa. Creemos, con inocencia, que las buenas gentes son mayoría porque en los medios decentes todo el mundo escribe con raciocinio y sensibilidad. Pero basta con salir a la calle, entrar en un bar o darse un paseo por Internet, para saber que van a pasar varias generaciones, casi tantas como en un pasaje plúmbeo de la Biblia, para que esto se parezca a una sociedad de la que poder presumir sin rubor.

    Y sin embargo, como demuestra Quequé en su sección, tirando de hemerotecas y del archivo sonrojante de Radio Televisión Española, viajamos a una velocidad sorprendente, hiperespacial, alejándonos de clichés que eran norma hasta hace nada y que ahora nos parecen antediluvianos y ridículos. “¡Al loro, que no estamos tan mal!”, dijo una vez Joan Laporta en frase inmortal. Y era cierto. La presencia de mujeres en ámbitos donde antes ni estaban o eran personajes secundarios, es un asunto que mejora a una velocidad próxima a la de la luz, aunque nos parezca que no terminamos de despegar de este planeta perdido en la galaxia. En Los Increíbles 2, por ejemplo, es la heroína quien se juega el pellejo para salvar al mundo mientras el maromo se queda en casa cuidando a los retoños. Y no nos choca. Y casi no caemos en la cuenta de lo extraño que era esto hace poco, en nuestras pantallas. El día que no tengamos ni que mencionarlo la batalla habrá sido ganada. Antes estas cosas sólo pasaban en el cómic underground, en el teatro alternativo, en las películas rarunas y descacharradas que Quentin Tarantino veía en su famoso videoclub de Brooklyn...


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Pelo malo

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Hay madres que no quieren a sus hijos. Pocas, pero las hay.ñ Aunque parezca una monstruosidad, una violación de los mandamientos naturales. Madres que los sienten ajenos, como si no fueran propios, sino alquilados, transitorios, y los estuvieran cangureando para hacerle un servicio a otra mujer. Muchas de ellas son madres responsables que los cuidan, los protegen, los introducen poco a poco en el tráfago de la vida, pero en realidad no sienten el apego que la biología les demanda. Algunas se sienten culpables y otras lo llevan como pueden. Algunas ni siquiera se dan cuenta de esa falta de sentimiento. A veces, tras el nacimiento, la impronta no se produce y se aplaza sine die. Y nunca llega. Otras veces, el desapego es un sentimiento progresivo, que va surgiendo en la crianza y tiñe de sombras el amor primero. Una decepción, un hartazgo, un encontronazo de caracteres sin solución...



    Habría que preguntarle a Marta, la protagonista de Pelo malo, cuál es su particular desencanto con Junior, ese niño recalcitrante que se alisa los rizos con mayonesa para jugar a ser cantante de éxito ante el espejo. Uno de pelo largo, melenudo, brillante, como su compatriota José Luis Rodríguez, un puma del micrófono que deje patidifusas a las nenas... O a los nenes, ojo, porque Marta -que ya está hasta los ovarios de su crío por otros asuntos, y que además tiene otro pequeñajo que alimentar, y se gana la vida por Caracas en trabajos miserables, y aguanta el trato vejatorio de empleadores que sólo prometen laburo a cambio de sexo- tiene, además, que apoquinar con la sospecha de que su hijo está entrando en las tinieblas de la homosexualidad, que diría el señor cura de la parroquia. Y tal sospecha, que en principio no debería subvertir el amor de una madre, en Marta es como la gota que colma el vaso de una desunión, de un principio de renuncia...


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La delgada línea roja

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Cuando rugen las ametralladoras, La delgada línea roja no escatima sangres ni intestinos para hacernos entender la brutalidad de una guerra. Pero luego, cuando el silencio se apodera de la isla de Guadalcanal, la cámara pasea por la naturaleza exuberante para lamentar tanta herida abierta y tanto salvajismo de los humanos. Así resumida, la película parece una obra comprometida, antibélica, de claro mensaje pacifista. Pero no lo es. Es una película fascinante en lo formal, pero muy tramposa en su denuncia. El soldado Witt, que es la voz en off que aprovecha los remansos del combate para reflexionar , se hace mil preguntas del tipo: "¿qué oscura ceguera se ha apoderado de los hombres?", o "¿cuánta crueldad somos capaces de asimilar?" "¿En qué momento nos desviamos del recto camino de la fraternidad?," y cosas así, solemnidades que no conducen a nada, sólo a la filosofía barata, y a la ocultación torticera de los hechos.


    Al soldado Witt habría que explicarle que la guerra nunca es producto de una insania, de una locura transitoria. Aunque su desarrollo sea caótico y brutal, la guerra siempre obedece al interés concreto de unos fulanos muy avariciosos que jamás luchan en ella. Y que jamás, tampoco, envían a sus hijos al frente. Mercaderes que cuando ven peligrar sus beneficios presionan a los gobiernos para abrir rutas, expandir mercados, acceder a materias primas. Desde las Guerras Púnicas a la invasión de Irak pasando por la II Guerra Mundial... El soldado Witt -y con él Terrence Malick, que es como el ventrílocuo que mueve el muñeco- prefieren hacerse los suecos ante estas evidencias de lo bélico, y se lanzan a la poesía sobre la podredumbre humana, y sobre el Mal que habita en nuestro interior... Bah. Gilipolleces. De nuevo el pecado original, como predican los curas en su falacia de cada domingo. Yo entiendo que La delgada línea roja no aproveche el silencio de los cañones para darnos una lección sobre la geopolítica de los años cuarenta en el Océano Pacífico. Para eso ya están los documentales, y los libros de historia. Pero que tampoco nos tomen por tontos, con su literatura espiritual, y su antropología de catecismo.


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Purple Rain

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Prince, que iba veinte años por delante con su música, se nos murió veinte años por detrás. Se pasó con las ingestas, como tantos otros, y nos dejó con el gesto de tristeza y la nostalgia de la adolescencia. Qué manía tienen estos genios de morirse antes de tiempo... Las personas improductivas caminamos con más cuidado hacia la muerte, más o menos rectilíneos por las carreteras, pero los genios siguen trayectorias perpendiculares, cruzadas, más bien locas, como los  gatos trastornados. Y así, sin respetar tránsitos ni señales, van dando tumbos contra los arcenes, y contra los guardarraíles. Y algunos, como Prince, se quedan en el camino. O como el artista anteriormente conocido como Prince, que ya no sé muy bien por dónde andábamos, la verdad sea dicha...


    Purple Rain -y con esto no descubro gran cosa- ni siquiera es una película. Es un vehículo de promoción. Un videoclip alargado. Un autobombo que la Warner Bros. le sufragó a Prince para luego vender discos como churros.  O cintas de casete, como la que yo tenía en mi adolescencia de León, tan lejos de los contoneos lúbricos y de las propuestas sexuales. El guión de Purple Rain es de vergüenza ajena. Prince no es un actor. Y los que pululan a su alrededor, salvo la guapísima Apollonia Kotero, dicen en el making off que tampoco. Purple Rain es un despropósito general y lamentable. Risible, en algunos momentos. Sólo cuando Prince ataca The beautiful ones siento que me embarga la emoción, porque esa canción la sentía muy mía en los calabazares de Léon, cuando me enamoraba perdidamente y la chavala respondía que tenía mejores candidatos... Pero es poco, muy poco, The beautiful ones, para soportar tanta tontería. Tanta complacencia en el propio y minúsculo ombligo de Prince, que aquí se agiganta hasta ocupar el volumen completo del sistema solar.

     Pero al fin, allá por la hora y veinte de metraje, llega Purple Rain, la canción, y todos los pecados del Prince actor - o lo que sea- quedan perdonados. Ego te absolvo, hijo mío, porque Purple Rain se convierte en un remanso del espíritu. Una balada desgarradora que habla de ese limbo indefinible entre el amor y el desamor, entre el vete y el ven, entre quiero acostarme contigo y ojalá no te hubiera conocido. Nadie ha sabido explicar todavía si la lluvia púrpura era un reflejo de los neones o una guarrada de la mente calenturienta.



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Vida privada

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Las parejas que ya no follan, que encadenan meses de mutua indiferencia sin mediar una tara o una enfermedad, han dejado de ser parejas. Siguen siendo dos personas, claro, y el diccionario de la RAE, siempre tan puntilloso, no les va a privar de ese estatus superior de lo numérico. Pero estas personas ya no son amantes, sino otra cosa: compañeros de dormir, o colegas de la rutina. Dos nostálgicos, quizá, del amor perdido. Donde no hay sexo quizá reina el cariño, el apoyo, la mutua confianza... Esas palabras tan nobles pero tan paticortas. El amor, sin el sexo, ya no es amor, del mismo modo que la paella, sin arroz, ya no es paella. Puede salir un guiso muy sabroso con los otros ingredientes, pero hay que ponerle otro nombre para no engañar, y no engañarse. Como dicen ahora los modernos, currarse un naming.

    Rachel y Richard son  ex-pareja y residentes en Nueva York, que diría la azafata del Un, dos, tres. Parecen salidos de una película de Woody Allen, con sus inquietudes culturales y sus neurosis manhattianas. Ponen música clásica en casa, juegan al squash con sus amistades y hablan mucho de sexo sin practicarlo, en los minutos previos al dormir. Rachel y Richard hace ya algún tiempo que traspasaron la frontera de los cuarenta años y desean tener un hijo a toda costa. Incapacitados para la fecundación “natural”, recurren a la fecundación in vitro, en consultas muy complejas con médicos que cobran un pastón por cada intento. Pero encadenan un fracaso tras otro, y la película, que empieza con tintes de comedia, termina convirtiéndose en un viaje simbólico  al corazón de las tinieblas... El tono se vuelve triste y amargo. 

    Pero eso no es lo peor de Vida privada: lo peor es que el espectador vive una disonancia emocional continua con esta pareja desesperada. Rachel y Richard son buena gente, pero están cometiendo un error fatal. Hace mucho, mucho tiempo -y fue además en una galaxia muy lejana- que ellos ya no follan, y es obvio que su relación se ha vuelto insatisfactoria y disfuncional. Ya no se aman. Y en ese contexto tan poco propicio para la paternidad, aunque la directora de la función se empeñe en conmovernos con su desgracia reproductiva, nosotros, en el sofá, casi nos alegramos de que la ciencia, en esta caso, no acierte a dar con la solución.



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