Ema

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Desde el día en que un niño gitano -por la porfía de un gol dudoso en el descampado- me lanzó una maldición que yo en principio me tomé a broma porque soy racionalista y descreído desde niño, vivo lastrado por varios males de ojo que me hacen la vida muy atravesada y a veces casi imposible. La gente piensa que soy un maniático, pero todas las cosas que denuncio son reales, verificables, y me pasa como a la gente que ve fantasmas o que avista OVNIS, que pasa por loca cuando en realidad sufren una maldición que tal vez ya ni recuerdan, o que ni siquiera oyeron, entre el ruido infernal de la feria de su pueblo.




    Ahora, por ejemplo, que es tiempo de vacaciones, cualquier lugar que yo elija como refugio será azotado por un calor insoportable, aunque la publicidad venda el destino como 100% libre de sol y "free melanoma". Podría ir al Polo Norte y se derretiría en las dos o tres semanas que yo pasara allí, perseguido por el Sol que siempre va suspendido sobre mi cabeza, geoestacionario, alvarostático. Damocles, le llamo yo, en este colegueo veraniego que me persigue desde la adolescencia. Donde yo voy nunca llueve, nunca refresca, se mueren las plantas de sed y los gatos de insolación, y para no liarla parda, y no acelerar el cambio climático de un modo peligroso, prefiero quedarme en latitudes de andar por casa, cantábricas, o atlánticas gallegas, para que estas comunidades se quiten la mala fama de estar siempre lloviendo, y soplando la galerna. Debería cobrarles, a los hosteleros, y a las consejerías de turismo, por mi presencia que atrae a los bañistas, y no al revés, ser cobrado por ellos, como es habitual, y a veces de un modo abusivo.


    La otra maldición que me persigue en vacaciones es que, vaya donde vaya, sea hotel, hostal, piso de lujo o piso de mierda, siempre hay un vecino loco que se pasa los diez o quince días de mi estancia dándole al martillo. Un pedazo de cabrón que me ve llegar desde su ventana con la maleta y el perrete, y decide, inspirado por mi triste figura, empezar a colocar el parqué, o realicatar el baño, o, simplemente, darle al martillo por diversión, o para hacer bíceps, y ahorrarse las mancuernas.

     Hoy he tenido que ver Ema, la película de Pablo Larraín, con las ventanas abiertas por el calor, y con un par de tapones en los oídos, por el vecino, y entre eso, y que en los arrabales de Valparaíso hablan un castellano que no es tal, sino un dialecto reguetonés masticado entre chicles, he de decir que no me he enterado prácticamente de nada. Bueno sí, de una cosa, que en realidad ya sabía: que el sexo es el motor del mundo, el arma definitiva, y que quienes niegan tal evidencia son como zorras despreciando las uvas de Samaniego.



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El faro

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Todavía hoy, cuando me preguntan qué quiero ser de mayor, respondo que farero, que es un oficio que siempre me sonó a misantropía, y a lejanía de los humanos. Vivir a orillas del mar, en el acantilado, donde sólo se aventuran los turistas despistados, y las furgonetas que traerían los víveres a mi puerta. Me gustaría ser farero, sí, si todavía estoy a tiempo, y quizá en mi calidad de funcionario aún pueda hacer una promoción interna, o convalidar estudios, o presentar una instancia ante mis superiores, no sé, algo así, aunque perteneciendo a la Junta de Castilla y León -que sólo tiene mares de cereales y océanos de secarrales-, veo difícil que me ubiquen en un faro que ilumine a los navegantes.



    Me cuentan, de todos modos, los hombres y las mujeres de la mar,  que los faros ya no son como los de antes, como los de la película insólita de esta tarde. Que ya funcionan casi solos, con muy poco mantenimiento, y que el Ministerio de Costas y Faros ya no paga a funcionarios para que vivan en ellos tumbados a la bartola casi todo el día, leyendo, fumando, dando paseos melancólicos, con la única tarea de cambiar la bombilla cuando se funde y de sacarle brillo a los cristales. Y me embarga, de nuevo, cuando escucho esas noticias, la sensación de haber nacido tarde, fuera de época, porque también me hubiera gustado ser, en su defecto, condenado a la vida de secano, un maestro rural, de los de  la vieja escuela, con barba y reloj de bolsillo, en aquella época no tan lejana en la que había colegios en los pueblos, y los vecinos te regalaban quesos y chorizos por Navidad, y eras el tuerto en el país de los ciegos -culturalmente hablando-, y el maestro era una figura respetada, admirada incluso, que formaba parte de las “fuerzas vivas” del lugar, junto al cura, al alcalde y al sargento de la Guardia Civil.

    De todos modos, lo que tengo muy claro, y desde esta tarde cinematográfica todavía más, es que si algún día cumplo mi sueño, seré un farero solitario, lobo estepario de mar, aunque termine hablando con las gaviotas, o con los balones de voleibol. Te toca un loco de compañero como cualquiera de estos dos, y ya tenemos el manicomio preparado, en el fin del mundo, donde nadie puede escuchar tus gritos de auxilio…




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Heridas abiertas

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Al amigo que me recomendó Heridas abiertas le debía un par de comidas por dos apuestas perdidas (la bocaza, que me pierde, en asuntos de política nacional, y de favoritos para ganar la Copa de Europa). Pero ayer, mediado el séptimo capítulo de la serie, mucho antes de que se consumara este despropósito de paletos y psicóticas, le envié un mensaje anunciándole que ya sólo era una, la comida que le iba a pagar, y que la otra me la pasaba por el forro en descargo de estas ocho horas de heridas abiertas y bocas bostezantes.

    Y la cosa, la verdad, no empezaba nada mal, con Amy Adams paseando su belleza por la América Profunda, pelirroja y sin maquillar, con un jersey de andar por casa y unos vaqueros ceñidos que es todo lo que necesita para que no perdamos ripio de sus quehaceres. Amy, en la serie, es una periodista que regresa a su terruño para cubrir el asesinato truculento de dos chicas, y de paso, entre la investigación y la escritura, saludar al ex quarterback que la amó, a las arpías que fueron sus compañeras de instituto, y a la querida familia que ya desde la primera escena se ve que está tan podrida a millones como podrida está su alma, o su psique, o su despensa de los despojos.



    Al principio de Heridas abiertas la cosa promete, porque hay un crimen por resolver, una crónica periodística, y una tensión sexual sin resolver entre Amy Adams y el detective enviado desde Kansas City. Diálogos chispeantes, afilados, de doble y hasta triple sentido, casi como de Luz de luna, que ya es mucho decir. Uno piensa, en los primeros y prometedores episodios, que la disfuncionalidad de los Preaker-Crellin sólo va a ser el telón de fondo de la tragedia. El plato que se utiliza para presentar la comida y nada más. Pero resulta que no: a partir del tercer capítulo, los responsables del asunto dejan de engañarnos y confiesan que esto no va a ser, ni de coña, algo similar a True detective. El crimen se la sopla, el sexo se lo fuman, y al final, durante cinco episodios que son como cinco agostos a la solana, lo único que importa es saber quién está más grillado, más traumatizado, más ido de la puta olla, en esa familia sureña que ha construido su fortuna matando cerdos y aburriendo a las ovejas.



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Los impostores

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Lo bueno de tener una inteligencia menguada como la mía es que las películas de timadores siempre me sorprenden, incapaz de anticipar la desventura del estafado, o la argucia del estafador. Donde otros espectadores lo ven venir todo, y se aburren moderadamente, y sólo el orgullo de quien acierta los pronósticos los mantiene sentados en el sofá, yo soy como un niño simplón, bobalicón, que aplaude cada vez que el timador se sale con la suya, como un crío en el circo, alelado ante el mago. Disfruto el doble que los demás espectadores, eso sí, pero cuando hago reflexión serena de lo que he visto, me invade una desazón muy poco edificante, que me dura lo que tardo en pergeñar estos escritos.



    Quizá por eso, porque soy así de impresionable, he pasado un buen rato viendo Los impostores, que es una película de Ridley Scott que yo no sabía ni que existía hasta ayer por la mañana, cuando repasaba su filmografía. Supongo que en su día leí algo, o me dijeron algo, y me pudo más el desánimo que la intención, y con el tiempo olvidé incluso que existía tal película. Cosa rara, tratándose de mí, porque del mismo modo que podría engañarme cualquiera, con cualquier truco barato, luego no olvidaría jamás su jeta, o las palabras exactas que me dijo.

    Los impostores empieza muy bien, flirtea algo más de media hora con la sensiblería, y finalmente remonta el vuelo para alejarse del culebrón de sobremesa. No esperaba menos, en el maestro Ridley Scott. Los impostores no es una obra maestra, ni siquiera una gran película, pero el andamiaje se sostiene, los timos entretienen, e incluso Nicholas Cage, haciendo de Nicholas Cage, tiene un pase y un encanto. Lo que no me termina de cuadrar es el personaje de la cajera sonriente y guapísima, en la que su personaje va depositando poco a poco la esperanza de un futuro mejor. Creo que en realidad es un ángel que bajó del cielo para hacer una sustitución. No pega. Con lo que suelen cuidar los americanos, estas cosas del casting.



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La estafa

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La mayoría de las cosas que veo en las películas jamás suceden en la Pedanía. Y eso que en la Pedanía también hay extraterrestres, amores rotos, muertes imprevistas, virus de China que nos obligan a llevar mascarilla. Hasta un zombi, todos los días laborables, a eso de las ocho de la mañana, que soy yo mismo sacando al perrete entre las brumas del sueño. Pero la Pedanía es lo que es: un villorrio con viñas y huertos, calles y caminos, vecinos que no llevan vidas singulares que justificaran la escritura de un guion, ni que luego viniera Amenábar a ponerlo en imágenes. Lo que pasa aquí, groso modo, pasa en todos los sitios, y Netflix, y los DVDS, y las salas de cine que todavía sobreviven, están para enseñar otras cosas más excitantes.



    Pero mira tú por dónde, aquí, hace años, en el Instituto de Secundaria -que la Pedanía no es sólo cultivo de hortalizas- sucedió algo muy parecido a lo que se cuenta en La estafa, la película de la HBO, que a pesar de estar basada en hechos reales parece una cosa inverosímil, que sólo podría suceder en Estados Unidos con anglosajones muy parecidos a Hugh Jackman y a Allison Janney. Aquí, en el IES, también hubo un presunto funcionario que cogió presunto dinero de la caja común, lo desvió con mucho presuntamiento a su bolsillo particular, y empezó a llevar una vida mejor, mucho más lucida, que levantó las sospechas de sus compañeros en el currelo.

    La Pedanía, con la tontería, salió varios días seguidos en los periódicos, para orgullo de las gentes del lugar, que no valoraban que el motivo fuera más bien un desdoro y una vergüenza. Total, el golfo apandador no vivía aquí, sólo trabajaba por las mañanas, y es como si el delito lo hubiese cometido un peregrino de Santiago, que sólo pertenece a la Pedanía cuando está en tránsito o pide un bocadillo en el bar. La prensa provincial no hablaba tanto sobre el lugar desde que la Ponferradina jugaba aquí sus partidos como local, o desde que empezó la construcción del Hospital Comarcal sobre la gran charca de las ranas.

    Durante esos días del desfalco fuimos casi tan famosos como la población de Roslyn, en Nueva York, y hay quien opina, después de ver la película, que quizá deberíamos hermanarnos con esos anglosajones del otro lado del charco, para hacer un poco de fraternidad dolida, y de cuchipanda con el asunto.



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Aguas oscuras

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Supongo que a partir de ahora ya no podré mirar igual a las sartenes. Es más: quizá hoy, en las pesadillas habituales, las mujeres sin rostro y los niños sin nombre adopten la forma de sartenes parlanchinas, que se vienen conmigo de compras, o a pasear, como objetos antropomorfos de película de Disney, para que mis sueños ya sean el terror definitivo o la descojonación absoluta. O esa mezcla de ambas cosas que consigue David Lynch en sus películas.



    Tengo dos sartenes en casa que ya son veteranas, viejas amigas, y tienen el culo tan pelado que no puedo leer si tienen teflón en la capa más profunda de su epidermis. Tendré que deshacerme de ellas, me imagino, para no tentar a los ocho tipos de cánceres que describen en Aguas oscuras, y acudir a la ferretería más cercana -o al Carrefour del Down Town, que allí son más baratas- a ver si venden sartenes sin teflón. Porque la cosa no está clara, y después de ver la película consultas en internet y lo mismo lees que la Unión Europea ha prohibido el uso del C8 como que existe una moratoria para que las empresas se vayan rehaciendo, e inventando un nuevo pegamento que obre el milagro de freír un huevo, o un filete vuelta y vuelta, y que lo orgánico no se quede pegado en lo inorgánico, dejando la hebrilla que luego hay que refrotar con el estropajo.

    Habrá que documentarse, está claro, y a la pesadez de cualquier compra responsable habrá que sumar ahora la compra de las sartenes. Otro cuidado más, en esta vida del consumidor llena de obstáculos y peligros. Con lo fácil que era hasta ayer mismo: llegar a la tienda, comparar precios, comprobar que la sartén elegida no tiene un abollón o no se desprende de su mango, y hala, al cesto de la compra. Habrá que bajarse las gafas hasta la punta de la nariz, leer la etiqueta, descifrar los componentes del antiadherente, buscarlos en el teléfono móvil, arrugar un poco el morro, y finalmente tomar la decisión de arriesgar o no la salud en el empeño. Maldita Aguas oscuras. Maldita DuPont. Maldita modernidad.


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Mira lo que has hecho. Temporada 3

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Si hubieran emitido la tercera temporada de Mira lo que has hecho en el prime time de Tele 5, pues a callar. Yo mismo me lo hubiera buscado, por mirar donde no debía. En según qué sitios, y a según qué horas, ya somos todos mayorcitos y sabemos lo que hay. Lo mismo si encendemos la tele que si salimos de alterne, o vamos a determinados campos de fútbol. La queja se vuelve improcedente, y retórica, y nadie con dos dedos de frente va a seguirnos el rollo plañidero.

    Lo que pasa es que el alter ego de Berto Romero hace comedia en Movistar +, que es una plataforma de pago, y supuestamente de qualité, alejada del gusto popular. Uno, en los viejos tiempos, se abonó a Canal + porque allí no había Médico de familia, ni Farmacia de guardia, ni cosas así. En el Plus daban Seinfeld, y Frasier, y películas raras que además subtitulaban con mucho acierto. Y el porno de los viernes, sí… Yo nací pobre y proletario, y luego, con los estudios, tampoco pude dar el salto a un estrato superior, pero lo del Plus sí podía pagarlo, y así auparme a esa otra jet set -la cultural- que exigía más con los contenidos y se veía liberada de los anuncios publicitarios.



    Pero eso era antes, en los albores de las plataformas, cuando Canal + se bajó del árbol para explorar la sabana. La primera temporada de Berto -porque esto es “la serie de Berto”- era comedia ocurrente, malhablada, con un toque gamberro. Y los marginales de toda la vida nos enganchamos, claro. Porque además somos muy de Berto, muy de su rollo radiotelevisivo, que se decía antes. Pero marginales-marginales ya debemos de ser muy pocos, incluso aquí, en la aldea gala que antes resistía. Que sigamos pagando una cuota mensual ya no nos protege de que las producciones de Movistar + tengan todas su abuelete, y su abuelita, y sus niños dando por el culo, y su criada andaluza que aquí ya estaban a punto de contratar. Y su toque lacrimógeno, por supuesto, para que la comedia pura, loca, a tumba abierta, no le quite prestigio a la cadena.

    Queda la duda de si esto es decisión propia de Berto Romero o si los ejecutivos que están por encima de él, temiendo perder abonados, han apostado por la fórmula “Tele 5” para enganchar a los que, paradójicamente, huíamos de ella. Un despropósito, en cualquier caso.



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Tony Manero

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Raúl Peralta se ha tomado demasiado en serio los mensajes de la publicidad. La retórica de los emprendedores, que anima a alcanzar tus sueños con sólo los cojones de la voluntad. Porque Raúl Peralta, imitador de Tony Manero en un local de mala muerte, ya va para cincuenta años, y baila como si bailara yo, en la fiebre del sábado noche ponferradina, y ni de lejos alcanza los brincos, los quiebros, la flexibilidad más de caucho que de hueso de John Travolta, que deslumbraba a las señoritas entre luces de colores.

    Raúl Peralta podría haberse quedado en eso, en un imitador de barrio, gracioso y conmovedor, pero él se tiene por mucho más, y decide presentarse a un concurso de la tele donde se imita a los famosos de tronío, y donde si ganas te llevas el aplauso del público, y el beso de una azafata muy guapa, y creo que también un jamón muy nutritivo, y digo creo porque en la película no se entienden muy bien algunos diálogos, quizá por culpa de los acentos, o quizá porque Tony Manero es una película inencontrable por el océano, y hay que apañarse con lo que buenamente se piratea.



    Estamos en Chile, en 1978, y la dictadura de Pinochet aprieta mucho en los barrios populares. Hay mucha miseria moral, pero también mucha miseria económica, mientras la Escuela de Chicago recompone las finanzas que el terror rojo distribuyó entre los desharrapados. En lo que voy leyéndoles, los gafapastas de la crítica profesional afirman que la miseria moral del régimen se ve reflejada, metafóricamente, en la miseria moral de Raúl Peralta, que es un psicópata que va dejando cadáveres literales en su afán de alcanzar la gloria televisiva. Pero a uno, estas metáforas siempre le dejan algo frío, como si las rebuscaran para quedar bien, y darle enjundia a sus escritos, porque psicópatas engañados por la publicidad los ha habido toda la vida, en las democracias y en las dictaduras, y uno sospecha que varios años después, con el regreso de la democracia a Chile, nuestro Tony Manero de pacotilla siguió haciendo de las suyas, embarcado en otro autoengaño, y ya con sesenta tacos en la mochila.



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