Waterworld

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Hay que reconocer que en 1995 aún estábamos un poco pez, con esto del cambio climático, y quizá por eso, en el arranque de Waterworld, nos impresionó mucho la infografía del planeta anegado por el agua líquida que antes era hielo. No exactamente como si los océanos se levantaran, sino como si los continentes se hundieran, mansamente, como esponjas en una bañera.

    Supongo que Al Gore, en su calidad de vicepresidente, ya trabajaba duramente en el asunto, y alzaba la voz en los foros donde los texanos con sombrero y los neoyorquinos con Armani negaban la catástrofe. Y donde la siguen negando más o menos igual, gracias a que ahora el presidente es de los suyos, y a que todos se dan la razón como tontos en internet. Pero el gran público, el que se levanta a currar, ve la tele, aguanta a los hijos y espera el sábado-sabadete como una fiesta, en 1995 aún no pensaba en la posibilidad de que las olas llegaran algún día hasta su pueblo, y sólo los que habían padecido el exilio de los pueblos sumergidos por el plan Badajoz, y por los otros planes del regadío, imaginaban como sería el mundo con las casas y las iglesias hundidas bajo el agua, abandonadas a las truchas, y a los lucios.



    El problema es que luego empezaba la película, veías a Kevin Costner con su catamarán surcando la mar océana -y supuestamente infinita- y en ningún momento olvidabas que eso lo habían rodado en las costas de Malibú, frente a la casa de Charlie Harper, o en un tanque de agua de la hostia, en los estudios de la Universal. Waterworld costó unas millonadas incalculables y en algunas escenas lucía un presupuesto como de película de Mariano Ozores, con Pajares y Esteso persiguiendo sirenas a lomos de una moto de agua en Benidorm.

    Aquí lo único interesante es la fabulación del ictiosapiens, una especie humana adaptada a la vida acuática con branquias tras las orejas, membranas en los pies y un pendiente de concha que nunca se cae a pesar de los hostiazos. Waterworld interesa más como mockumentary del National Geographic que como película para tomarse en serio. Porque quizá ahora mismo, en algún rincón de Wuhan, para adaptarse al nuevo entorno coronavírico, hay un chino que está desarrollando una membrana facial a modo de mascarilla, un algo cartilaginoso o mucoso que le sale del labio superior cuando enfila una calle concurrida, entra en la panadería del pueblo o va haciendo el tonto por ahí y aparece una patrulla de la Benemérita en lontananza. El mascarosapiens, a falta de un latinajo más acertado, o de que los anglosajones, como siempre, se apropien finalmente del término.



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Dioses y monstruos

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A veces -supongo que como todo el mundo- me pregunto cómo seré de mayor, de anciano que va perdiendo las facultades mentales y corporales. Y las del pito... Lo cierto es que hace años me lo preguntaba más a menudo, asustado por la certeza de tener que envejecer y morir. Pero ahora, paradójicamente, a medida que los plazos se acortan, pienso cada vez menos en la decadencia, quizá porque he comprendido que morir es una certeza, pero envejecer no tanto, y que es una pérdida de tiempo mirarse en el espejo e imaginarse de jubilado, en el pisito coqueto, o en el asilo de los aparcados, repitiéndose como una cebolleta, y meándose en los pantalones.



    Ahora, por culpa de los sueños, y de los escritos que pergeño, miro más hacia el pasado, hacia mis tiempos de niño, con el pantalón corto, y la cara sin gafas, pero nadie diferente en realidad, un mini-yo con la misma personalidad y las mismas tonterías. Un ejercicio nada revelador, más allá de la pura nostalgia. Hacia allí, hacia la niñez, gira últimamente mi veleta, pero a veces un golpe de viento, o una película como Dioses y monstruos, sopla mi deriva mental en sentido contrario, y en eso que los americanos llaman un flashforward me veo dentro de veinte años como James Whale en la película, recitando mi nombre ante el espejo, muy despacio, y en voz baja, Jimmy Whale, Jimmy Whale…, como quien recita un conjuro que devuelve el orgullo de una vida bien vivida, aprovechada a pesar de los reveses. Una vida que uno no dudaría en repetir si en el momento de la muerte nos dejaran volver a la casilla de salida, que era la prueba definitiva de la plenitud, y de la conformidad, decía el filósofo Nietzsche , o algo muy parecido.

    De momento, me miro al espejo dentro de veinte años y aún no soy capaz de rescatar el instante glorioso, el regocijo del logro, la mansedumbre del alma, la serenidad de lo correcto… El momento de gozo tan fugaz como brillante, como una supernova. Me faltan, con suerte, para llegar a ese momento crítico, cinco campeonatos del Mundo, que son las Olimpiadas en las que yo divido mi vida  griega, tan poco epicúrea, y tan mucho cínica. Habrá que ir moviendo el culo...



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Un mundo perfecto

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Hace dos meses, cuando todavía estábamos encerrados en casa y sólo podíamos salir a comprar el pan, y a ordeñar las vacas del señor, Clint Eastwood cumplía 90 años al otro lado del océano, y en las emisoras de radio se abrieron los micrófonos para que la gente votara por sus mejores películas.

    La cosa iba de opinar sobre Clint Eastwood como director, no como pistolero en Almería, o como poli fascista en San Francisco, pero todavía hay gañanes de palillo y copazo que llaman para decir que las mejores películas de Isvuz son “las de tiros”, con el poncho mexicano, o las de Harry, con el magnum de la hostia, y todavía no se han enterado de que Clint se puso tras las cámaras para regalarnos un puñado de clásicos en los que a veces -es increíble- ni siquiera hay armas de fuego, y sí saxofones, o guantes de boxeo, o cámaras de fotos del National Geographic.



    Luego, entre la gente más o menos informada, hubo gustos para todos los colores, y estuvo bien, fue un homenaje bonito y tal, pero yo eché de menos que nadie mencionara Un mundo perfecto entre sus películas favoritas. Todo el mundo se decantaba por Sin perdón, o por Mystic River, o, por supuesto -sobre todo las oyentes- por Los puentes de Madison, que tiene un polvo a la luz de las velas, y que siendo una película cojonuda, y de mucho llorar en la escena bajo la lluvia, nunca puedo evocarla sin acordarme de aquel monólogo de Agustín Jiménez comiéndose los cojines en el sofá: “¡Vamos, Clint, haz algo, dispara, o rompe un puente…!”

    Yo nunca llamo a la radio, por timidez, y por pereza, y porque creo que siempre dan paso a los mismos enchufados, pero si hubiera expuesto mi opinión a los cuatro puntos cardinales, habría dicho que Sin perdón es su obra maestra  y Un mundo perfecto su profeta, aunque la rodara un año después. En un mundo perfecto de verdad, Un mundo perfecto habría sido una película redonda, pero en este mundo falible en el que hasta Clint Eastwood mide mal algunos efectos, la película sólo llega al rango de emotiva y maravillosa.

    No sé… Será que la relación entre Kevin Costner y el chaval de Estocolmo funciona a la perfección, o será que siempre he sentido debilidad por los títulos irónicos, que contradicen lo que luego se cuenta en la película, como Brazil, que era la fantasía geográfica de un hombre desgraciado, o 10, la mujer perfecta, que al final era una mema de mucho cuidado,  o Un mundo perfecto, que en verdad es un asco de país, violento y carcelario, de sonrisas falsas y tarados de la religión. De niños tristes y adultos incomprendidos, aunque eso, por desgracia, se dé en todos los lados.


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Frenético

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Frenético no es, ni de coña, una película que merezca tantos visionados como yo le he dedicado. En el cine de León, en su momento, y luego en el Canal Plus, y hace años en una tentación, y hoy, descoyuntado por la canícula, en el Canal Hollywood de la sobremesa, como si ya estuvieran programando para mí en plan personal shopper, leyéndome la pupila, o la meninge, estos mamones del Movistar, y supieran que acabo de terminar un ciclo de Roman Polanski coronado por sus muy aburridas y nada edificantes memorias: un libraco donde cuenta lo mucho que rodó, lo mucho que folló y lo mucho que los mediocres maniataron su genio creador.



    A Frenético se le nota demasiado que es un vehículo actoral, y además por partida doble. Por un lado está Harrison Ford, que quería demostrar que podía ser un actor verdadero, con emociones cotidianas, de andar por casa, y no quedarse en una simple caricatura que pilotaba naves espaciales o perseguía reliquias con un látigo. Y por otro lado, claro, está la señora Polanski, Emmanuelle Seigner, que aquí hace su aparición estelar, su particular introducing en el panorama internacional, y chupa más cámara de la que le correspondería a su personaje, tan estimulante y decisivo como finalmente enredoso, y tontorrón.

    Frenético es una nadería bien hecha, un divertimento para usar y tirar, pero yo, más o menos cada diez años, vuelvo a caer en ella como una mosca sin memoria. Y es porque la película se parece mucho a unas pesadillas que yo tengo, y siempre que me la topo, me identifico, y me quedo pegado a la telaraña. Frenético, como muchas películas de Polanski, puede leerse como una historia real, con personajes que se la juegan de verdad, o puede leerse como la chifladura de alguien que tiene una pesadilla espantosa. Y yo, que podría escribir unos guiones cojonudos con mis sueños, a veces también camino por una ciudad extraña, de la que no conozco el idioma, y pierdo a la mujer que iba conmigo para ser reemplazada por otra que aparece a mi lado como surgida de la acera, o caída de la nube. En esa ciudad de mis pesadillas yo también voy frenético perdido, buscando algo, llegando tarde, sin hacerme entender por las autoridades ni por los viandantes, y al final despierto pegando un grito, o resudado hasta la raja del culo, descubriendo, finalmente, con un suspiro de alivio, que mi vida sigue siendo tan poco aventurera como siempre. Lejos de París, y de cualquier ciudad excitante...


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Baron Noir. Temporada 1

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La idea que subyace en cualquier serie que cuente los entresijos de la política, es que el votante medio es una persona medio idiota y manipulable. Un desinformado que si escucha el discurso correcto en el momento adecuado, saliendo por la boca de un candidato prediseñado, será capaz de votar en contra de sus propios intereses. Porque en verdad no se entera, o no quiere enterarse, o no lee la prensa, o si la lee no profundiza en lo que pone. Mochufa, que diría el otro... Y lo más triste es que esto no es una cosa de la ficción, de Baron Noir y otras por el estilo, sino realidad palpable y doliente cada vez que llega el momento de ir a votar. Los votantes, tomados así, en general, como masa amorfa, somos lemmings estúpidos que cada domingo electoral nos ponemos en fila delante del acantilado para suicidarnos.



    Philippe Rickwaert, en Baron Noir, es el demiurgo político que todo lo que toca lo convierte en corrupción, o en mentira, o en traición al compañero que ya no sigue la estrategia. Ante el dilema maquiavélico de elegir entre el fin y los medios, Rickwaert no pierde ni una décima de segundo en considerar tal majadería. En un aula de Filosofía o de Politología, él podría pasarse horas debatiendo sobre el asunto, si fuera menester, pero ahí fuera, en el barro de la política, peleando cada hueso con los otros perros del callejón, el fin lo es todo, y el medio no conoce moral.

    La dualidad que seguramente parte el alma de Rickwaert no es ésa, sino la contradicción de servir a la clase obrera sabiendo que la clase obrera es de natural poco instruida y visceral, y que en su mayoría no votan al Partido Socialista para construir un mundo mejor y más justo, sino para ver si ellos les sufragan la compra de un Audi, y la posesión de un chalet, como sus vecinos más ricos que votan a la derecha. Y que si la cosa viene torcida, y el socialismo se va por peteneras, no van a dudar ni un minuto en votar al Frente Nacional de los Le Pen, aunque está en las antípodas de la moral. El verdadero drama de Philippe Rickwaert es el de seguir siendo un socialista de verdad en un mundo lleno de socialistas de mentira. Y tener que dejarse las pestañas, y la honradez, para que no se vayan a comprar a la tienda de al lado productos peores, y hasta nocivos para la salud.



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Sinceramente Louis CK

Hace unos meses, en la radio, le escuché decir a Juan José Millás que las personas no envejecen gradualmente como si bajaran una rampa, sino que lo hacen descendiendo escalones, de tal modo que un día te las encuentras y están como siempre, o de puta madre, y al mes siguiente te las vuelves a encontrar y ya cargan con los años que estaban esperando que una desgracia, o que una enfermedad, les abriera la puerta del castillo.



    Yo mismo, no hace mucho, me miré un día ante el delator y me vi de golpe con los casi cincuenta años que me corresponden, arrugoso, canoso, desmejorado, cuando el día antes todavía lucía un rostro que aún se podía presentar en sociedad. Y más aún: ayer me reencontré con el cómico Louis C.K. después de dos años de ostracismo y es como si a él le hubiera caído encima una década completa. Supongo que es el castigo que los dioses le enviaron... Yo le tenía mucho cariño a este hombre. Me reía mucho con sus ocurrencias porque es el tipo de cachondo que siempre me seduce, jugando con los límites, con la provocación, con la ofensa a los ofendiditos… Una de sus vetas preferidas, de la que extraía chistes y anécdotas sin fin, era su virtuosismo con la masturbación, y mira tú por dónde, por la polla murió el pez, masturbándose donde no debía, y ante quien no se atrevía a denegárselo.

    Louis C. K. reconoció los hechos, desapareció tras la cortina y todos sus admiradores, sorprendidos y defraudados, asumimos que el tipo había cumplido su periplo profesional. ¿Borrar su serie del disco duro del ordenador? Eso nunca. Pero verla, a modo de homenaje, tampoco. Sin embargo, ayer descubrí en internet que había vuelto a los escenarios con un monólogo titulado “Sinceramente Louis CK” y me picó la curiosidad. Y por qué no decirlo: una cierta melancolía. Me noté incómodo durante los diez primeros minutos. Como si yo no debiera de estar ahí, en el sofá, riéndole la gracia al personaje. Pero luego me fui diluyendo en las sonrisas, y luego en las carcajadas, porque el tipo sigue en plena forma, y al llegar al minuto 50 de la actuación, cuando ya sólo quedaban diez para el final, Louis empezó, de verdad, a sincerarse... Pero a su modo, claro, con ironías, autoironías, cilicios entre disculpas. Había mujeres entre el público que se partían de risa con sus tonterías. ¿Justifica eso que los hombres ya podíamos liberarnos de la vergüenza de sonreír? No lo sé. Ha sido todo muy confuso. ¿Los amigos dejan de ser amigos cuando hacen cosas terribles?



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Vidas rebeldes

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Vidas rebeldes cuenta la historia de tres hombres que quieren tirarse a Marilyn Monroe. Como cualquier hombre heterosexual en 1960, supongo, americano o extranjero. El problema es que ninguno de estos tipos sabe lanzar la pelota como Joe DiMaggio, ni sabe escribir libros profundos como Arthur Miller, ni, por supuesto, dirige los destinos de la nación desde el Despacho Oval con una sonrisa Profidén. Gay, Guido y Perce -que ya tienen, de partida, unos nombres poco glamurosos para conquistar a este bellezón- son tres vaqueros que se ganan la vida como pueden, tres inadaptados sin afeitar en los desiertos de Nevada, que es el título original de la película, The Misfits, y no esta gilipollez que le pusieron en el mercado nacional. Tres excombatientes de la vida, y de la guerra, que cuando conocen a Marilyn Monroe -porque Norma Jean, en la película, hace de sí misma sin mucho disimulo- se ponen como tontos, como muy poéticos y excitados, y tratan de camelársela cada uno con sus virtudes y sus imposturas.



    El que parece llevarse el gato al agua es Gay, porque Guido es tan feo que luego hizo de feo oficial en El bueno, el feo y el malo, y Perce, el pobre, aunque es el más joven y guapo de los aspirantes, lleva tantas hostias en la cabeza, de otras tantas caídas en el rodeo, que a veces confunde a Marilyn Monroe con una vaca, o con un cactus del desierto, lo que ya es mucho confundir. Pero Gay, que se parece mucho a Clark Gable entrado en años, esconde cierta afición por cargarse a todo bicho viviente que se mueva por las cercanías, lo mismo simpáticos conejos que caballos salvajes, y Marilyn, que siente aversión por los machos armados con escopeta, comprenderá demasiado tarde para el amor, pero no demasiado tarde para salir corriendo, que Nevada sigue siendo el Far West sin civilizar, el confín todavía no hollado por los hombres sensibles y románticos.

    (Si todas las películas antiguas terminan siendo, con el paso del tiempo, una captura de fantasmas, The Misfits es quizá la sesión espiritista más famosa del celuloide. Una verdadera película maldita. Todos ellos, salvo Eli Wallach, se murieron poco después, o se fueron matando ya sin remedio, y casi conmueve el alma verlos ahí todavía, tan frágiles, pero todavía vivos).


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Huérfanos de Brooklyn

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Hay tres tipos de películas de detectives. En las primeras, por las argucias de la narración, el detective va acumulando certezas mientas el espectador permanece in albis, y la gracia consiste en ir pedaleando para no quedarse descolgado como un ciclista gordo, y llegar a la resolución del caso con un ¡oh! de admiración en el resuello.  En las segundas, y gracias a las trampas del guion, es el espectador el que camina sobre seguro y va desvelando los secretos mientras el detective -generalmente un panoli, o un cegarato, o un empalmado enamorado de la mujer fatal- va dando palos de ciego y se rasca la cabeza que lleva bajo el sombrero. Aquí la gracia consiste en ir riéndose un poco de él, muy ufanos en el sofá, como comadrejas astutas de toda la vida, hasta que el pavo por fin alcanza nuestra iluminación justo cuando ponen el The End.



    El tercer tipo de películas, que son las más chapuceras, o las más experimentales, o las dos cosas a la vez, son aquellas en las que el detective y el espectador van juntos de la mano en su ignorancia, y a veces salen obras maestras de la hostia y a veces tostones incomprensibles que te quitan las ganas de reincidir en el género durante meses. Huérfanos de Brooklyn -que es una traducción idiota del título original, “Huérfano de Brooklyn”, el apodo del protagonista- es una película de este tercer tipo, caótica, descabalada, como un puzle de 1000 piezas reconstruido por un niño de dos años que no sea un superdotado.

     Huérfanos de Brooklyn dura demasiado, se pierde en tontacas, se le notan mucho las referencias… Pero al principio sale Bruce Willis, y te alegras un montón con el reencuentro, y luego toda la película la lleva Edward Norton haciendo otra vez de tarado, como en El club de la lucha, y eso ya te predispone para bien, y luego sale Alec Baldwin, que impone, y Willem Dafoe, que ya resucitó tras lo de El faro, y hasta sale Omar, el de The Wire, el cara-rajada, tocando la trompeta como un ángel negro caído del cielo, en el club de jazz. Y si fueran otras, las jetas, la película sería para olvidar nada más terminar este escrito, pero así, con esta pandilla, con estos amigos de toda la vida, uno no acaba de atreverse a dar la tarde por perdida del todo.



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