Bajo el volcán

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Hacía una semana que no veía una película. Creo que he batido mi propio récord. Ni siquiera cuando estuve hospitalizado pasé tanto tiempo en ayunas, porque allí, pasado el susto, y a la espera de pruebas, me llevaron el portátil para seguir dándole a mi mayor vicio, que es la huida de la realidad a través de una pantalla. Tendría que remontarme a los tiempos del pueblo, de la familia política, de cuando yo no tenía ni portátil, sólo un teléfono móvil sin internet.



    No es una crisis de mi cinefilia. Porque una crisis de mi cinefilia sería como una crisis de mi sangre, o de mi respiración: la muerte segura. Las películas me son tan necesarias como el oxígeno, o como la glucosa, pero de momento sobrevivo porque tengo reservas para llenar dos jorobas, y las que hagan falta. Sucede, ahora, que estoy dedicado a otros escritos, en culo y alma, los que habrán de darme la fama y el dinero, y necesito tiempo para desarrollarlos, perfilarlos, darles un sentido y una estructura antes de que llegue septiembre y el tiempo libre se divida por dos, o por tres, según venga la jugada. Y en mi caso -como ya saben los cuatro gatos de este callejón- ver una película no es sólo verla: es escribirla después, y publicar lo escrito, y eso consume horas a porrillo, gratificantes en el asueto, pero fastidiosas en la urgencia.

    Pero el blog se quejaba, como un polluelo hambriento, y yo le oía piar a pesar de tener su pestaña cerrada. Así que me he apiadado de él, he tomado un respiro, y para darle de comer he elegido ver Bajo el volcán, que es de John Huston, y sale Albert Finney, y va de un tipo de mi edad que prefiere huir de la realidad deprimente no a través de una pantalla,  sino dándole todo el día a la botella, en Cuernavaca, a los pies del Popocatépetl. El título me llamaba, me seducía, porque yo también he vivido los últimos meses bajo un volcán, uno metafórico, pero que también escupe fuego y vapores tóxicos. Todos vivimos, en realidad, bajo un volcán, a la espera de la erupción que lo pondrá todo patas arriba. En esto no hay volcanes extintos. Sólo dormidos.



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Madre

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Como soy padre, no puedo concebir una desgracia mayor que la muerte de un hijo. No es sólo la pérdida, que deja un agujero más grande que la vida misma. Un cráter más grande que el planeta. La muerte de un hijo es la subversión del orden natural. La inversión de la flecha del tiempo. El sol saliendo por donde no debe. La nulidad de todo lo aprendido. La perplejidad desquiciada de los genes. La constatación última de que todo carece de sentido, y de que la vida sólo es un viaje tonto en un carrusel de colorines.



    Uno, por fortuna, se va librando de esta desgracia inimaginable, y si algo bueno tiene el transcurrir imparable del calendario, es que con el hijo vivo todo es natural y sujeto a conformidad. Tampoco he conocido tal desgracia en el círculo cercano, y todo lo que barrunto lo he leído en los libros, o lo conozco por las películas, como casi todo lo de mi vida. Iván, el hijo de Marta, es uno de esos hijos vicarios que permiten imaginar, aunque sea de lejos, la negrura, y el hundimiento. Iván es un niño que al final no se sabemos si se perdió, o si fue asesinado, o si se lo llevó una ola del Cantábrico, porque lo mismo en el cortometraje Madre que ahora en el largometraje Madre, Sorogoyen prefiere que nunca sepamos lo sucedido, para que al drama no le salga una rama policial que desvíe nuestra atención. Aunque a uno la verdad, le gustaría saber, por morbo, sí, pero también por comprender al personaje del padre, que es un tipo que acaba de llegar a la superficie después de ahogarse durante muchos años, y ya respira a bocanadas.

    Todo lo contrario que Marta, su ex mujer, que vaga por los restos de su vida como un fantasma, varada en la misma playa de la desgracia. Marta busca a su hijo muerto en el rostro de los hijos vivos, y cuando encuentra a Jean, que es un adolescente guapetón y jovial que guarda un lejanísimo parecido, se enreda la madeja… Si un hombre de cuarenta años persiguiera a una adolescente de quince hasta la puerta de su casa, la película duraría, como mucho, diez minutos: lo que tardaría la gendarmería en presentarse. Pero como es una mujer de cuarenta la enajenada que acosa a un chaval de quince, la película se estira dos horas infumables entre silencios, dolores internos y explosiones de locura. Ella busca al hijo, el chaval busca un polvo, y en esa incomprensión absoluta que el director quiere hacer pasar por “candor” y “sentimiento”, el espectador se impacienta, se aburre, y se rasca un poco la cabeza, bañada en el sudor de la siestorra.




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Vida oculta

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Ver Vida oculta es como estar con una supermodelo sin luces, o con un supermodelo sin estudios: fascinante, en lo visual, pero decepcionante, cuando abre la boca. Vida oculta eleva a tres horas de duración una historia que no da para más de hora y media, con todo lo que hay que ver por ahí, en el cine, y en la vida, y en el mundial de billar, que ya comenzó en otro canal.

    Franz Jägerstätter -que vivía en el paraíso terrenal de las montañas de Austria, con su esposa y sus tres hijas, en el mismo pueblo donde Heidi jugaba con Pedro y Julie Andrews cantaba al sol de la mañana- es reclutado por la Werhmacht para combatir en la II Guerra Mundial, él se niega, se declara objetor de conciencia, le dicen que bueno, que se aliste al menos para ayudar en los hospitales, o en las fábricas de armamento, él insiste en no prestar juramento al Führer y al final, claro, le cortan la cabeza en una prisión grimosa de Berlín, con la guillotina que uno pensaba de uso exclusivo de los franceses.



    Vida oculta es sota, caballo y rey: planteamiento, desafío, desenlace. Hora y media, lo dicho. Pero la película, claro, es de Terrence Malick, y aunque siempre prometemos que la próxima vez vendremos con el alma limpia, la paciencia reforzada y el culo pinchado con tranquilizantes, hay un momento en el que invariablemente, porque somos humanos y limitados, el alma se enturbia, la paciencia se desfonda, y el culo busca excusas para levantarse, pasear, aplazar la función hasta encontrar un rato más fecundo de la atención.

    La otra cosa muy cuestionable de Vida oculta es la santidad de su personaje. Mejor dicho, de su beatitud, que de momento es el grado de pureza que le ha concedido el Vaticano. Malick nos presenta a Franz Jägerstätter casi como un espíritu puro, como un Jesús en el Anschluss del III Reich. Un ejemplo a seguir. En fin… Mientras Malick le adora, su mujer le aplaude, y el público católico le pone velas a ver si cae una Quiniela, o una Primitiva, yo, en mi sofá, no termino de tragar al personaje. Cuando se es padre de tres niñas pequeñas, el primer deber biológico y hasta divino es sobrevivir. Franz sólo tiene que hacer un juramento en falso, contradicho por su corazón. Dios sabe de qué va la vaina, y comprenderá. Pero ni aún así. Su virtud se convierte en empecinamiento; su ejemplo, en calcificación. Su pequeñez, en un ego tan grande como las montañas.




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Blue Jasmine

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Los ricos también lloran… Así se titulaba un culebrón mexicano al que yo me asomaba de chamaco porque Verónica Castro era una mujer de muy buen ver, y además hablaba gracioso.

La expresión hizo fortuna, “los ricos también lloran”, y se repetía mucho en las tertulias cuando un millonario arrogante caía en desgracia. Que los ricos también lloraban ya era vox populi mucho antes de la serie, claro, pero que lo hicieran por amor o por celos era una novedad en la antropología que los estudiaba. En la vida real, los ricos lloraban -y a veces a moco tendido- cuando perdían sus yates y sus jets, y tenían que regresar a la vida pedestre de los pobres: a coger el metro, a hacer colas, a conformarse con el menú del día en los restaurantes. Luego, en las películas de Hollywood, siempre lograban rehacer su fortuna porque eran americanos de raza y emprendedores de la hostia, y con el único dólar que conservaron volvían a levantar un imperio que a veces era más grande que el anterior, y se vengaban con creces de sus rivales comerciales. Pero los ricos nunca lloraban por perder un amor, o por recibir un no por respuesta, porque en la siguiente escena ya estaban con un tío más bueno, o con una mujer más guapa, magnéticos, además de cojonudos.



    Blue Jasmine es una película americana que cuenta la vida de una millonaria degradada a soldado raso de la vida. Una versión muy libre de la caída en picado de Ruth Madoff, la esposísima de Bernie, que construyó una pirámide de dólares con los cimientos en las nubes. Jasmine llora con estilo, sin hipidos, y siempre agarrada a una botella de bourbon del caro. Hasta en la caída, se nota que es una mujer a la vanguardia de la moda. Quien tuvo, retuvo. Jasmine llora por un ojo lo de ser pobre y por el otro lo de haberse quedado sin marido, que era un cabronazo, y un mujeriego, pero era un tío guapísimo, y le regalaba collarazos por Navidad.

    En otra película, Jasmine tendría una esperanza para salir del pozo y retomar su vida de antes. Pero Blue Jasmine es una película de Woody Allen, y en las películas de Woody Allen rara vez los personajes remontan el vuelo, y regresan indemnes de la aventura. Es una de las cosas que más me gustan de su filmografía. Están los chistes, sí, y las ocurrencias, y las radiografías exactas de los personajes. Pero sobre todo está esa amargura, esa certeza ceniza, pero científicamente demostrada, de que la vida nunca va a mejor, y que hay que agradecer a los dioses que nos deslicemos poco a poco hacia la desgracia, suavemente, y no dando trompazos, como Jasmine, o cayendo a plomo, desde las alturas.



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El presidente

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Aquí, en la Pedanía, a la gente le gusta tener el fútbol de fondo mientras compadrea en el bar. Pero en realidad no les interesa. Creo que a la mayoría ni siquiera les gusta. He estado alguna vez allí, en el bar, viendo al equipo de la tierra, y al final, yo, que soy el parroquiano nacido en el extranjero, que sólo me acerco por curiosidad y por hacer un poco de vida social, termino siendo el único que atiende al partido, mientras ellos, casi todos, con sus camisetas y sus bufandas, tontean con el teléfono móvil, o cuentan batallitas de la cerveza, o le tiran los trastos a la camarera, de espaldas a lo que sucede en el televisor. Si marcan los suyos, celebran como locos y vuelven a sus distracciones; si marcan los otros, mascullan un “mecagüen su puta madre…” mientras siguen atendiendo a una jodienda en el WhatsApp.




    Pero esto es aquí y en la Cochinchina. Un mal endémico, y una contradicción de narices, que a los futboleros, por lo general, no les guste su deporte. Les interesa el resultado: el Pedáneo C.F., el Madrid y el Barça. Y punto. Nunca ven otras ligas europeas de renombre, y se desinteresan de la Champions cuando ya no hay equipos españoles. Definitivamente, no les va. Y yo, después de veinte años de exilio en la Pedanía, sigo sin encontrar a nadie con quien tomar una caña y comentarle, con la esperanza de que me siga, cosas como: “He estado viendo una serie de Amazon sobre la corrupción en el fútbol, el FIFA Gate y tal, una serie chilena, muy curiosa, con un punto satírico muy ingenioso, aunque sus responsables quieran jugar con el montaje como Quentin Tarantino y acabas más perdido que un dirigente honrado en esa cueva de Sergio Jadue y los 40 ladrones, que eran, de largo, muchos más…”.

    No sé cosas así, del perímetro del fútbol, políticas, sociológicas, marujiles incluso, que desemboquen en una conversación sobre los males del mundo y los defectos del ser humano enfrentado al dinero fácil, y a la seducción de un par de tetas. Un intercambio de pareceres que después, a la cuarta o quinta cerveza, nos haga recordar lo maravillo que es este deporte y lo que hay que aguantar de la gente que lo odia, y de la gente que lo rige. Pero aquí, para empezar, casi nadie sabe lo que es Amazon…




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Celebrity

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Cuenta la leyenda urbana que Charlize Theron apareció en nuestras cinefilias -porque antes ya había salido en un anuncio de Martini, mojándose los labios – interpretando a una modelo de pasarela en Celebrity, la película de Woody Allen. Pero no es cierto: hoy he comprobado -qué vida más triste, la mía- que su papel en Pactar con el diablo es anterior, haciendo de mujer ninguneada por el imbécil de su marido, el abogado que prefería la otra erótica del prestigio profesional. Pero claro: en la película del diablo, Charlize, aunque era una mujer bellísima, no era polimórficamente perversa, como en Celebrity, que le rozas un codo o un dedo del pie y ya tiene un principio de orgasmo, ni iba por ahí lamiendo las orejas de sus parejas mientras les advierte que va un poco resfriada, y que si no tienen miedo de proseguir con el escarceo… “De ti me contagiaría hasta de cáncer terminal”, le responde el personaje de Kenneth Branagh al borde del desfallecimiento presexual, justo un segundo antes de estrellar su Aston Martin contra el escaparate.



    La presencia de Charlize Theron en Celebrity apenas abarca diez minutos de metraje, pero es como la supernova cuyo brillo anula todo lo demás. Más que bellísima, es pluscuamperfecta, y además clava su papel de mujer nacida para desear y ser deseada. E incluso yo, que no soy muy dado a erecciones cuando hay ropa de por medio, me veo sorprendido por la agitación de mi alter ego, que desafiando el marasmo de la siesta se alza para curiosear cuando Charlize le cuenta a Kenneth Branagh su extraña sexualidad, o cuando baila pegado a él en la discoteca de moda.

    Y es injusto, que Charlize protagonice el recuerdo, y monopolice los escritos, porque luego te pones a ver el resto de Celebrity,  ya recompuesto y más digno, y resulta que es una película que no ha perdido nada con el tiempo, ocurrente y ácida. Inmisericorde con la tontería de las celebridades ,pero también con la tontería de los que no somos famosos, por creer que manejamos el rumbo de nuestras propias vidas.

Branagh: No sé por qué, pero estás tan radiante...
Judy: Gracias. Es la suerte...
Branagh: En serio
Judy: Da igual todo lo que digan los psiquiatras, o los expertos, o los manuales... En el amor lo que cuenta es la suerte.



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Dunkerque

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La casa de Philippe Rickwaert, en la serie Baron Noir, está situada frente a la playa de Dunkerque. Allí, con el café entre las manos, plantado ante el ventanal con vistas al mar, Rickwaert urde los pactos, los chanchullos, los golpes de efecto que luego dará en París por el bien del socialismo francés. Dunkerque es una ciudad portuaria e industrial, de las que ya casi no quedan en Occidente, y quizá los guionistas han pensado que sería un buen lugar para explicar los orígenes de Rickwaert, socialista de gesto temible, forjado en las fábricas, bragado en los sindicatos, muy alejado de los neopijos que defienden el socialismo esgrimiendo una rosa y no un kalashnikov que dispare marrullerías para asaltar de nuevo la Bastilla.




    Pero ahora, después de ver Dunkerque, la película de Christopher Nolan, he comprendido que quizá los guionistas de Baron Noir disparan más alto, con más simbolismo, y que del mismo modo que Dunkerque no fue una batalla verdadera, sino la huida por mar de una ratonera, Rickwaert tampoco está librando una guerra , sino que, simplemente, se limita a sobrevivir en las playas, con lo que queda de los votantes socialistas, unos cuantos miles de fieles como soldados franceses y británicos en 1940. Un ejército de románticos que todavía sostienen el sueño de una sociedad más justa, y más libre, pero que están siendo diezmados por el Frente Nacional, que estrecha el cerco, bombardea sin piedad, y amenaza con asestar un golpe definitivo para que termine la guerra democrática y se instaure un Reich a la francesa que dure mil años por lo menos.

   Es muy seductora, esta metáfora de Dunkerque como playa donde resistir los embates del enemigo, o de la vida, antes de que vengan los barcos a rescatarte. Supongo que en estos  momentos de mi vida soy algo así, un soldado en Dunkerque, uno que ya no puede volver atrás porque por allí sólo queda furia y malentendido, y que enfrente, de momento, se topa con un mar de aguas revueltas que algún día tocará navegar, para escapar de la molicie.


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Waterworld

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Hay que reconocer que en 1995 aún estábamos un poco pez, con esto del cambio climático, y quizá por eso, en el arranque de Waterworld, nos impresionó mucho la infografía del planeta anegado por el agua líquida que antes era hielo. No exactamente como si los océanos se levantaran, sino como si los continentes se hundieran, mansamente, como esponjas en una bañera.

    Supongo que Al Gore, en su calidad de vicepresidente, ya trabajaba duramente en el asunto, y alzaba la voz en los foros donde los texanos con sombrero y los neoyorquinos con Armani negaban la catástrofe. Y donde la siguen negando más o menos igual, gracias a que ahora el presidente es de los suyos, y a que todos se dan la razón como tontos en internet. Pero el gran público, el que se levanta a currar, ve la tele, aguanta a los hijos y espera el sábado-sabadete como una fiesta, en 1995 aún no pensaba en la posibilidad de que las olas llegaran algún día hasta su pueblo, y sólo los que habían padecido el exilio de los pueblos sumergidos por el plan Badajoz, y por los otros planes del regadío, imaginaban como sería el mundo con las casas y las iglesias hundidas bajo el agua, abandonadas a las truchas, y a los lucios.



    El problema es que luego empezaba la película, veías a Kevin Costner con su catamarán surcando la mar océana -y supuestamente infinita- y en ningún momento olvidabas que eso lo habían rodado en las costas de Malibú, frente a la casa de Charlie Harper, o en un tanque de agua de la hostia, en los estudios de la Universal. Waterworld costó unas millonadas incalculables y en algunas escenas lucía un presupuesto como de película de Mariano Ozores, con Pajares y Esteso persiguiendo sirenas a lomos de una moto de agua en Benidorm.

    Aquí lo único interesante es la fabulación del ictiosapiens, una especie humana adaptada a la vida acuática con branquias tras las orejas, membranas en los pies y un pendiente de concha que nunca se cae a pesar de los hostiazos. Waterworld interesa más como mockumentary del National Geographic que como película para tomarse en serio. Porque quizá ahora mismo, en algún rincón de Wuhan, para adaptarse al nuevo entorno coronavírico, hay un chino que está desarrollando una membrana facial a modo de mascarilla, un algo cartilaginoso o mucoso que le sale del labio superior cuando enfila una calle concurrida, entra en la panadería del pueblo o va haciendo el tonto por ahí y aparece una patrulla de la Benemérita en lontananza. El mascarosapiens, a falta de un latinajo más acertado, o de que los anglosajones, como siempre, se apropien finalmente del término.



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