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Madre

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Como soy padre, no puedo concebir una desgracia mayor que la muerte de un hijo. No es sólo la pérdida, que deja un agujero más grande que la vida misma. Un cráter más grande que el planeta. La muerte de un hijo es la subversión del orden natural. La inversión de la flecha del tiempo. El sol saliendo por donde no debe. La nulidad de todo lo aprendido. La perplejidad desquiciada de los genes. La constatación última de que todo carece de sentido, y de que la vida sólo es un viaje tonto en un carrusel de colorines.



    Uno, por fortuna, se va librando de esta desgracia inimaginable, y si algo bueno tiene el transcurrir imparable del calendario, es que con el hijo vivo todo es natural y sujeto a conformidad. Tampoco he conocido tal desgracia en el círculo cercano, y todo lo que barrunto lo he leído en los libros, o lo conozco por las películas, como casi todo lo de mi vida. Iván, el hijo de Marta, es uno de esos hijos vicarios que permiten imaginar, aunque sea de lejos, la negrura, y el hundimiento. Iván es un niño que al final no se sabemos si se perdió, o si fue asesinado, o si se lo llevó una ola del Cantábrico, porque lo mismo en el cortometraje Madre que ahora en el largometraje Madre, Sorogoyen prefiere que nunca sepamos lo sucedido, para que al drama no le salga una rama policial que desvíe nuestra atención. Aunque a uno la verdad, le gustaría saber, por morbo, sí, pero también por comprender al personaje del padre, que es un tipo que acaba de llegar a la superficie después de ahogarse durante muchos años, y ya respira a bocanadas.

    Todo lo contrario que Marta, su ex mujer, que vaga por los restos de su vida como un fantasma, varada en la misma playa de la desgracia. Marta busca a su hijo muerto en el rostro de los hijos vivos, y cuando encuentra a Jean, que es un adolescente guapetón y jovial que guarda un lejanísimo parecido, se enreda la madeja… Si un hombre de cuarenta años persiguiera a una adolescente de quince hasta la puerta de su casa, la película duraría, como mucho, diez minutos: lo que tardaría la gendarmería en presentarse. Pero como es una mujer de cuarenta la enajenada que acosa a un chaval de quince, la película se estira dos horas infumables entre silencios, dolores internos y explosiones de locura. Ella busca al hijo, el chaval busca un polvo, y en esa incomprensión absoluta que el director quiere hacer pasar por “candor” y “sentimiento”, el espectador se impacienta, se aburre, y se rasca un poco la cabeza, bañada en el sudor de la siestorra.




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