Esta casa es una ruina

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El mensaje de la película es que todo se puede arreglar “si tiene buenos cimientos”. Lo mismo las casas que los amores, por muy derruidos que nos parezcan. La teoría parece correcta, pero habría que definir con precisión qué es eso de “los buenos cimientos”. Porque yo he visto chozas de cuatro palos -habitacionales y románticas- que resistieron el paso de los vendavales y mansiones excavadas en la roca que se desplomaron con el primer soplido del lobo feroz. O sea: que zarandajas. Mensajes happy flowers en la américa reaganiana del optimismo.

En el fondo, por debajo de cualquier otro argumento, la ultrametáfora de que USA es una nación sólida que solo necesita reformas puntuales.

La película no está mal. Te ríes con cuatro chorradas y ya está. Te ríes, sobre todo, cuando Tom Hanks se ríe de ese modo tan particular. Pero de estas nimiedades a lo del “clásico del humor americano” media un abismo de tres pares cojones. La culpa es de ellos, de los nostálgicos de los años ochenta, que no dejan de dar la brasa. ¿No se puede ser nostálgico y crítico a la vez? Pero ellos nada: si la película pertenece a su infancia o a su adolescencia, obra maestra; y si es anterior o posterior, entonces ya sacan los cuchillos de la lógica. Son insoportables en realidad.

Por lo demás, “Esta casa es una ruina” nos recuerda que gran parte de nuestra felicidad personal no está en el amor ni en la filosofía, sino en la comodidad que prestan nuestros hogares. Qué sería de nosotros si de pronto saliera barro por los grifos o ya no hubiera agua caliente para asearnos. Cómo nos las íbamos a apañar sin la luz eléctrica que da vida a las bombillas, a la tele, a la máquina de afeitar. Al microondas de desayunar y al router de comunicarse. Se nos iba a ir cualquier felicidad por el sumidero si las paredes se desconcharan, los techos se desplomaran y las goteras nos inundaran. La mala hostia iba a ser guapa; y la discusión con la parienta, permanente. Estrés and no sex. 

Por mucho que digan, vivir en un poblado chabolista de Nigeria ayuda poco al bienestar emocional. 




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¿Qué pasa con Bob?

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Mayra Gómez Kemp: ¡Qué suerte ha tenido nuestra pareja de cinéfilos! Por veinticinco pesetas: títulos de películas de Bill Murray que permanezcan en el recuerdo. Como por ejemplo, “Los cazafantasmas”. Un, dos, tres, responda otra vez...

Maromo: Los cazafantasmas.

Maroma: El pelotón chiflado.

Maromo (tras mirar a su pareja alarmado y luego aliviado): Atrapado en el tiempo.

Maroma: Lost in translation.

Maromo: Broken flowers.

Maroma: Life aquatic.

Maromo: El día de la marmota...


(sonido horrísono de campanas y bocinas)


La más alta de las hermanas Hurtado:

No entiendo ni torta:

“Atrapado en el tiempo”

es igual que la marmota.


(Risas entre el público, jaleadas por el regidor)


Mayra (de pronto poseída por el espíritu maligno de los ripios):

No lo entiende ni Dios:

que siendo tan buena 

de risas a go-gó

con un loco inteligente

y un psiquiatra so cabrón,

ya no quede apenas nadie

ni siquiera culturón

que recuerde las andanzas

del zopenco de don Bob


(más risas forzadas entre el público)


Mayra (ya recompuesta de su trance): ¡Ay, qué pena! Mira que había películas de Bill Murray para recordar y habéis dicho dos veces la misma... (Y de pronto, poseída esta vez por un demonio iracundo): ¿Se puede saber qué hostias os pasa a todos con “¿Qué pasa con Bob?”? ¿No les parece suficientemente buena a los señoritos? No lo entiendo...


(Pausa repentina para la publicidad)


Mayra (ya de regreso, como si tal cosa): Dinos, Maika: ¿cómo ha ido el recuento de respuestas?

Maika, la azafata buenorra: Pues han sido 6 respuestas acertadas, a 25 pesetas cada una... (teclea en su calculadora Casio) ¡150 pesetas!

Mayra: ¡Un aplauso para nuestros concursantes de Teruel, tonto ella y tonto él!




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Los ensayos

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En aquel manojo de sueños que cantaba Serrat en “Seria fantàstic” faltaba uno cojonudo: poder ensayar los momentos decisivos antes de acometerlos. Gozar de la oportunidad de interactuar con actores, y en escenarios calcados a la realidad, antes de pronunciar un “te quiero”, de confesar un pecado, de enfrentarse a un tribunal, de solicitar un puesto de trabajo... De elegir entre la playa y la montaña. Antes, también, de embarcarse en la loca aventura de la paternidad o la maternidad.

La empresa ficticia de Nathan Fielder recoge ese sueño que Serrat no cantó y proporciona tales servicios en “Los ensayos”. Y a coste cero, además, porque Nathan no es un coach sacacuartos a la moderna usanza, sino un millonario filántropo que busca respuestas filosóficas. Tú contactas con él para ensayar un paso decisivo y Nathan, con sus recursos ilimitados, te monta una realidad paralela en la que puedes practicar hasta dar con las palabras exactas y los sentimientos adecuados. Todo está calculado al milímetro, previsto en unos diagramas complejísimos de toma de decisiones. La sinopsis de la serie ya es una puta locura, pero ningún espectador está advertido de la putísima locura que le espera en realidad... Cuando pensábamos que ya lo habíamos visto todo, vino Nathan Fielder a introducir un “casi” en nuestro empacho de espectadores.

El demiurgo también necesita ensayar su puesta en escena. Medir riesgos y daños colaterales. Nathan ensaya nuestros ensayos con otro grupo de actores, en otra pre-realidad que antecede y determina nuestro destino. Y ya puestos: ¿por qué no ensayar también el preensayo...? La locura es absoluta. La serie es genial. No encaja en ningún género conocido. ¿Una comedia existencial sobre el control de nuestras acciones? ¿Estamos condenados a repetirnos o podemos instruir al homúnculo de nuestra cocorota? Da igual: nunca sabremos si Nathan Fielder nos toma por tontos o nos considera tan inteligentes que nos ha hecho dignos de sus locuras. Creo que “Los ensayos” fue rodada justo antes de que le metieran en un frenopático. A ver si nos lo sueltan pronto. Hay un "to be continued" en lontananza.




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Un día en Nueva York con Woody Allen

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“Rebajas de enero” –aquella canción de Joaquín Sabina que hablaba de los amores resignados y confortables-, terminaba con estos versos: “Emociones fuertes / buscadlas en otra canción”. Y así termina, también, esta entrevista de David Trueba a Woody Allen. Porque al final de los títulos de crédito, justo después de declarar que ningún animal fue lastimado durante la grabación, ponen que si queréis morbo sexual y judicial leeros la autobiografía que el propio Allen publicó en Alianza. Y si queréis morbo duro, testimonios hardcore, pasaros por los foros de las podemitas cuando piden para el señor Konigsberg los mismos castigos que padeció Nuestro Señor Jesucristo en estas fechas tan señaladas.

David Trueba ha venido a Manhattan para hablar de cine y nada más. Y de cine en plan directores de cine, germanía de rodajes, nada de preguntas de aficionado: cómo desarrollas los guiones, cómo te llevas con el montador, qué consejos recibes del director de fotografía... ¿Algún actor te ha tocado mucho los cojones? Cosas así. Son cuestiones interesantes, pero no es quizá lo que esperábamos. Y que conste que yo no venía por el morbo -porque tengo bastante claro el “asuntillo” - pero sí, al menos, escuchar algún chiste coñón o alguna perla de sabiduría.

Sólo cuando David y Woody rememoran las viejas películas y sale a la palestra el nombre de Mia Farrow uno se tensa un poco en el sofá. Pero nada: Allen la menciona como quien recuerda a una vieja vecina del quinto derecha. "Una gran actriz y tal..." Su autodominio es absoluto. Su pasotismo también. Yo echaría espumarajos por la boca.

Al final de la entrevista yo me pregunto si Woody Allen sabe que quien le está entrevistando es un director de prestigio en España y no el interviewer random de una revista especializada. David Trueba... su aspecto físico es muy curioso: al principio, ya que estamos en Nueva York, dirías que se da un aire a Andy Warhol, con esas gafas y ese pelazo de canoso interesante, pero luego, a medida que avanza la entrevista, puedes observar que de tanto admirar el cine de Woody Allen comienza a sufrir una metamorfosis al más puro estilo de Leonard Zelig.




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A Roma con amor

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La ciudad de Roma no sale mucho en la película. Si esto es “A Roma con amor”, a saber cómo habría sido “A Roma con indiferencia”... Barcelona, por cierto, tampoco salía mucho en “Vicky Cristína Ídem”. La Sagrada Familia y a correr. El resto eran tres bellezones tirándole los tejos a Javier Bardem: Vicky, Cristina y Penélope. El sueño erótico de una spanish noche de verano.

París, sin embargo, sí salía mucho en “Midnight in París”. Es más: tenía un prólogo musical dedicado exclusivamente a su belleza. El otoño de París es imbatible, que diría nuestro presidente. Se nota que Woody Allen encontró allí su refugio tras escapar de la caza de brujas. (Por cierto: ¿qué pinta Greta Gerwig en esta película? En el año 2012 Allen ya había sido juzgado y absuelto por los mismos delitos a los que luego doña Barbie sí otorgo credibilidad. Dijo, muy llorosa, que se arrepentía de haber trabajado con él. Hay que tener mucha jeta... Doña Trampolines... Menos mal que su cara dura no sale mucho en la película).

Roma, por alguna razón que desconozco, siempre sale en plano cerrado y poco generoso. Se ve alguna plazuela, alguna calle del Trastevere, la Plaza de España un poco en escorzo... Poca cosa para todas las maravillas que allí se encierran. Un pequeño chasco. Menos mal que para hacer turismo romano siempre nos quedará Jep Gambardella paseando por  “La Gran Belleza”. 

No parece que Woody Allen se enamorara de Roma precisamente. Pero a saber: quizá le denegaron permisos o las podemitas del Lacio le boicoteron el rodaje. Podría buscarlo en internet pero me puede la pereza. La película está bien ma non troppo. Si dividimos las películas de Allen en cinco categorías -obras maestras, cojonudas, revisitables, intrascendentes y truñescas- “A Roma con amor” tiene un pie en el “revisitable” y otro en el “intrascendente”. Menos mal que está la ocurrencia de la ducha. Y que sale Roberto Benigni haciendo el payaso (en el buen sentido). Y Penélope, muy escotada, y resalada. 





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La última noche de Boris Grushenko

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Uno de los apodos que sopesé cuando entré en los mundos virtuales fue Boris Grushenko. Pero ya estaba cogido. Incluso Borisgrushenko72, que hubiera sido lo propio dada mi fecha de nacimiento. La gente estuvo muy avispada en los comienzos de internet y se llevó todo lo que merecía la pena del expositor. Arramblaron con los mitos del cine y con los iconos del pop, y a los demás nos dejaron el recurso de inventarnos paridas muy personales y muy poco llamativas. A partir de ahí nos tomaron mucha ventaja para llamar la atención y dominar el mundo y aún no hemos sido capaces de recuperarla. 

Con Boris Grushenko me une la cobardía infinita y la gafapasta secular. Yo mido veinte centímetros más que él y vivo justo en la otra punta de Europa, pero son detalles bobos y secundarios. Boris y yo somos dos partículas cuánticas entrelazadas. Muy hermanadas. Enfangados en una batalla sangrienta, los dos nos esconderíamos detrás de un árbol a ver si pasa la marea. Si a Boris le importaba un rábano que Napoleón invadiera su patria rusa -es más, lo prefería, porque con Napoleón venía la cultura y el refinamiento- a mí también me importa un pimiento que nos invadan, qué sé yo, los mismos franceses, o los suecos. Ojalá viniera el ejército sueco a poner un poco de orden y a relanzar la Agencia Tributaria... Yo sería el primero en aplaudir a las soldados suecas desfilando por la Gran Vía.

Boris Grushenko es medio bobo, medio listo, muy torpe cuando comparece en sociedad. Un tipo más bien feo y desaliñado. En todo eso me veo muy reflejado. A los dos nos pueden los nervios y las ganas de gustar. Y claro: nos bloqueamos. Nos acomplejamos ante los hombres y nos derretimos ante las mujeres. Nos traiciona el intestino.  Si yo hubiera tenido una prima como la de Boris también hubiera metido la pata hasta el corvejón, saltándome los avisos de la genética y los preceptos de la moral.


Frasacas:

 Boris: “El sexo sin amor es una experiencia vacía. Pero como experiencia vacía es una de las mejores.

Sonja: ¡Claro que hay un Dios! ¡Estamos hechos a su imagen!

Boris: ¿Crees que yo estoy hecho a imagen de Dios? ¿Crees que Él lleva gafas?





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Golpe de suerte

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En verdad ha sido un golpe de suerte que Woody Allen ya no ruede sus películas en Estados Unidos. A los admiradores nos ha venido de puta madre que por un lado los puritanos del Mayflower ya no quieran financiárselas y por otro él se encuentre tan a gusto en el Viejo Continente. Aquí, entre la gente civilizada, además de encontrar productores para sus ideas y un apartamento de la hostia en el centro de París, Woody Allen ha encontrado una sociedad que salvo las cuatro podemitas que quieren cortarle la polla y colgarla luego de la torre Eiffel no acaba de tomarse muy en serio lo de su causa judicial.

Digo esto del golpe de suerte porque nuestro hermano Konigsberg -y que quede entre nosotros, por favor- ya ha entrado un poco en la chochera, y repite mucho sus argumentos de antaño, casi diálogos exactos, y ya sólo faltaba que sus últimas películas transcurrieran en Manhattan para que el déjà vu fuera preocupante y nos hiciera rajar un poco de él en las tertulias. Y eso sería lo último, y además muy desagradable.  

“Golpe de suerte”, por ejemplo, es una mezcla al fifty/fifty entre “Match Point” y “Delitos y faltas”, pero como está rodada en París -¡y cómo retrata Woody Allen los otoños de París!- nos entretenemos mucho con los paisajes urbanos y con los interiores de las casas donde viven los burgueses. Yo, por ejemplo, que estuve el verano pasado por allí -un poco como Paco Martínez Soria pateando los Campos Elíseos- he detenido de vez en cuando la película para buscar las localizaciones en el Google Maps, lo que por una parte me alejaba de la trama pero por otra me hacía sentir un parisino más, uno honoris causa, y me hacía regresar a la película implicado del todo, con fuerzas renovadas, como un figurante más de los que rondaban por las escenas.

También es verdad que cuando la actriz principal es guapa de romperse -guapa chic, muy francesa, perfecta para anuncios de colonias- uno también se muestra más paciente y más comprensivo con las lagunas argumentales, y con las pesadeces ya un poco cebolléticas del abuelo. 




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American Fiction

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Ahora que llega el buen tiempo y que la gente pasea sus libros por parques y terrazas, vuelvo a constatar que nueve de cada diez lectores no son tales, sino lectoras. Los hombres ya no leen, o solo leen en la intimidad, como cuando Aznar leía en catalán para hacerse político de provecho. 

Los hombres han aprendido que leyendo no se conquista a ninguna mujer y han optado por otros anzuelos más eficaces. Lo de buscar pareja con un libro abierto es una táctica ya casi decimonónica, de cuando un hombre capaz de entender dos párrafos seguidos demostraba un mínimo de inteligencia y podía aspirar a un buen puesto en la administración. Pero ahora que los analfabetos han tomado el poder la cultura está muy mal vista, y los gafosos hemos caído al penúltimo puesto en la cadena alimentaria. 

(Y además era mentira: si repasamos el mito cinematográfico del hombre lector que atraía las miradas mujeriles, descubrimos que solo triunfaban los que ya eran guapos de natura, y que el libro solo era la guinda de un pastel muy apetitoso de por sí). 

Quiero decir que a los juntaletras aspiracionales y a los autopublicados miserables no nos queda otro remedio que escribir novelas que gusten a las mujeres si queremos que las editoriales nos hagan caso y nos saquen de excursión, como los hermanos escolapios, a firmar libros por ahí, y a pasar noches de hotel fuera de nuestra aldea. El sueño de seductor de plantarte en Málaga o en Logroño y conocer a una admiradora que se pirra por tus huesos literarios. ¿Pero qué les gusta a las mujeres, ay? Son tan distintas, y tan contradictorias... ¿Por dónde empezar esta farsa, esta venta del alma en oferta a un editor?

Y no: no se me ha ido la olla. “American Fiction” va de un escritor que desearía tener éxito con lo suyo, con sus pedradas académicas, lejos del mainstream de la “literatura negra”, pero que ante la falta de monetario se traiciona a sí mismo y escribe una castaña pilonga para consumo de las masas. Motherfucker y tal... El fracaso le condenaba al anonimato pero le dejaba dormir en paz. Ahora el éxito le llena la cuenta bancaria pero le condena al insomnio. Es lo malo de nacer con escrúpulos.





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