Black Mirror: Añicos


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La culpa no es del Cha cha chá, como cantaban los Gabinete Caligari, sino de nosotros mismos, que vamos bolingas perdidos, allá en la arena del night club, y nos ponemos a bailar... La culpa de nuestro despiste, de nuestro ir por el mundo con la mirada pendiente de un teléfono, no es del propio teléfono, ni de la app que le insufla vida, sino de nosotros, los usuarios no idiotizados, sino idiotas de por sí, tarados de fábrica, que no estamos a otras cosas: al canto de las pájaros, al trajín de la ciudad, a la escucha sosegada de una música en los auriculares. El problema es que no somos felices, que no soportamos los pensamientos. Que tres minutos de desconexión digital son como tres minutos en un infierno de cacofonía mental, y por eso sacamos el aparato compulsivamente: a chatear, a ligotear, a conocer la última información sobre nuestro estatus. Es nuestro aburrimiento, nuestro desasosiego, nuestro puto ego, el que hace que crucemos la calle sin mirar, que nos choquemos con los viandantes, que esquivemos por los pelos la farola o la papelera. 

    La mala televisión existe porque hay gente que la ve, y las redes sociales existen porque hay gente que las necesita. Antes nos bastaba con los amigos del bar, o con los primos en la boda, y si queríamos destacar por nuestra vena poética, o por nuestra inspiración fotográfica, nos presentábamos a los concursos a ver si sonaba la flauta, y nos editaban la literatura, o nos plasmaban las instantáneas.  Ahora ya no hay que esperar la decisión de un jurado municipal de medio pelo: basta con abrir el ordenador mientras tomamos el café para producir un texto, o verter una foto, y esperar los likes, los emoticonos, los parabienes del personal. De pronto, gracias a internet, todos somos artistas, o pseudoartistas, como este mismo blog atestigua de modo lamentable. El día que me lesione, o que me mate, o que le haga daño a alguien por ir distraído con este puto aparato entre las manos, abrasado en la hoguera de las vanidades, será por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, como rezábamos de niños.