Cine Pasaje

Supongo que yo ya había estado allí en otras ocasiones, en la penumbra del cine Pasaje, pero mi primer recuerdo nítido pertenece al 24 de diciembre de 1977. En Nochebuena no había sesión de noche para que los empleados pudieran cenar con sus familias, así que mi recuerdo procede de la primera sesión, que empezaba sobre las cinco, o en la segunda, que lo hacía sobre las siete y media. No sé quién me acompañaba. Supongo- porque yo tenía poco más de cinco años - que era mi madre la que velaba por mi seguridad en aquella sala enorme de 1000 butacas, butacones, realmente, de aquellos antiguos y pesadotes, que en los años siguientes yo ayudé muchas veces a levantar a mi padre cuando terminaba la sesión, recogiendo las monedas caídas de los bolsillos como paga por mi labor (una labor que también consistía, si la sesión era la última del día, en pasar corriendo por los aseos, abrir la puerta con educación y gritar “¡Cerramos!” al posible rezagado o rezagada que hacía sus necesidades con peligro de quedarse allí  toda la noche).



    De aquella tarde de invierno recuerdo tres cosas con absoluta claridad: la fanfarria de la 20th Century Fox atronando en aquella pantalla que era como el mismísimo universo de ancha, ocupando todo el campo de visión; la gente que buscaba sus localidades con las luces ya apagadas, haciendo sudar la gota gorda a los acomodadores que alumbraban con la linterna y esperaban una propinilla que ya por entonces se estilaba más bien poco; y, por supuesto, el momento fundacional de esta cinefilia que todavía condiciona mi ocio y estructura mis pensamientos. Que fue como el rayo saliendo del Monolito de Kubrick o como la impronta maternal del robot David en Inteligencia Artificial. Mi infancia consciente, mi vida peliculera, mi pedrada continua, mis recuerdos más o menos ordenados, comienzan en el mismo instante en que la nave consular de la princesa Leia surca el espacio sobre el planeta Tattoine y su luna lunera, y de pronto, tapando progresivamente la pantalla, aparece el destructor imperial persiguiéndola, majestuoso y maléfico. Recuerdo el estupor, la parálisis, la emoción tan intensa que casi se parecía a la congoja…  Los párpados tan abiertos que casi se me dislocan y me dejan los ojos abiertos para toda la vida. Yo ya había nacido, pero en aquel momento tuve, por primera vez, la noción de estar vivo. Todo lo que ha venido después, en los cines y fuera de ellos, viene surfeando en esa ola estruendosa de conciencia. Han pasado cuarenta y dos años y yo sigo allí sentado, mirando los enredos familiares de los Skywalker y sus midiclorianos con la misma cara de alelado. El cine ya no existe, mi padre ya no vive, y yo trabajo muy lejos de León. Pero de todo eso yo todavía no me he enterado. Me enteraré cuando acabe la película, y Luke y sus amigos reciban sus medallas por haber destruido la Estrella de la Muerte… Antes no.