En el súper

Hoy, de paseo por León, he vuelto a entrar en el Cine Pasaje. O mejor dicho, en el supermercado que ahora ocupa su lugar. Como un acto de protesta contra la realidad de los tiempos, he entrado con la intención de no comprar nada, sólo para recorrer los pasos nostálgicos que mis pies como zarpas nunca olvidaron.

    Mientras la clientela del supermercado inspeccionaba ingredientes, calculaba descuentos y llenaba las cestas con productos, yo me he instalado en una realidad holográfica en la que el Cine Pasaje se superponía a los estantes y volvía a la vida en un sueño nostálgico que me escocía en los lagrimales. A la izquierda, nada más entrar, donde ahora está el expositor de pan y la bollería industrial, he visto a mi padre resolviendo crucigramas en su pequeño garito, esperando que terminara la función para abrirle la puerta a la muchedumbre, cerrarla de nuevo durante unos minutos y volver a instalarse en ella ya peripuesto y uniformado, con la gorra y la librea, sonriente y algo encorvado, buenas tardes, buenas tardes, dando la entrada al nuevo grupo de soñadores… Unos pasos más allá, donde los lácteos y los huevos, he visto la puerta que daba acceso a la cabina de proyección escaleras arriba, donde Juan y Santiago me dejaban enredar con los recortes de celuloide y me permitían ver las películas desde el ventanuco por el que ellos vigilaban la calidad de la proyección. Al lado justo del otro ventanuco, el primordial y mágico, el que atravesaba el haz de luz que convertía los fotogramas estáticos en personajes vivientes que en la pantalla se daban besos, se pegaban tiros o se perseguían como centellas por los rincones de la galaxia muy lejana.




    He llegado a la última pared del supermercado y mis pies me han dicho que allí, justo allí, estaban las puertas de acceso al patio de butacas. El supermercado ocupa justo el espacio que antes ocupaban el vestíbulo, los aseos y el viejo ambigú de los chicles y las gominolas. He sonreído al saberlo: el cine en sí, las 999 butacas enfrentadas al imponente pantallón, no han sido mancillados por este monumento moderno dedicado al envoltorio de plástico y a la calidad ínfima de los alimentos. Quizá lo que hay más allá de la pared, ocupando el espacio sagrado de mi infancia, sea algo todavía menos decoroso para mi recuerdo. Pero hoy, al menos, he decidido no averiguarlo.

    Hoy por la mañana, en el súper de la avenida José María Fernández, estaban los trabajadores, los clientes, y un tipo alto, desgarbado, con aire de despistado, que venía a ver una película.