La Novena Puerta

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Los curas que arruinaron nuestra adolescencia fracasaron en el intento de convertirnos al catolicismo -hacer del Bautismo y de la Comunión algo más que dos sacramentos que nunca solicitamos-, pero lograron imbuirnos la idea del Bien y del Mal como entes absolutos, separados por una alambrada de espino que además daba calambrazos si la tocabas. Su verdadero apostolado no era hacernos creer en Cristo -que eso a ellos les daba igual, tan lejano ya Jesús en el tiempo y en la mitología- sino hacernos creer en la existencia de un ente llamado Demonio que se disfrazaba de socialista en la democracia española, de comunista en la exRusia de los zares, o de falda corta en las mujeres guapas que les hacían maldecir el día que tomaron los votos creyéndose supermanes del pene en huelga indefinida. Liberados del cristianismo a fuerza de leer a Nietzsche y de comprar la revista El Jueves, los pánfilos de mi generación acabamos enredados en el maniqueísmo que enseñara el profeta Mani -de ahí el nombre- en el siglo III de nuestra era. Tan jóvenes y tan viejos, como en la canción de Sabina...



    Yo, con el tiempo, me fui curando de aquellas gilipolleces gracias a que leí los libros correctos y me rodeé de las compañías adecuadas, y ya sólo en las películas me dejo llevar por la tontería del Diablo y sus múltiples travesuras. Pero con los años he descubierto que muchos compañeros de clase siguen atrapados en esa dicotomía absurda de la Luz y la Oscuridad (que, cáspita, ahora que lo pienso, también nos remarcó la mística lucasiana de La Guerra de las Galaxias…) Hace poco, en León, me reencontré con un conocido que al segundo café en la terraza cogió confianza, puso los ojos en trance y me habló de un libro oscurantista que se había traído del Carajistán para conjurar la presencia del Demonio. Según él, el mismísimo Belcebú le perseguía por la vida,  le daba mal fario en los amores y alguna noche hasta se sentaba en su cama mientras dormía. Mi amigo, que es muy facha, juraba y perjuraba que el Demonio le hablaba en catalán en la intimidad... Durante un minuto de confusión pensé que mi amigo me estaba vacilando a la guay, o que me estaba contando de muy mala manera el argumento de La Novena Puerta. Pero no: se ha quedado así, el pobrecico. Cuando yo le conocí, en el instituto de los curas, era un chico que presumía de haber matado a Dios con el mismo puñal de Nietzsche. Ahora necesita un libro estúpido para asesinar al Ángel Caído, que sin Dios, por lo que se ve, anda más suelto que una vaca sin cencerro.