La bestia con un millón de espaldas

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La bestia con un millón de espaldas del título es Dios, Dios mismo, que en la fantasía de Futurama es un pulpo gigante que habita en un rasguño del tejido espacio-temporal. Este Dios de la ficción no es Creador, sino Contemplador, porque tiene la modestia de no atribuirse la obra del mundo, y sólo se encarga de llevar el Cielo a cuestas, por el espacio, cuidándolo con todo detalle para que los muertos sonrían cuando vengan a ocupar su parcela.



    Este Dios tan particular no se llama Yahvé, sino Yivo, en un arriesgado juego de palabras que podría atraer muchedumbres armadas con antorchas -aunque no creo, sinceramente, que haya muchos lectores del Antiguo Testamento siguiendo estas locuras animadas de la humanidad. Yivo, lejos del espíritu violento y vengativo que impregna las Escrituras, es un ser romántico, lleno de amor, pero frustrado porque no puede regalárselo a nadie. Yivo vive en otra dimensión, indetectable para los telescopios y para los profetas, y su aspecto es eso, de octópodo  repulsivo, de monstruo de Julio Verne, sólo aceptable si te lo imaginas cortado a trocitos, y cociéndose en un caldero de cobre en la feria del pueblo.

    Yivo es un pedazo de pulpo, y también un pedazo de pan, pero cuando se hace carne en la dimensión de los humanos, su afán de amar se vuelve atosigante, pegajoso, con esa manía que tiene de coger a los amigos por el cuello, clavarles el tentáculo y usarlos como muñecos de José Luis Moreno en un espectáculo de ventriloquía. Pero Yivo es un dios humilde, que reconoce sus culpas. Uno que no dicta palabras reveladas, sino corregibles al hilo de la experiencia, y de la respuesta de los amados.

    Yivo es un dios tan benevolente, tan de puta madre, que los humanos terminarán desconfiando de su bondad. De su compromiso tallado en un diamante de electromateria indestructible. Los humanos de Futurama se creen muy distintos de Bender, el robot borracho y tocapelotas que se atribuye los discursos más cínicos de la serie, pero en realidad todos piensan lo mismo que él:

    “… el amor no se comparte con todo el mundo. Amar es desconfiar. Amar es temer. Amar es exigir. Amar es codiciar. Amigos míos: no existen los grandes amores sin que haya grandes celos”.