How to with John Wilson. Temporada 2.

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Los libros de autoayuda no sirven para nada. Eso lo saben muy bien sus autores, que pagan las cuotas del chalet a costa de los incautos que los compran. Sus libros no son más que verborrea del espíritu y lisonjeo de la voluntad. Valen tanto como una palmadita en la espalda, o como una charla con un amigo. Pero cuestan mucho más dinero y producen autoengaños más profundos, a veces incurables. Hay gente que entra en ellos buscándose a sí misma y sale más perdida de lo que estaba, pero creyéndose encontrada, lo que produce extrañas sonrisas entre los conocidos. Al final uno es como es y anda siempre con lo puesto. Como mucho, habría que leer algún libro que nos enseñara a asumir nuestros errores y poco más.

John Wilson, documentalista y residente en Nueva York, prefiere ayudarnos con las cosas más prácticas, siempre despreciadas por los gurús. Desbrozar el camino de los pequeños enredos para que luego, cuando llegue el amor, la filosofía o el tiempo del yo, tengamos la casa en orden y la agenda despejada. Y la ciudad más o menos habitable.

En esta segunda temporada, John Wilson nos enseña, en primer lugar, a buscar oportunidades en el mercado inmobiliario. La mejor autoayuda empieza, sin duda, por tener un hogar confortable y bien ubicado. Una vez instalados, hay que aprender a distinguir un buen vino de uno malo si queremos salir de bares con cierto estilo y no hacer el ridículo demasiado. Yo lo tenía por una tontería de diletantes pero resulta que me estaba perdiendo una clave sociológica.

La tercera lección de John Wilson es cómo encontrar aparcamiento en la ciudad atestada, cosa que a mí, por fortuna, entre que no tengo coche y vivo en un pueblo, no me preocupa demasiado. Tampoco me preocupa el reciclaje de las pilas usadas, pues me las recogen en el mismo colegio donde trabajo. Y tampoco tengo necesidad de apuntar mis sueños en una libreta porque mis sueños me persiguen durante todo el día, como fantasmas pesadísimos.

Pero la última lección, la de ser espontáneo en sociedad, sí que la necesito como el comer. O no, ya  no sé, porque a saber qué sería de mi vida si me dejara llevar por la espontaneidad de mis ocurrencias.